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Supo, sin necesidad de volver la cabeza, que los Brabazon aguardaban inquietos. Era consciente de su confusión, pero no tenía tiempo de detenerse y advertirles de lo que pensaba hacer. El demonio había colocado un arma en sus manos sin darse cuenta: debía utilizarla.

Devolvió toda su atención a la flotante sombra. Hubiera resultado fácil compadecerla; era una cosa patética e irreal que no estaba ni viva ni muerta. Pero compadecerla era alimentar aquella ilusión y darle poder. Por sí mismo el demonio carecía de fuerza; así pues, seguramente, carecería de auténtico poder. Sólo poseía el poder que sus víctimas le otorgaban de forma inconsciente al creer en la fuerza de las ilusiones que creaba... y creyendo de este modo en el mismo demonio.

—Tenemos un último espectáculo para ti, mi siempre hambriento amigo —le dijo Índigo con una sonrisa—. Un baile. Lo llamamos El Regreso de Bruhome.

La sombra se estremeció, como movida por algún tipo de emoción.

—Un título divertido —repuso la insustancial voz, y esta vez no había duda de la presencia de un tono de inquietud en ella—. Tu habilidad para bromear en un momento como éste te honra.

—Me alegro de que pienses así, ya que la broma será a tu costa. —Dio un paso atrás—. ¿Quieres subir al escenario y bailar con nosotros, demonio?

A su espalda, Constan siseó:

Índigo, en el nombre de la Madre, ¿qué estás haciendo?

Pero la muchacha agitó una mano en gesto negativo. La sombra permaneció inmóvil. La sonrisa de Índigo se tornó menos simpática.

—¿O deseas que te busque una pareja de baile más apropiada?

Podía sentir cómo la energía aumentaba en su interior; como había sucedido con Grimya. La distancia era mucho mayor, no obstante; no sabía si lo conseguiría, si podría reunir la voluntad necesaria: «¡No, no pienses eso! ¡Tienes el poder! ¡Tú eres el poder!»

Una luz cegadora brotó de debajo del escenario, y en el centro de la luz, donde un instante antes había estado Índigo, se alzaba ahora la elegante figura del Emisario. El ser levantó un brazo en gesto autoritario, y de la noche, de algún lugar más allá de los confines de la plaza, el aire les trajo las débiles notas de un organillo.

Esti lanzó un grito de angustiado deseo.

—¡Val! ¡Es la canción de Val!

«Sí», pensó Índigo con violencia, «sigue así, llámalos a todos: a Val, a Lanz, a Honi y a Pi, a todos ellos, a todos ellos!» Perdida en el turbulento caos de su propia mente, inundada por la imagen que ella misma se había creado, concentró el llameante foco de su voluntad en su invocación.

Flauta, caramillo y tambor se unieron al organillo, y la melodía se fundió en una alegre marcha. El sonido creció, cada vez más cercano, más próximo, y ahora parecía estar ya por todas partes a su alrededor, como si todo un ejército de músicos danzara por las oscuras calles y callejuelas, para converger de forma inexorable en la plaza y el escenario. Fran tomó su caramillo, con los ojos brillantes de excitación, y Esti, pandereta en mano, gritó a Constan:

—¡Papá, toca el violín! ¡Puedes hacerlo, puedes hacerlo, con sólo desearlo con fuerza!

La sombra había retrocedido al materializarse la luz y la figura del Emisario, pero ahora, recobrándose, se precipitó hacia el escenario; se alargó, extendiendo sus manos fantasmales como si quisiera apoderarse de la reluciente visión y hacerla pedazos. Pero un brazo dorado volvió a alzarse, y señaló en dirección a la puerta de la posada del Tonel de Manzanas.

—¡Baila, demonio! ¡Baila con la Compañía Cómica Brabazon! ¡Baila con la gente viva de Bruhome!

Dos antorchas se encendieron de repente en los soportes colocados sobre la puerta de la taberna, y la puerta de ésta se abrió con estrépito. En el umbral apareció una figura solitaria, y las llameantes antorchas iluminaron una mata de relucientes cabellos castaños...

¡Cari! —aulló Esti con toda la potencia de sus pulmones.

