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Parecía indeciso. Tiene el don de parecerlo la cara roma, la expresión lejana de los ojos.

– Es cierto -insistí.

Con Orson a mi lado, me dirigí hacia la bicicleta. El ángel de granito que había vigilado mi medio de transporte no se parecía a mí en absoluto.

El viento molesto se había transformado de nuevo en una brisa acariciadora y los robles permanecían en silencio.

Una filigrana de nubes en movimiento era plata cruzando una luna plateada.

Una gran bandada de vencejos descendió rápidamente del tejado de la iglesia y se posó en los árboles; algunos ruiseñores también volvieron, como si el cementerio no hubiera sido santificado hasta que Pinn hubo desaparecido.

Sosteniendo la bicicleta por el manillar, me quedé mirando las hileras de lápidas.

– «… la oscuridad crece sólida a su alrededor, transformando al fin la tierra.» Es de Louise Glück, una gran poeta -dije.

Orson se agitó satisfecho como dando su conformidad.

– Ignoro lo que está pasando aquí, pero creo que hay personas que van a morir antes de que les llegue la hora, y algunas de ellas es probable que sean personas que nosotros apreciamos. Quizás hasta yo. O tú.

La mirada de Orson era solemne.

Desde el cementerio observé las calles de mi ciudad, que de repente me parecieron mucho más pavorosas que cualquier camposanto.

– Vamos a tomar una cerveza -dije.

Salté a la bici mientras Orson danzaba una danza de perro por la hierba del cementerio; por lo pronto, dejamos la muerte atrás.

III MEDIANOCHE

18

La casa es la residencia ideal para un huésped como Bobby. Está situada en la punta sur de la bahía, muy avanzada en el promontorio, el único edificio en más de un kilómetro. Y rodeada por el rompiente del oleaje.

Desde la ciudad, las luces de la casa de Bobby Halloway parecen tan alejadas de las luces que siguen la curva interna de la bahía, que los turistas creen que están viendo un bote anclado en el canal, mas allá de nuestras aguas resguardadas. Para los antiguos residentes, la casa es un punto de referencia.

El lugar fue construido hace cuarenta y cinco años, antes de que se implantaran restricciones en la edificación en la costa, y nunca se formó un barrio porque, en aquella época, había abundancia de tierra barata a lo largo de la playa, donde la temperatura y el viento eran mas benignos que en el promontorio, y donde había calles y servicios públicos. Con el tiempo, las parcelas de los terrenos de la playa -con las colinas a sus espaldas- se llenaron, y las regulaciones emitidas por la Comisión de Costas de California hicieron imposible la edificación en los extremos de la bahía.

Mucho antes de que la casa llegara a manos de Bobby, una cláusula legal del abuelo preservo su existencia. Bobby pretendía morir en este lugar singular, decía, velado por el sonido de las olas en los rompientes, aunque no hasta bien pasada la mitad del primer siglo del nuevo milenio.

En el promontorio no hay un camino pavimentado o empedrado, solo un sendero rocoso flanqueado por dunas bajas que se sostienen precariamente en su lugar gracias a una hierba alta esparcida por la costa.

Los promontorios que abrazan la bahía son formaciones naturales, penínsulas curvas: son los restos del borde de un macizo volcánico apagado. La bahía es un cráter de volcán estratificado con arena durante miles de años de mareas. Próximo a la orilla, el promontorio del sur mide unos cien o ciento veinte metros de ancho, pero se estrecha hasta alcanzar los treinta en la punta de tierra.

Cuando había recorrido unos dos tercios del camino hacia la casa de Bobby, tuve que bajar de la bicicleta y continuar a pie. Pequeños montones de arena, de menos de treinta centímetros de grosor, se deslizaban por el sendero rocoso. No serían un obstáculo para el Jeep con tracción en las cuatro ruedas de Bobby, pero a mí me dificultaban el pedaleo.

El paseo habitualmente era tranquilo, muy adecuado para la meditación. Aquella noche el promontorio estaba sereno, aunque parecía tan extraño como una espina de roca en la luna y yo no dejaba de mirar hacia atrás, por si alguien me seguía.

