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—Estoy bien, Grimya. No te preocupes. Contempló la humedad concentrada sobre su piel, y observó distraídamente que la luz de la luna la hacía relucir como si fuera de plata. Plata: el color de su propia debilidad, la señal de la imperfección que anidaba dentro de ella misma que era, quizás, el mayor peligro de todos. Cerró los ojos con fuerza por un instante, intentando hacer desaparecer la imagen no deseada de un rostro que había visto demasiado a menudo ya en sus sueños. Las facciones de una criatura, dientes felinos como perlas en la pequeña boca de sonrisa cruel, un suave halo de cabellos plateados, ojos plateados calculadores y burlones. Había pasado mucho tiempo ya desde que la criatura a quien ella llamaba Némesis, el impío ser simbiótico nacido de su propia naturaleza oscura y liberado al disfrute de una vida independiente, se había cruzado en su camino. La última vez que la había visto había sido desde la cubierta del Orgullo de Simhara cuando zarpaban del poderoso reino oriental de Khimiz, y aún podía recordar el odio vislumbrado en los ojos de la criatura y la sensación de una promesa silenciosa de que aquel encuentro no sería el último. Némesis vivía tan sólo para frustrar su misión y desviarla de su resolución, ya que con la destrucción del último de los demonios también ella, Némesis, moriría. Y la piedra de toque de Némesis era la plata...

De repente la noche se tornó fría, y el adormilado río que fluía con tanta suavidad entre ambas orillas pareció adoptar un leve tono amenazador. Un poco más allá, los juncos se agitaron; Índigo empezó a volver la cabeza, pero se detuvo, medio asustada de que si miraba, su cansado estado de ánimo podría traducir el sonido y el movimiento en algo menos inocente que los caprichos de la brisa. Estrellas de plata en el firmamento; reflejos plateados sobre el agua. Se estremeció, y extendió una mano para hundirla en el áspero y reconfortante calor del pelaje de Grimya.

—Regresemos —dijo.

Grimya comprendió. Se pusieron en pie, y pasaron despacio junto a las hogueras apagadas y los carromatos sin luces hasta el campamento de los Brabazon. En el aire flotaba aún un débil y agradable aroma a madera quemada; al llegar a la carreta Índigo volvió la cabeza para contemplar el terreno. Nada se movía, y con la loba pisándole los talones ascendió los peldaños y regresó a la paz y seguridad de sus dormidas compañeras.

CAPÍTULO 3

—¡Índigo, no encuentro mi máscara!. ¡Oh, ayúdame, por favor!

Índigo estaba sentada en uno de los arcones de ropa con la cabeza inclinada sobre el arpa, ocupada en afinar el instrumento. Sobre la elevada plataforma situada detrás de la pantalla que formaba una exigua y provisional zona de preparación para los artistas que participaban en la Fiesta una compañía de acróbatas llegaba al final de su número; el ruido en la plaza era estridente y resultaba casi imposible oír las notas que producían sus dedos sobre las cuerdas, de modo que dejó el arpa a un lado —ya tendría tiempo para una última comprobación más tarde— y fue a responder a la lloriqueante súplica de Honestidad.

—¿Qué máscara has perdido, Honi?

—La de la Danza del Boyero. —Honestidad sostenía un farol con una mano sobre una caja de madera y revolvía frenética su contenido con la otra—. Ya sé que aún no la necesito, pero la he de tener preparada; más tarde no habrá tiempo de buscar.

Un destello de raso amarillo por entre un montón de capas lllamó la atención de Índigo, y extendió la mano.

—¿Ésta?

—¡Ohhh! —Honestidad se llevó una mano al corazón y simuló poner los ojos en blanco como si fuera a desmayarse—. ¡Gracias!

Constan apareció por detrás de las bambalinas. Se detuvo al tiempo que miraba con aire profesional aquel aparente caos, luego dijo:

—¿Todo el mundo listo? Los acróbatas están a punto de terminar.

De la plaza sonaron unos cuantos aplausos, mezclados con algunos vítores y alegres silbidos, y Fran levantó los ojos mientras terminaba de atar las polainas de la pequeña Responsabilidad, de siete años.

