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Constan extendió las manos en un gesto teatral y rugió:

—¡luz!

Un torrente de energía mental surgió de las tres mentes a la vez, y los oscuros postes para antorchas que rodeaban la plaza llamearon llenos de chisporroteante vida. Todo el escenario se llenó de luz y la escena pasó de la oscuridad a una brillante iluminación, y Esti tomó la mano de Índigo y la oprimió con fuerza, en un apretón que transmitió sin palabras su compartido triunfo. Entonces Constan se volvió, y gritó a la plaza:

—¡Saludos, amigos míos! ¡Se os saluda y se os da la bienvenida a esta fiesta! Esta noche os traemos música y canciones, y risas y lágrimas... ¡esta noche, nosotros, la Compañía Cómica Brabazon, hará que vuestros sueños se hagan realidad!

Estaba magnífico. Impávido ante la extraordinaria puesta en escena, el vacío y el silencio que se abrían ante él allí donde debería de haber estado su público, había adoptado al instante y con energía su papel de consumado comediante. Podría no haber aprendido la forma de fabricar ilusiones a partir de la esencia de aquel mundo; pero de súbito Constancia Brabazon se había erigido en el indiscutido señor de los festejos alrededor del cual todo debía girar. Giró sobre sus talones al tiempo que extendía un brazo, y Esti se adelantó corriendo, Índigo entrevió su rostro y percibió un miedo tenso en su expresión, pero la muchacha tomó la mano de su padre y dedicó una profunda reverencia a la imaginaria multitud; su voz resonó alta y clara por la plaza.

—¡Buenas gentes, os saludamos, y os damos la bienvenida a la reunión de esta noche!

Era la cancioncilla tradicional con la que iniciaban siempre el espectáculo interpretada generalmente por la pequeña Piedad, e Índigo se humedeció los labios, mirando a Fran de soslayo. Este no la miró, pero sujetaba su flauta, flexionando los dedos listo para empezar.

—¡Acercaos, olvidad las penas —entonó Esti—, y unios a nuestra fiesta!

Constan efectuó un rápido gesto, e Índigo y Fran —con gran alivio por su parte— añadieron sus voces al estribillo.

¡Sabemos bailar y sabemos cantar, y estos dones os traemos, con música y alegría, bromas y juegos, para desearos felicidad y este día festejar!

Por un emocionante momento, mientras sus labios formaban las palabras, Índigo escuchó el clamor de voces nuevas, voces infantiles que se elevaban como fantasmas de otro mundo. El corazón le dio un brinco y se puso a latir de prisa hasta el punto de cortarle la respiración... y de repente ya no tuvo tiempo de pensar, Constan iniciaba ya el compás con el pie, uno, dos, y arpa y flauta se unieron a la alegre Donada del primer baile.

Los dedos de Índigo volaban sobre las cuerdas del arpa, y giraba vertiginosa con una nueva oleada de energía mientras Esti saltaba y daba vueltas al compás de la música. ¡Esto era Bruhome: eran la Fiesta de Otoño, y la Compañía Cómica Brabazon ocupaba el escenario, para ofrecer la mejor representación de su vida! Y en cualquier momento aparecerían los demás actores, y la música alcanzaría todo su alegre volumen; «¡escúchala!», se instó a sí misma, «¡haz que suceda, utiliza tu voluntad para que suceda!»

De repente se escuchó el sonido de una segunda flauta que se entretejía en una alegre armonía con los sones de la flauta de Fran. El rostro de Índigo se iluminó con una sonrisa triunfal cuando a la flauta se unieron los débiles sones de un violín, un organillo, el tamborileo de una pandereta. ¡Sí! Se acercaba, empezaba, ganaba energía e impulso. Volvió a abrir los ojos y vio que Esti tenía ahora una pandereta en cada mano, y que sus sucios pantalones y camisa se habían transformado en un traje bordado, la falda revoloteando alrededor de sus muslos mientras bailaba. Constan daba palmas, al tiempo que enumeraba las figuras de la danza como si un público invisible se uniera a ella; e Índigo imaginó la plaza vacía llena de rostros alzados, de gente que gritaba, que cantaba, mientras otros se balanceaban por entre la multitud tejiendo una figura en forma de ocho. Por un instante la plaza iluminada pareció tambalearse y parpadear, y le pareció ver... No, la vio: a la

multitud, a los asistentes al espectáculo como fantasmas en un espejo distorsionante.

