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– Más fantástico que los naipes de Ned.

Ned era un amigo que se había marchado a San Francisco con sus padres el mes de agosto anterior. Había conseguido una baraja de naipes -como, nunca nos lo revelaría- que mostraban fotografías eróticas de mujeres desnudas, veintidós bellezas diferentes.

– Definitivamente, más fantástico que los naipes -asentí- Más fantástico que cuando aquel camión cisterna dio la vuelta de campana y exploto en la autopista.

– Sí, sí, millones de veces más fantástico que eso. Más que cuando a Zach Blenheim lo enganchó aquel poli de las cicatrices, el de las veintiocho costuras en el brazo.

– Verdaderamente miles de millones de veces más fantástico que eso -convine.

– ¡Su ojo! -exclamo Bobby recordando la espectacular hemorragia del cadáver.

– ¡Oh Dios, que ojo!

– ¡Qué pan-o-rama!

Bebimos las coca-colas a grandes tragos y charlamos y reímos más que nunca.

Qué extraordinarias criaturas éramos a los trece años.

En las gradas del campo de atletismo, supe que aquella aventura macabra había estrechado el lazo de una amistad que nada ni nadie iba nunca a aflojar. Hacía dos años que éramos amigos, pero aquella noche, nuestra amistad se reforzó, se hizo más compleja de lo que era cuando empezó la velada. Habíamos compartido una impresionante experiencia formativa e intuíamos que el acontecimiento era más profundo de lo que parecía a simple vista, más profundo de lo que unos muchachos de nuestra edad podían comprender. Para mí, Bobby había adquirido un atractivo nuevo, como yo lo había adquirido a sus ojos, porque nos habíamos atrevido a hacer aquello.

Después iba a descubrir que sólo había sido el preludio. El vínculo real llegó la segunda semana del mes de diciembre, cuando vimos algo infinitamente más turbador que el cadáver del ojo sangriento.

Quince años después, me consideraba demasiado adulto para correr aventuras de esa clase y demasiado más respetuoso con la propiedad ajena de lo que suelen ser los muchachos de trece años Y, sin embargo, volvía a estar allí, pisando con cautela la alfombra de hojas muertas de eucaliptos y acercando la cara a la fatídica ventana.

La persiana levolor, aunque amarillenta por el paso de los años, parecía la misma que aquella a través de la cual nos habíamos asomado Bobby y yo hacia tantos años. Los listones estaban ajustados en una esquina, pero los espacios que había entre ellos eran lo bastante anchos para permitir la visión de todo el crematorio, y mi altura me permitía verlo sin la ayuda de un banco del patio.

Sandy Kirk y uno de sus ayudantes estaban trabajando cerca del Power Pak II Cremation System. Llevaban mascarillas de cirujano, guantes de látex y mandiles desechables de plástico.

Sobre la camilla próxima a la ventana había una bolsa opaca de vinilo, con la cremallera abierta, hendida como una vaina madura, con un hombre muerto acurrucado en el interior. Evidentemente se trataba del autoestopista que sería incinerado en lugar de mi padre.

Debía medir alrededor de 1,60 y pesar unos setenta y dos kilos. Debido a la paliza que le habían dado, me fue imposible calibrar su edad. Su rostro presentaba una grotesca hinchazón.

Al principio pensé que tenía los ojos ocultos por costras negras de sangre. Luego observé que no tenía ojos. Estaba mirando unas cuencas vacías.

Recordé al viejo con la hemorragia y lo espantoso que nos había parecido a Bobby y a mí. No era nada comparado con esto. Aquel fue tan sólo un trabajo de naturaleza impersonal, mientras que ahora se trataba de perversidad humana.

Durante los meses de octubre y noviembre de años atrás, Bobby Halloway y yo volvimos periódicamente a la ventana del crematorio. A hurtadillas, en medio de la oscuridad, procurando no tropezar con la hiedra del suelo, saturábamos los pulmones con el aire perfumado de los eucaliptos, aroma que desde entonces asocio con la muerte.

Durante aquellos dos meses, Frank Kirk dirigió catorce funerales, pero sólo tres difuntos fueron incinerados. A los otros los embalsamaron para un entierro tradicional.

