Выбрать главу

—¡Val! —vociferó—. ¡Lanz! ¿Dónde estáis, perezosos fanfarrones? ¡Tocad! ¡Si valoráis vuestras pieles, TOCAD!

Unas vagas formas aparecieron en el borde del escenario, y una segunda flauta y un organillo añadieron sus espectrales voces a la danza. Val, pecoso y sonriente, estaba doblado sobre su instrumento; Lanz, echándose hacia atrás los cabellos empapados de sudor, mantenía los ojos cerrados con fuerza mientras tocaba la flauta. Se solidificaban;

eran reales... y mientras ellos adquirían consistencia, Índigo vio a través de ojos que eran azul-violeta y dorados y plateados a la vez, cómo el demonio se retorcía, escuchó su grito de furia, de frustración, de creciente y horrorizado temor.

Giró sobre sí misma, y su reluciente mirada se clavó en la taberna del Tonel de Manzanas. La luz apareció en las ventanas de la planta baja, y por entre la puerta abierta les llegó el sonido de charlas y risas, mientras que sombras —sombras mortales de seres humanos— se movían detrás de los cristales. Se volvió otra vez: y encima del balcón de la Casa de los Cerveceros aparecieron los estandartes de tres gremios de Bruhome: una hoz atravesada sobre un cayado de pastor, una pirámide de toneles envueltos en guirnaldas de lúpulo, una manzana escarlata sobre un campo verde. Levantó los ojos, y el firmamento, que había recuperado su monótono color hojalata, se llenó de pronto de estrellas, de las familiares y benefactoras constelaciones del sudoeste.

A lo lejos, un perro se puso a ladrar con entusiasmo, feliz por el mero hecho de estar vivo.

—¡BRUHOME! —era la voz de Índigo y también un centenar, un millar de otras voces unidas—. ¡BRUHOME!

—¡Bruhome!

Los Brabazon repitieron el grito y Esti lanzó un agudo trino tirolés lleno de triunfante entusiasmo. Ella y Cari se separaron, y de repente allí estaba Honi, y también Gen, y Piedad, uniéndose a ellas, faldas y melenas ondeando al viento, Índigo echó la cabeza hacia atrás en una sonora carcajada, y una mano dorada señaló.

Las hermanas lanzaron un agudo chillido, y, cogidas de las manos, saltaron del escenario para aterrizar en el suelo de la plaza. Formaron un anillo alrededor de la arremolinada columna negra, y empezaron a saltar y a bailar al tiempo que se burlaban del demonio que luchaba por abrirse paso. Y a su alrededor, débiles como apariciones pero cada vez más sólidas con cada momento que pasaba, un grupo de personas empezaba a surgir de la noche a medida que más y más antorchas se encendían para iluminar la escena. Borrachínes y bailarines, novios y mirones: toda la marea de una humanidad viva y alborozada. Sobre la plaza aparecían nuevas luces, en las ventanas y sobre las puertas adornadas de guirnaldas. Flores y adornos brotaban de la nada para balancearse y girar a la luz de las antorchas; las puertas de las casas se abrían, y figuras sonrientes más sustanciales que simples fantasmas salían de sus casas para unirse a la fiesta...

Bruhome regresaba. No la cruel parodia de una ciudad de fantasmas sino la próspera y bulliciosa realidad, que festejaba la cosecha, festejaba a su Diosa, festejaba la misma vida.

Y Constan, Fran, Val y Lanz tocaban, y Esti, Cari, Honi, Gen y Pi giraban y giraban a toda velocidad, sus cabellos una rueda de fuego, sus faldas un glorioso caleidoscopio de colores mientras daban vueltas alrededor de la aullante y aterrorizada sombra: a medida que el color y la solidez y la realidad penetraban con energía en el mundo del demonio para desgarrar su ilusoria textura y arrojarla al limbo del que provenía.

Un tremendo temblor recorrió el cuerpo de Índigo, como si fuera un árbol y sus raíces se enterraron en las profundidades de la vivificante tierra. ¡El demonio se moría! La sensación la abrumó, llenó su cuerpo, su mente, su espíritu, y lanzó los brazos hacia el cielo, mientras su voz se elevaba en un melodioso y potente grito de triunfo. Un último gran deseo. Uno, el definitivo...

