Era una sugerencia muy sensata.
—Sí —repuso Índigo—. Estoy de acuerdo.
Se hubiera dirigido ya en dirección a la carreta, pero Fran parecía reacio a terminar la conversación. De repente, dijo:
—Sobre esa enfermedad, había una palabra para definirla; sabes cuál era...
—Coma.
—Sí. ¿Qué significa?
—Es como un sueño muy profundo —le respondió—. Una especie de trance. Las víctimas siguen vivas, pero es como si sus mentes estuvieran en algo parecido a un limbo.
—¡Ah! —Fran se mordió el labio inferior—. ¿Quieres decir que no se dan cuenta de nada de lo que sucede a su alrededor... igual que esos viajeros?
El pulso de Índigo se había acelerado hasta llegar a un doloroso latido muy veloz.
—Sí —dijo—. Exactamente igual que esos viajeros.
Era una noche tranquila, y el interior de la carreta oscuro y acogedor: pero Índigo no podía dormir. Permanecía tumbada en el borde de una maraña de almohadones y mantas ásperas extendidas sobre el suelo que formaban la cama que compartía con las hermanas Brabazon, mientras contemplaba el paso infinitesimalmente lento de las estrellas por el firmamento que se veía más allá de la abierta media puerta. A su espalda, Esti roncaba suavemente; Gentileza y Piedad, las dos más pequeñas, habían murmurado y lanzado risitas durante un rato hasta que una soñolienta pero tajante reprimenda por parte de Can las hizo callar; ahora no se oía otra cosa que la rítmica respiración gutural de Esti.
Índigo no podía dejar de pensar en lo que había dicho Fran, y sobre la conexión entre los ciudadanos desaparecidos, los cuatro viajeros en trance que habían visto en la carretera, y la misteriosa enfermedad. Fran estaba en lo cierto: coma era la palabra clave, y una descripción inquietantemente apropiada de los abstraídos e inmutables vagabundos.
Se tumbó de espaldas, contemplando el techo pintado de la carreta. Cosechas y pastos echados a perder, que ofrecían el mismo aspecto que si algo les hubiera absorbido la esencia misma de la vida. Animales que sufrían un destino parecido. Seres humanos, descoloridos, secos, que recorrían los caminos a píe o a caballo como si estuvieran en trance. Desapariciones. Una enfermedad del sueño. Era una progresión, pensó; cada fase conducía a la siguiente en una especie de horrible desfile.
Y su subconsciente le gritaba que, en algún lugar detrás de este misterio cada vez más complejo, se ocultaba la mano de un demonio.
El dibujo de sombras formado por la luz de las estrellas en el techo varió de repente, e Índigo miró a su espalda encontrándose con que Grimya había alzado la cabeza y la observaba. En la oscuridad, los ojos de la loba brillaban levemente. «¿Indigo? ¿Estás despierta?»
«No puedo dormir», le transmitió. «No puedo dejar de pensar, Grimya. Los pensamientos no me dejan tranquila. » «¿Es por lo que Fran decía?» «Es eso, sí; y más cosas. »
Grimya se incorporó despacio, una silueta reflejada en el marco de la puerta. Levantó el hocico y olfateó el aire. «Es una buena noche. No sopla el viento y escucho el rumor del río. ¿Por qué no damos un paseo?» «¿No estás cansada?» «No. Ya sabes que adoro la noche. » Índigo miró por encima del hombro a Esti, que dormía profundamente; luego, con mucho cuidado, se deslizó fuera de la manta que la cubría. En silencio, abrió la parte inferior de la puerta y siguió a Grimya descendiendo los peldaños y perdiéndose en la noche.
