Tenía la Glock, que sujetaba con tanta fuerza que el arma parecía integrada en mi mano. Ignoraba cuántas de esas criaturas formaban un grupo: quizá sólo tres o cuatro, quizá diez, posiblemente más. Considerando que nunca había disparado un arma -excepto en una ocasión, aquella misma noche y por accidente- no iba a poder detener a todos aquellos animales antes de que se me echaran encima.
No quería alimentar mi febril imaginación con un material tan sombrío, pero no dejaba de preguntarme cómo serían los dientes del mono rhesus. ¿Bicúspides romos? No. Hasta los herbívoros -admitiendo que el rhesus fuera herbívoro- necesitan arrancar la piel de una fruta, partir una cáscara o un caparazón. Tendrían incisivos, quizás hasta unos colmillos puntiagudos, como los seres humanos. Uno de esos especímenes atacó a Angela, pero el rhesus no se había comportado como un predador; por lo tanto, no estaban equipados con colmillos. Sin embargo, existen simios que los tienen. El babuino posee unos dientes enormes y feroces. De todos modos, el poder de la mordedura del rhesus era indiscutible, porque a pesar de la naturaleza de su dentadura, mataron de manera salvaje y rápida a Angela Ferryman.
Al principio oí y sentí, más que vi, un movimiento en la niebla a unos cuantos metros a mi derecha. Luego vislumbré una forma oscura e indefinida cerca del suelo, que venía hacia mí rápida y sigilosamente.
Me giré hacia lo que se movía. La criatura rozó una de mis piernas y se desvaneció en la niebla antes de que pudiera verla con claridad.
Orson lanzó un moderado gruñido, como si advirtiera algo. Estaba de cara a la ondulada pared de bruma gris que se deslizaba a través de la oscuridad al otro lado de la bicicleta, y sospeché que si hubiera habido luz hubiera visto no solamente que tenía los pelos eréctiles erizados, sino que los del lomo también tenían las puntas tiesas.
Yo caminaba vigilando el suelo; esperaba encontrarme con la mirada brillante y de color amarillo oscuro de la que Angela me había hablado. La forma que apareció de repente en la niebla era casi de mi tamaño. Quizá me superaba. Imprecisa, amorfa, como un ángel caído de la muerte flotando en un sueño, más una sugestión que una sustancia concreta, y terrible, porque no desvelaba el misterio. Sin ojos amarillos. Sin rasgos nítidos. Sin una forma concreta. Hombre o simio o nada: el jefe del grupo, algo y nada a la vez.
Orson y yo nos detuvimos.
Volví la cabeza lentamente y escudriñé el flujo de niebla que nos rodeaba, intentando captar cualquier sonido de referencia. Pero el grupo se movía tan silenciosamente como la bruma.
Me sentí como el buceador que, mar adentro, es atrapado por invisibles corrientes ricas en algas y plancton, con un tiburón nadando en círculo a su alrededor que está esperando a que salga de la penumbra para partirlo en dos de un mordisco.
Algo rozó la parte trasera de mis piernas y me dio un tirón en los téjanos; no fue Orson, porque aquello emitió una especie de silbido malvado. Intenté darle una patada pero no lo conseguí y se desvaneció en la niebla antes de que pudiera echarle la vista encima.
Orson, sorprendido, lanzó un aullido, como si hubiera sido él quien hubiera tenido el encuentro.
– Aquí, muchacho -le urgí, y él vino rápidamente a mi lado.
Solté la bicicleta, que cayó sobre la arena. Agarré la pistola con ambas manos y empecé a girar en círculo, buscando algo a lo que disparar.
Se levantó un murmullo estridente, iracundo. Al parecer eran las voces de los monos. Al menos había media docena.
Si mataba a uno de ellos, acaso los otros podían desaparecer aterrorizados. Pero también podían reaccionar como lo había hecho el mono de la mandarina ante la escoba de Angela en la cocina: con furiosa agresividad.
En cualquier caso, la visibilidad era virtualmente nula, no podía ver el brillo de sus ojos o sus sombras, así es que decidí no gastar munición disparando a ciegas en la niebla. Cuando se me acabaran las balas, sería una presa fácil.