Bobby y yo lamentábamos que la sala de embalsamar no tuviera ventanas. Aquel sancta sanctorum -donde «hacen el trabajo sucio» como Bobby y yo lo bautizamos- estaba en el sótano, al resguardo de espías truculentos como nosotros.

Yo sentía un secreto alivio de que nuestro curioseo se limitara al trabajo limpio de Frank Kirk. Creo que Bobby también sentía ese alivio, aunque pretendiera estar muy desilusionado.

Supongo que Frank llevaba a cabo este trabajo durante el día, mientras restringía las incineraciones a las horas nocturnas. Este hecho hacía posible que yo pudiera presenciarlo.

Aunque el voluminoso crematorio -más antiguo que el Power Pak II que Sandy utiliza ahora- ponía los restos humanos a temperaturas muy elevadas y poseía un dispositivo para el control de emisiones, por la chimenea se escapaba un delgado hilo de humo. Frank llevaba a cabo las incineraciones por la noche, toda una deferencia para los desolados miembros de la familia o amigos que así podían, a la luz del día, contemplar desde la ciudad la funeraria de la colina y ver cómo el ultimo de sus seres queridos se dirigía al cielo formando finas serpientes grises.

Por suerte para nosotros, el padre de Bobby, Anson, era el director de la Moonlight Bay Gazette. Bobby aprovechaba su amistad y familiaridad con los periodistas para enterarse de las muertes por accidente y por causas naturales.

Siempre sabíamos cuándo Frank Kirk tenía un muerto reciente, aunque no estábamos seguros de si lo iba a embalsamar o a incinerar. Inmediatamente después del anochecer, subíamos con nuestras bicicletas hasta las proximidades de la funeraria y luego nos metíamos a hurtadillas en la propiedad, esperando ante la ventana del crematorio hasta que empezara la acción o hasta asegurarnos de que en aquella ocasión no iban a incinerar ningún cadáver.

El señor Garth, presidente del First National Bank, de sesenta años, falleció de un ataque de corazón a finales del mes de octubre. Esperamos a que lo metieran en el horno.

En noviembre, un carpintero llamado Henry Aimes se cayó de un tejado y se rompió el cuello. Aunque Aimes fue incinerado, Bobby y yo no presenciamos el proceso, porque Frank Kirk o su ayudante se acordaron de cerrar los listones de la persiana.

Las persianas estaban abiertas la segunda semana de diciembre, cuando volvimos para la incineración de Rebecca Acquilain. Estaba casada con Tom Acquilain, profesor del instituto donde Bobby asistía a clase pero yo no. La señora Acquilain, bibliotecaria de la ciudad, sólo tenía treinta años y era madre de un niño de cinco llamado Devlin.

En la camilla, cubierta con una sabana hasta el cuello, la señora Acquilain estaba tan hermosa que la visión de su rostro no fue un deleite para la vista sino que nos encogió el corazón. Nos quedamos sin respiración.

Supongo que nos dimos cuenta de que era una mujer hermosa, con la que nunca habíamos soñado. Era la bibliotecaria, la madre de alguien, y nosotros a los trece años no nos dedicábamos a observar una belleza tan serena como la luz de las estrellas del cielo y tan pura como el agua de la lluvia. La carne que nos encandilaba era la de las mujeres desnudas de los naipes. Hasta ese momento, habíamos visto con frecuencia a la señora Acquilain pero nunca la hablamos mirado.

La muerte no le causo estragos, porque había fallecido rápidamente. Un defecto en una arteria cerebral, que sin duda era de nacimiento pero no se lo habían diagnosticado, se dilató y reventó una cierta mañana. Se fue en cuestión de horas.

Yacía en la camilla de la funeraria, con los ojos cerrados. Con los rasgos relajados, parecía dormida. Tenía la boca ligeramente curvada, como sumergida en un sueño agradable.

Cuando los dos empleados de la funeraria retiraron la sábana para trasladar a la señora Acquilain a la caja de cartón y luego al crematorio, Bobby y yo observamos su esbeltez, sus exquisitas proporciones, más allá de lo que cualquier palabra pudiera describir. Era una belleza que sobrepasaba el mero erotismo y no la contemplamos con un deseo enfermizo, sino con reverencia.