De repente Esti lanzó un grito de éxtasis y bajó del escenario, saltando por encima de la hilera de candilejas para ir a posarse grácilmente sobre el suelo de la plaza. Empezó a girar sobre sí misma como un espíritu travieso recorriendo la plaza y de repente extendió las manos como para ofrecérselas a un compañero imaginario. Y de improviso un hombre enmascarado, vestido con hojas y con un elevado tocado de astas apareció bailando con ella; sus brazos se entrelazaron mientras saltaban y marcaban el paso.

Los ojos de Fran se abrieron de par en par y gritó a Constan una palabra que Índigo no conocía pero que sonó a algo parecido a «¡Kirnoen!». Nuevas figuras se materializaban ahora alrededor de la pareja; Índigo vislumbró diminutas siluetas de apariencia humana con cabeza de zorro; una hermosa mujer con los ojos y las alas de un halcón; otro hombre astado de rostro moreno...

Constan se volvió y atajó la música al tiempo que empezaba a batir palmas con un ritmo diferente.

—¡Cambio de melodía! —rugió—. ¡Los Cazadores y la Cosecha... AHORA!

Las agudas notas de la flauta cambiaron de tono bruscamente, para luego lanzarse a una melodía nueva y más ligera, Índigo lo siguió con rapidez al reconocer la canción, arrancando del arpa un sonido parecido al de un caballo al galope; y unos segundos después los instrumentos fantasmas —el violín, el organillo, el tambor— añadieron su enfático apoyo. La figura astada tomó a Esti por la cintura y la alzó en el aire bien alta, y de pronto la plaza pareció llenarse de figuras que bailaban: hombres y mujeres enmascarados, pequeños perros que saltaban llenos de vigor, y un millar de criaturas cuyos cuerpos eran en parte humanos y en parte animales. De todas aquellas gargantas surgió un grito, una mezcla de grito humano y ladridos, chillidos y gañidos de animales, y Fran, con el rostro arrebolado por la excitación, gritó una y otra vez, como un grito guerrero:

¡Kirnoen! ¡Kirnoen!

Y de pronto Indigo recordó. Kirnoen era el nombre que la gente del sudoeste daba a los cazadores salvajes, a los sobrenaturales servidores de la Madre Tierra que cabalgaban bajo el rojo globo de la Luna de la Cosecha para purificar la tierra tras los últimos días de espigueo y prepararla para el sueño invernal. También ellos poseían tales personajes míticos en las Islas Meridionales, aunque éstos cabalgaban bajo otro nombre; y se los festejaba en las magníficas fiestas de las monterías con la llegada de las primeras heladas y los fuertes vientos que soplaban del sur...

Un grito tembló en su lengua con la exigencia de ser pronunciado. Su mente se llenó de imágenes: de Carn Caille, su perdido hogar; de la tundra, y de los grandes bosques, y de los curvados cuernos de caza que lanzaban su letanía al sol que llameaba en el horizonte como si se tratara del palpitante corazón vivificador de la Diosa. Oía el ladrido de los perros de caza, el resoplar y tronar de los caballos que se abrían paso por entre los helechos como naves que hendieran el mar, el chasquido de los arcos, los gritos alegres de los cazadores... y el grito surgió de sus labios, un grito de liberación y triunfo. El arpa cayó de sus manos, su discordante nota de protesta ahogada por la respuesta de la saltarina y revoloteante concurrencia, e Índigo percibió la llegada del cambio, se sintió crecer, sus cabellos cayeron en forma de cascada como un torrente desbordado, sus toscos ropajes desaparecieron y quedó ataviada de hojas y de luz y de los cálidos y ondulantes colores de la tierra. Sus ojos se volvieron dorados, y el grito siguió y siguió, surgiendo como un torrente de su garganta al tiempo que nuevas figuras brotaban de la resplandeciente oscuridad de la plaza para unirse a la alocada danza. Enormes caballos alazanes y pardos se alzaban sobre sus cuartos traseros y efectuaban cabriolas; delgados galgos grises entonaban un coro melodioso con sus ladridos, y la alegre y chillona risa de los cazadores de las Islas Meridionales, tostados por la acción del sol y los vientos marinos, repicaba como campanas para resonar en las vacías casas y sacudir toda la plaza.