—¿Qué tal el público, papá? ¿Es tan malo como temíamos?

—Podría ser mejor, pero claro, también podría ser peor —respondió Constan—. Al menos no falta gente; desde la puesta del sol han llegado muchos más y se amontonan en la plaza como gatitos alrededor de un plato de leche. Pero hay demasiadas caras tristes para mi gusto.

—Bien, pues tendremos que efectuar un esfuerzo extra para animarlas. —Fran se incorporó, terminada su tarea, y Responsabilidad flexionó las piernas de forma experimental.

Se produjo entonces un súbito frenesí de actividad cuando los acróbatas —gente menuda de las lejanas tierras del sudoeste, de piel pálida y cabellos casi blancos— aparecieron corriendo por un lado de las bambalinas. Su jefe sonrió e hizo una reverencia a Constan, luego el grupo se dejó caer sin aliento en el suelo y empezaron a charlar entre ellos en su ininteligible lengua.

—Bien —anunció Constan—. Ahora vamos nosotros. ¿Tienes tu flauta, Cari? Y vosotras, las pequeñas, poneos en fila, ya.

Lanzó una protesta.

—Maldita sea, casi lo olvidaba, Fran: vamos a suprimir la Mascarada de los Espíritus Arbóreos.

—¿Qué? —Fran lo miró boquiabierto—. Por la Diosa de la Cosecha, ¿por qué? ¡Es uno de nuestros mejores números!

—Lo sé. Pero empieza a correr un nuevo rumor; lo acabo de oír de labios del dueño de la posada del Tonel de Manzanas. Al parecer la gente habla de una especie de bosque que ha aparecido allí donde antes no había ninguno.

—¿Eh?

Constan meneó la cabeza.

—No me preguntes qué pasa. Todo lo que oí fue un galimatías sobre bosques negros y

árboles que se mueven. Parece como si alguien hubiera bebido más de la cuenta y hubiera empezado a ver visiones, pero la historia se extiende como el fuego sobre la paja. Para no disgustar a esta buena gente, dejaremos ese número.

Fran dijo algo que provocó que Cari lo mirara con profunda desaprobación.

—Muy bien. ¿Pero qué podemos poner en su lugar?

—Veremos cómo va la función, y lo discutiremos durante el descanso —respondió su padre—. Tal y como están las cosas puede que lo mejor sea hacer que nuestra actuación resulte más corta de lo normal.

Piedad, que había sacado la roja cabeza por un extremo de la partición, dijo:

—Vamos, nos esperan.

Y Constan hizo un gesto a Fran para que empezaran.

—Vamos, muchacho. No debemos hacer esperar al público.

Lanz tomó un tambor de cuero y, oculto todavía detrás de las bambalinas, empezó a tocar una melodía rápida y solemne. Esti se le unió con la pandereta mientras Fran y Cari se preparaban con sus caramillos: Constan hizo un gesto con la cabeza y todos juntos atacaron una alegre tonada, y las cuatro Brabazon más pequeñas, con Piedad a la cabeza, salieron de detrás de las bambalinas en fila de a una y ascendieron los desvencijados peldaños que conducían a la plataforma.

Se produjo una oleada de fervientes aplausos, e Índigo vio cómo una débil sonrisa cruzaba el rostro de Constan. Sabía lo acertado de iniciar su actuación con un número del pequeño cuarteto. Piedad, que aún no había perdido por completo el ceceo de la infancia, resultaba perfecta para el papel principaclass="underline" la visión de aquella atractiva criatura con sus pecas y sus brillantes rizos era seguro que conmovería los corazones del público y los colocaría en una atmósfera receptiva.

La comitiva se detuvo en el centro del escenario, entonces Gentileza, Moderación y Responsabilidad se colocaron formando una línea, de modo que Piedad quedó sola delante de ellas. La luz de las antorchas sujetas a largos postes que iluminaban la plataforma hacía que sus cabellos relucieran como una moneda de oro recién acuñada, y de un grupo de mujeres de edad que se habían reunido en una sección del público surgió un suave y afectuoso suspiro. La música se detuvo con un sonoro redoble, y Piedad levantó ligeramente su falda y dedicó una profunda reverencia a la muchedumbre allí reunida.