El aroma de hogueras apagadas, de hierba, de excrementos de animales y del río se entremezcló en su olfato mientras extendía los brazos para aflojar los músculos agarrotados de estar tanto rato inmóvil. El aire poseía un helor otoñal, pero la túnica que llevaba, larga hasta la rodilla, era protección suficiente, y la hierba bajo sus pies desnudos era suave y agradable. Esquivaron carretas y tiendas de campaña donde dormían otros feriantes y descendieron la suave ladera que conducía a la ancha y llana orilla del río. En la vegetación que crecía en la orilla algo crujió y chapoteó; un ave acuática se alejó contoneándose, al tiempo que lanzaba un breve lamento. Las orejas de Grimya se irguieron con el instinto del cazador antes de que el ave nadara fuera de su alcance, y luego se relajaron, Índigo se sentó en una mata de hierba rodeada de juncos e introdujo los pies en el agua, observando cómo las ondas centelleaban a la luz de las estrellas mientras se desparramaban en la perezosa
corriente.
Permanecieron en silencio durante algunos minutos, hasta que Grimya. habló. Mucho tiempo atrás la loba había decidido, a causa de un curioso pero en cierta forma digno sentido del orgullo, que utilizaría su talento para hablar en voz alta (por muy gutural y entrecortada que surgiera su voz) siempre que no hubiera más que Índigo para oírla.
Articulando la pregunta que Índigo no había querido hacerse a sí misma, la loba dijo:
—¿Has... miiiirado la piedra-imán?
—No. —Le sonrió, pero con cierta tristeza—. No he podido reunir el valor suficiente. Sabemos que conducía hacia Bruhome, pero ahora...
—¿Piensas que puede mostrar que hemos llega... do a nues... tro de... destino?
—Es lo que me temo. Y no quiero mezclar a los Brabazon, Grimya. Han sido auténticos amigos para con nosotras, y recuerdo muy bien lo que le ha sucedido a todos aquellos con los que hemos trabado amistad.
—Ha sido una buena época ésta —repuso Grimya pesarosa—. Es tris... te pensar que ten... tenga que ter... minar.
—Lo sé; y eso es otra parte de ello. —Índigo dirigió la vista a las lentas aguas del río.
—A lo mejor no hará falta que se me... mezclen; al menos no aún —sugirió Grimya—. No estamos sssseguras de lo que dice la piedra. No hasta que miremos.
Índigo se sentía reacia a mirar: sabía cuál sería la respuesta de la piedra-imán a su pregunta. Pero la bondadosa reprimenda de Grimya era justa: no podía posponerse el momento eternamente.
Se llevó una mano al cuello y sacó la bolsa de cuero que colgaba a su alrededor. La piedra —pequeña, lisa y totalmente corriente— cayó sobre su palma extendida. El dorado punto de luz de su interior era claramente visible incluso en aquella oscuridad; al cabo de unos segundos se la mostró a Grimya. Su rostro era inexcrutable.
Grimya la miró, y dijo:
—Ah...
El diminuto ojo dorado ya no indicaba hacia el oeste; se había acomodado en el centro exacto de la piedra.
Habían llegado al final de su viaje.
Ninguna de las dos habló durante un largo rato. Grimya observó a su amiga con ojos preocupados, leyendo sus pensamientos pero incapaz de decir nada que pudiera serle de algún consuelo. Había finalizado el rastreo y la caza estaba a punto de empezar: aquí, en este apacible remanso rural, algo siniestro y diabólico las esperaba, y ellas debían dar la espalda al tranquilo idilio del pasado reciente y, una vez más, enfrentarse a una nueva manifestación del horror que Índigo había liberado de la Torre de los Pesares hacía ya tanto tiempo... El tercero de los siete demonios empezaba a agitarse. Y, sin importar a qué precio, había que encontrarlo y destruirlo.
Algo brilló en la mejilla de Índigo, y Grimya se dio cuenta de que lloraba. Pero no había ni furia ni desesperación en sus lágrimas; eran simplemente una liberación, un reconocimiento y una aceptación de su destino y un melancólico pesar porque el tranquilo interludio del que habían disfrutado debiera finalizar. La loba parpadeó, e intentó pensar en alguna palabra de consuelo, pero antes de que pudiera hablar, Índigo se secó los ojos con el dorso e la mano.