Sus manos se juntaron como las de un buceador que se lanzase desde un acantilado, y sus ojos ardieron como oro derretido mientras sus brazos descendían, trayendo con ellos al sol y la luna, el poder gritando a través de ella, vida, vida...

La negra columna que se retorcía y convulsionaba dentro del círculo formado por las danzarinas hermanas lanzó un aullido que llegó hasta las estrellas. Fue un alarido lleno de insoportable agonía, y también de derrota, y pena, y justo al final un chillón y moribundo lanzazo de odio inútil, mientras, aplastados por la realidad, arrojados al olvido, los últimos pedazos de la entidad diabólica se dispersaron y desaparecieron del mundo.

Desaparecieron del mundo...

Desaparecieron...

Silencio y quietud. Algo la mantenía rígida, cuerpo y mente paralizados por una fuerza que no comprendía ni controlaba. El Emisario de ojos dorados había desaparecido. Era Índigo; sólo Índigo. Y el demonio estaba muerto, y ella...

Levantó la cabeza, y sintió como si su cuerpo no le perteneciera a ella sino a otro —a algo—, a alguien extraño, desconocido. El escenario: estaba de rodillas sobre él, en Bruhome, en las Fiestas de Otoño. Detrás tenía a Constan y a Fran y a Val y a Lanz; pero sus instrumentos estaban mudos; la contemplaban, sin comprender. Aguardaban. Y abajo del escenario, entre la multitud inmóviclass="underline" las muchachas, su baile detenido. La contemplaban...

Lo había hecho. Había eliminado el cáncer, el vampiro, el devorador de almas. Ella y los Brabazon. Y Grimya. Grimya estaba a su lado; pero en silencio, silenciosa como los demás.

Y en el extremo opuesto del escenario...

Fran vio cómo el cuerpo de Índigo se quedaba rígido, y vio la expresión de incredulidad y terror que estaba más allá de lo que él conocía que aparecía lentamente en su rostro. Toda su rabia y resentimiento quedaron olvidados en un momento, y dejó caer el caramillo, al tiempo que avanzaba hacia la joven con los brazos extendidos...

Y entonces se detuvo.

El hombre tenía los cabellos y los ojos negros, e iba vestido con las sobrias ropas de alguien que conocía y amaba la vida de un mundo amplio y variado. Su rostro era moreno y lleno de cicatrices como si hubiera sufrido el azote del viento y del fuego y de los mares salobres y otros tormentos que era mejor no mencionar. Y mientras miraba los ojos del hombre, y luego el rostro de Índigo, Fran supo de quién debía tratarse. Y en ese momento comprendió al fin lo que el amor —el amor real, no la pasión juvenil— era en realidad.

Fenran sonrió y su sonrisa hizo que Fran desviara la mirada avergonzado. No podía mirar cómo, en silencio, la figura de cabellos negros se acercaba a Índigo y extendía la mano hacia el suelo para tomar la de ella; no podía presenciar cómo sus dedos se entrelazaban, ni el beso que Fenran, inclinado, depositaba con suavidad pero de forma conmovedora sobre los levantados labios de Índigo mientras ésta alzaba hacia él sus ojos suplicantes y llenos de anhelo. Una tabla crujió bajo el pie de Fenran, madera vieja que se quejaba, y cuando Fran volvió a mirar sólo estaba Índigo, arrodillada sobre el escenario de las Fiestas de Otoño; lloraba en silencio mientras los sonidos de vida y actividad crecían poco a poco alrededor de ellos, y los primeros rayos del auténtico sol empezaban a caer oblicuos sobre los tejados de las casas de Bruhome.

BRUHOME

—«¿Así que podemos quedamos durante un tiempo?», preguntó Grimya.

—Sí. —Índigo sonrió con dulzura, y se agachó para acariciar la leonada cabeza de la loba—. Al menos durante algún tiempo.

De fuera de la carreta le llegaba el sonido del crepitar del fuego, y los primeros efluvios de la comida que Cari preparaba flotaban en la ligera brisa nocturna, mezclándose con los aromas más frescos del río. Dentro de pocos minutos comerían, y luego llegaría el momento de dirigirse a la plaza para la representación nocturna. Nueve días de Fiestas de Otoño. Nueve días de celebración de la cosecha, y de dar gracias a la Madre Tierra por la liberación de Bruhome.