El murmullo de voces se apagó.
Las nubes densas, agitándose sin cesar, acallaban hasta el sonido del oleaje. Oía las pisadas de Orson, mi respiración demasiado acelerada y nada más.
La forma grande y negra del jefe del grupo apareció de nuevo entre los vaporosos velos grises. Descendía rápidamente, como si tuviera alas, aunque la sensación de vuelo seguramente era una ilusión.
Orson gruñó y yo apreté el mecanismo de visión láser. Una mancha roja se agitó entre el rostro dormido de la niebla. El jefe del grupo, como una sombra flotando en una ventana incrustada de escarcha, fue envuelto por completo por la niebla antes de que pudiera apuntar con el láser su forma mercurial.
Recordé la colección de cráneos en los escalones de cemento del vertedero en la alcantarilla. Quizás el coleccionista no era un adolescente sociópata haciendo prácticas para su carrera de adulto. Quizás esos cráneos eran trofeos reunidos y ordenados por los monos, lo cual era una idea peculiar y turbadora.
Y aun mas turbador fue lo que se me ocurrió después quizás el cráneo de Orson y el mío -una vez arrancada toda la carne, los ojos y la vida- se añadirían a la colección.
Orson lanzó un aullido cuando un mono saltó chillando de entre los velos de niebla y le saltó al lomo. El perro torció la cabeza, enseño los dientes intentando morder a su indeseable jinete al mismo tiempo que intentaba sacudírselo de encima.
Estábamos tan cerca que, bajo la escasa luz y la agitada bruma, pude ver los ojos amarillos. Brillantes, fríos y feroces. Se alzaron hacia mí. Y yo no pude disparar porque hubiera podido herir a Orson.
El mono se sujetaba con fuerza al lomo de Orson y luego de un salto dejó libre al perro. Me embistió con fuerza, once kilos de fuertes músculos y huesos me hizo tambalear hacia atrás, se encaramó por el pecho, utilizando la chaqueta de cuero para apoyarse. En medio de aquel caos fui incapaz de disparar. Podía lesionarme.
Durante un instante estuvimos cara a cara, ojo con ojo asesino. El animal enseñaba los dientes, silbaba con ferocidad y su respiración era acre y repulsiva. Aquello era un mono y no lo era, y la cualidad profundamente diferente de su atrevida mirada era terrorífica.
Me arranco la gorra de la cabeza, y yo le di un golpe con el cilindro de la Glock. El mono se lanzó al suelo para agarrar la gorra. Le di una patada y el dejó caer la gorra. El rhesus con chillidos de protesta se metió dando tumbos en la niebla y desapareció de mi vista.
Orson salió en busca del animal ladrando, olvidando todos sus temores. Lo llame para que volviera y no obedeció.
La gran silueta del jefe de la cuadrilla apareció otra vez, más flotante que antes, una sinuosa forma hinchada como una capa agitándose que desapareció tan pronto como hubo aparecido pero dilatándose lo suficiente para que Orson reconsiderase la cordura de perseguir al rhesus que había intentado robarme la gorra.
– Jesús -exclame cuando el perro gimió con voz lastimera y abandonó la persecución.
Recogí la gorra del suelo pero no me la volví a poner en la cabeza. La doblé y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.
Me dije a mi mismo, temblando, que estaba bien, que no me había mordido. Si me hubiera arañado hubiera sentido el dolor en la cara o en las manos. No, no me había arañado. Gracias a Dios. Si el mono padecía una enfermedad infecciosa que solo se contagiaba por contacto con los fluidos del cuerpo, no me la había contagiado.
Pero había aspirado su fétido aliento, había respirado el aire que el exhalaba. Si el contagio era por vía aérea, ya estaba en posesión de una entrada para el depósito.
Respondí al ruido metálico que se produjo a mis espaldas, giré en redondo y descubrí que mi bicicleta estaba siendo arrastrada hacia la niebla por alguien que no pude ver. Caída de lado y peinando la arena con los radios, la rueda trasera era la única parte de la bici que todavía se veía, y casi había desaparecido en la bruma cuando alargue una mano y la agarre.