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La niebla hacia jugarretas con el sonido. Podía oír el brusco murmullo del oleaje, aunque parecía llegar de todas partes, como si me encontrara en una isla en lugar de en una península.

No quise montar en la bicicleta en aquella penumbra viscosa, no me fiaba. La visibilidad oscilaba entre cero y un máximo de dos metros. Aunque no había árboles ni otros obstáculos en el promontorio, habría sido fácil perder la orientación y dirigirme al borde del acantilado, la bici se hubiera precipitado hacia delante, y cuando el neumático delantero se clavara en la arena blanda de la pendiente del acantilado, hubiera saltado por encima del manillar y hubiera caído de cabeza en la playa, posiblemente rompiéndome un miembro o la nuca.

Además, para ir a velocidad y mantener el equilibrio, tendría que sujetar la bici con ambas manos, lo que significaba guardar la pistola en el bolsillo. Después de la conversación con Bobby, no quise guardar la Glock. Algo podía acercarse en medio de la niebla hasta unos cuantos metros de distancia y cuando me hubiera dado cuenta, no hubiera podido sacar a tiempo el arma del bolsillo de la chaqueta y disparar.

Caminaba con un paso relativamente rápido, sujetando la bicicleta con la mano izquierda, aparentando despreocupación y confianza, Orson trotaba ligero delante de mí. Como no era un perro imprudente, giraba la cabeza incesantemente hacia un lado y hacia el otro.

El sonido de las ruedas y de la cadena de la bicicleta delataba mi posición. No había manera de silenciarla y si hubiera cargado con ella sólo hubiera podido llevarla con un brazo y durante pequeños tramos. De todos modos el ruido carecía de importancia. Probablemente los monos poseían agudos sentidos que captaban el menor estímulo, indudablemente podían detectarme por el olor.

Orson también podía detectarlos por el olor. En aquella noche brumosa, su negra forma apenas era visible y yo no podía ver si tenía el pelo erizado, señal incuestionable de que los monos estaban cerca.

Mientras caminaba, me pregunté qué sería lo que a esas criaturas las hacía diferentes de los rhesus corrientes.

En apariencia, al menos, el animal que apareció en la cocina de Angela era un ejemplo típico de su especie, aunque superaba el tamaño de un rhesus. Dijo que tenía «unos horribles ojos amarillo oscuro» pero hasta donde yo sabía, estaba dentro de la gama del color de ojos de este grupo de primates. Bobby no había mencionado nada extraño sobre el grupo que le estaba acosando, únicamente el peculiar comportamiento y el tamaño anormal de su intangible jefe: ningún cráneo deformado, ni tres ojos en la frente, ni tornillos en el cuello que indicaran que habían sido cosidos y fijados en el laboratorio secreto de la requetenieta megalomaníaca del doctor Víctor Frankenstein, Heather Frankenstein.

A los jefes del proyecto de Fort Wyvern les preocupó que el mono de la cocina de Angela la hubiera arañado o mordido. Considerando el temor de los científicos, era lógico inferir que aquel animal padecía una enfermedad infecciosa que se transmitía por la sangre, la saliva u otros fluidos del cuerpo. Esta posibilidad se reafirmaba con los análisis a los que se la sometió. Durante cuatro años, le fueron tomando muestras de sangre todos los meses, lo que significaba que la enfermedad tenía un período de incubación potencialmente largo.

Guerra biológica. Los dirigentes de todos los países del mundo niegan prepararse para un conflicto tan abominable. Recurren al nombre de Dios, advierten del juicio de la historia, firman solemnemente asquerosos tratados que garantizan que nunca se comprometerán en estas monstruosas investigaciones. Y mientras, todas las naciones fabrican cocteles de ántrax, envasan aerosoles con plagas de peste bubónica y diseñan espléndidas colecciones de virus y bacterias nuevas y exóticas, de manera que ninguna oficina de desempleo de ningún lugar del planeta tendrá alguna vez un solo científico loco en paro en su archivo.

A pesar de todo, me resultaba imposible entender por qué sometieron a Angela a una forzada esterilización. Es indudable que existen enfermedades que incrementan las posibilidades de que los descendientes sufran defectos congénitos. A juzgar por lo que Angela me había contado, sin embargo, no creía que los de Wyvern la hubieran esterilizado porque ella les preocupara o por los hijos que pudiera concebir. El motivo no había sido, al parecer, la compasión, sino un temor próximo al pánico. Le había preguntado a Angela si el mono tenía alguna enfermedad. Ella lo había negado «Ojalá hubiera sido eso. Quizás ahora estaría curada. O muerta. La muerte es mejor que lo que va a venir».

Si no era una enfermedad, ¿qué era?

De pronto el grito de somormujo que había oído antes taladró la noche y la niebla y me sacó de mis reflexiones.

Orson se detuvo bruscamente. Yo también me detuve y el ruido de la bicicleta se apagó.

El grito parecía venir del oeste y el sur, y tras breves instantes, llegó la respuesta procedente del norte y el este. No cabía duda de que nos estaban rodeando.

Como el sonido viaja tan engañosamente a través de la bruma, me fue imposible determinar a qué distancia de nosotros se emitían los gritos. Pero hubiera apostado un pulmón a que estaban cerca.

El pulso del oleaje, rítmico como el del corazón, latía a través de la noche. Me pregunté qué canción de Chris Isaak estaría emitiendo Sasha en ese momento.

Orson empezó a moverse otra vez, y yo también lo hice, un poco más rápido que antes. No íbamos a ganar nada titubeando. No estaríamos a salvo hasta que saliéramos de la solitaria península y entráramos en la ciudad, y quizá ni siquiera entonces.

Cuando habíamos recorrido no más de nueve o diez metros, volvió a escucharse aquel horrible aullido. Era una respuesta, como el anterior.

Esta vez captamos un movimiento.

Sentí cómo se me aceleraba el corazón y no se tranquilizó cuando recordé que sólo eran monos. No eran predadores. Comían fruta, bayas, nueces, eran miembros de una comunidad pacífica.

De repente apareció ante mí el recuerdo del rostro muerto de Angela. Y en ese momento comprendí lo que había interpretado equivocadamente, debido a mi estado de shock y de angustia, cuando encontré su cuerpo. Su garganta presentaba varios cortes que parecían haber sido practicados con un cuchillo poco afilado, porque las heridas estaban desgarradas. Pero lo cierto es que no se trataba de desgarros: la carne había sido mordida, arrancada y masticada. Ahora veía la terrible herida con más claridad que cuando estuve en el umbral del cuarto de baño.

Recordé también otras marcas que presentaba el cuerpo, heridas que no había tenido estómago para considerar hasta ese momento. Marcas cárdenas de mordiscos en las manos. Puede que hasta una en la cara.

Monos. Pero no monos comunes y corrientes.

El comportamiento de los asesinos en casa de Angela -el asunto de las muñecas, el juego del escondite- me había parecido una broma de niños dementes. En las habitaciones debieron de entrar varios monos; lo bastante pequeños para ocultarse en lugares en los que un hombre no hubiera podido hacerlo y con una rapidez tan poco humana que parecían fantasmas.

Un grito se elevó en la bruma y fue contestado por otro procedente de dos lugares.

Orson y yo captamos un movimiento rápido; no quise demostrar sobresalto. Si echaba a correr, mi precipitación podía ser interpretada -y con razón- como signo de temor. Para un predador el miedo indica debilidad. Si percibían cualquier debilidad, podían atacar.