Constan giró en redondo, y los arrebolados colores de su rostro desaparecieron como por ensalmo. También el demonio se volvió, siseando furioso, y el contorno de la negra sombra se distorsionó al ver lo que pasaba.

—¡Se ha roto tu hechizo! —La imponente figura del Emisario desapareció con un potente destello y allí estaba Índigo, despeinada, y aullando de odio y triunfo al vampiro—. ¡No tienes ningún poder sobre nosotros..., ahora somos los señores de la fiesta! —Se volvió—. ¡Constan, trae a Cari! ¡Tráela con nosotros!

Constan saltó del escenario al tiempo que gritaba el nombre de su hija a todo pulmón, y echó a correr por la plaza. Cari lo había visto y se alejaba de la puerta, tambaleante, los brazos extendidos hacia él; se reunieron, y Constan la columpió entre sus brazos, besando su rostro y sus cabellos mientras se daba la vuelta y corría de regreso a la plataforma. El demonio contempló su avance con atención, luego se volvió con brusquedad para mirar a Índigo otra vez. La muchacha sintió el veneno de su mente, la energía que empezaba a acumular, la creciente rabia... y entonces una boca horrible y llameante se abrió en la borrosa cabeza, como si se hubiera abierto de par en par la puerta de un horno, y se balanceó hacia atrás sobre sus talones mientras una única y terrible nota brotaba de aquella boca, un malévolo trueno que ahogó la creciente música y zarandeó el escenario. Las llamas de las antorchas se alzaron hacia el cielo en señal de protesta; entonces todas las luces de la plaza se apagaron, y el silencio cayó sobre ellos mientras la horrible nota se tragaba todo otro sonido, y cesaba.

Constan se detuvo con un patinazo, y Fran y Esti, que se habían dirigido al borde de la plataforma para ayudarlo, se detuvieron en seco. La sombra había cambiado. A su alrededor palpitaba ahora una tormentosa aureola púrpura, atravesada por lenguas de parpadeante fuego plateado, como si se tratara del lento latir de un corazón maligno. Lanzó un lento y áspero aliento que pareció interminable, e Índigo sintió cómo la piel se le ponía de gallina al tiempo que el aire se volvía frío como el hielo. Con una voz que mostraba toda la desapacible y mortífera furia de una tormenta ártica, el demonio dijo:

—Ah, Índigo. Ahora sí que me has hecho enojar.

La plataforma empezó a temblar. Fran perdió el equilibrio y cayó, mientras que Esti se aferraba al telón con tanta fuerza que casi hizo que le cayera encima, y Grimya, aturdida todavía por la sorpresa, retrocedía lloriqueando a un rincón. Pero Índigo sintió cómo las tablas se arqueaban bajo sus pies, escuchó el crujido de protesta de la madera, y sonrió:

—No, demonio. No puedes destruir lo que hemos creado. Lo que hemos creado es real, y careces de poder para controlar la realidad.

—La realidad quizá no —rió con suavidad el ser—. Pero sí la ilusión. Y me parece que aún tienes una lección que aprender.

La plataforma dejó de temblar. Por un instante se produjo un silencio total; y entonces un sonido que iba más allá del sonido atronó la plaza. El cielo color estaño se volvió negro como la pez, y de la negrura surgieron constelaciones que empezaron a brillar fríamente sobre la escena. El terrible ruido murió, y empezó a soplar el viento, un vendaval glacial que gemía sobre los tejados de las casas y arrojaba ráfagas de nieve al rostro de Índigo. Y de pronto, surgida de la noche polar, la joven escuchó la primera pisada titánica de algo que se acercaba.

Un terror engendrado por siglos de leyenda hundió sus aceradas garras en el estómago de Índigo. El Innominado avanzaba hacia ellos desde las gigantescas montañas de hielo y arrastraba ante él las poderosas galernas invernales; la muchacha sintió que temblaba a medida que el pánico se apoderaba de ella; y sus ojos se vieron atraídos hacia las alturas, hacia el negro cielo, donde entre las constelaciones sabía que vería las dos estrellas gemelas que no eran estrellas sino los lejanos y relucientes ojos del precursor sin forma que