La casa de una planta es de teca, con una cubierta de tejas de madera de cedro. La intemperie le ha dado un lustre gris plateado y la madera recibe la caricia de la luz de la luna como el cuerpo femenino recibe el roce de un amante. Un porche profundo, con mecedoras y columpios, rodea tres lados de la casa.

No hay árboles. El jardín consiste solamente en arena y hierba silvestre. De cualquier modo la vista se satura de la proximidad y de los favores del cielo, del mar y del débil resplandor de las luces de Moonlight Bay, que parecen más distantes que mil doscientos metros.

Me tomé tiempo para calmar mis nervios, apoyé la bicicleta contra la barandilla del porche y me acerque a la casa al final del promontorio. Una vez allí, me detuve con Orson en la parte superior de un talud que descendía hacia la playa desde una altura de diez metros.

El oleaje era tan lento que resultaba difícil captar una ola y el movimiento final se dilataba. Era casi una marea de cuadratura, aunque fuera luna llena. El oleaje era un poco desordenado debido al viento que soplaba en la orilla que era lo bastante fuerte como para provocar alguna agitación, aunque solo eso, porque desaparecía en la ciudad.

El viento terral es el mejor porque calma la superficie del océano. Sopla sobre la cresta de las olas, las sostiene arriba mas tiempo y las obliga a ahuecarse antes de romper.

Bobby y yo hemos practicado el surf desde los once años el durante el día y ambos por la noche. Hay muchos surfistas que remontan las olas a la luz de la luna, algunos cuando la luna esta baja, pero a Bobby y a mi nos gusta hacerlo con olas de temporal sin ni siquiera estrellas.

Juntos fuimos grumetes, molestos bisoños surfistas, pero alcanzamos un completo dominio de la tabla antes de cumplir los catorce años y nos convertimos en autoridades al mismo tiempo que Bobby se graduaba en la escuela superior y yo obtenía el grado equivalente a través de la educación a distancia. Bobby ahora es algo más que una autoridad; es un surfista admirado y personas de todo el mundo se dirigen a él para que descubra en que lugar romperán las grandes olas.

Dios, como me gusta el mar por la noche. Es la oscuridad destilada en un líquido y no existe ningún lugar en este mundo que me haga sentir que me encuentro en casa como estas negras protuberancias. La única luz que siempre se alza en el océano procede del plancton bioluminiscente, que adquiere mayor brillo cuando se le perturba, y aunque pueda convertir una ola entera en un intenso resplandor verde limón, su brillo no me molesta en los ojos. Por la noche el mar no alberga nada de lo que yo deba ocultarme o de lo que deba apartar la vista.

Cuando me dirigí hacia la casa, Bobby me estaba esperando en la puerta. Debido a nuestra amistad, todas las luces de su casa son graduables y el las había rebajado hasta convertirlas en luz de velas.

Ignoro de qué modo se había enterado de nuestra llegada. Ni Orson ni yo habíamos hecho ruido. Pero Bobby siempre lo sabe.

Iba descalzo, aunque fuera marzo, y llevaba téjanos en lugar de traje de baño o pantalón corto. Se había puesto una camisa hawaiana -no admite otro estilo- pero había hecho una concesión a la estación por que llevaba un jersey de manga larga de cuello de cisne, de algodón blanco debajo de la camisa de manga corta, que destacaba con su estampado de extravagantes papagayos y frondosas palmeras.

Mientras subía los escalones del porche, Bobby me hizo un shaka, el signo del surfista, más fácil que el que intercambian los de Star Trek, que probablemente se inspira en el shaka. Doblas hacia la palma de la mano los tres dedos de en medio, extiendes el pulgar y el meñique y luego haces oscilar indolentemente la mano. Significa muchas cosas -hola, ¿que pasa?, tranquilo, buen dibujo- siempre amistosamente, y nunca se toma como un insulto a menos que lo utilices con alguien que no sea surfista, como con alguien de Los Angeles, miembro de una banda, en cuyo caso podría dispararte a matar.