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– ¿Quien va? -murmuró el hombre otra vez, no en voz alta pero con un tono de rudeza.

Reconocí a Roosevelt Frost.

– Soy yo, Chris Snow -murmuré.

– Protégete los ojos, hijo.

Hice visera con la mano y me incliné cuando un rayo de luz resplandeció y me inmovilizo en la pasarela. Se apagó casi al instante.

– ¿Viene tu perro contigo? -pregunto Roosevelt, también con un murmullo.

– Si, señor.

– ¿Y nadie más?

– ¿Como?

– ¿Nadie viene contigo, nadie mas?

– No, señor.

– Entonces, sube a bordo.

Ya podía verle porque se había aproximado a la barandilla de la cubierta abierta superior, a popa de la cabina de mandos. Sin embargo, a pesar de la corta distancia que nos separaba todavía no podía identificarlo, porque lo protegía la niebla espesa, la noche y la oscuridad.

Ordene a Orson que me precediera y salté a bordo por la abertura en la barandilla de babor, luego ascendimos rápidamente los escalones hasta la cubierta superior.

Cuando estuvimos arriba, observé que Roosevelt Frost empuñaba un arma. Muy pronto la National Rifle Association iba a trasladar su cuartel general a Moonlight Bay. No me apuntaba con el arma, pero hubiera asegurado que me cubría con ella hasta poder identificarme con el haz de luz de la linterna.

El aspecto de Frost era formidable. Uno noventa y dos de altura, el cuello como un pilote del muelle, las espaldas tan anchas como una vela de estay extendida, pecho corpulento, con dos palmos mas que el diámetro de un timón corriente. Era el tipo que el capitán Ahab hubiera escogido para darle una lección a Moby Dick. Durante los años sesenta y principios de los setenta fue una estrella del fútbol, los comentaristas deportivos solían llamarlo El Machomartillo. A los sesenta y tres años era un hombre de negocios de éxito, propietario de una tienda de ropa masculina, acciones en el Moonlight Bay Inn y en el Country Club y capaz de pulverizar a cualquiera de esos mutantes genéticos o monstruos accionados con esteroides que ocupan puestos clave en los equipos contemporáneos.

– Hola, chico -murmuro.

Orson se esponjo con satisfacción.

– Sujeta esto hijo -musito Frost, entregándome el arma.

Llevaba colgados alrededor del cuello unos prismáticos de alta resolución. Se los llevo a los ojos y, desde su situación aventajada, observó las embarcaciones de los alrededores y el muelle por el cual acababa de acercarme al Nostramo.

– ¿Puede ver algo? -pregunte.

– Son prismáticos de visión nocturna. Amplían la luz dieciocho mil veces.

– Pero la niebla.

Presionó un botón en los cristales y zumbó un mecanismo en su interior.

– También tienen un dispositivo de infrarrojos que solo muestra las fuentes de calor.

– Habrá muchas fuentes de calor alrededor del muelle.

– No con los motores de las embarcaciones apagados. Además, sólo me interesan las fuentes de calor en movimiento.

– Gente.

– Quizá.

– ¿Quien?

– Quienquiera que te haya seguido. Ahora silencio hijo.

Me callé Mientras Roosevelt registraba a conciencia el muelle, pasé el siguiente minuto preguntándome si el antiguo futbolista y hombre de negocios de la localidad no era tan pacifico como aparentaba.

No me sorprendí. Desde la puesta de sol las personas con las que me había encontrado me habían revelado aspectos de su vida que yo ignoraba hasta entonces. Hasta Bobby tenía secretos: el arma en el armario de las escobas, el grupo de monos. Cuando recordé el convencimiento de Pia Klick de ser la reencarnación de Kaha Huna, que Bobby había guardado para si, comprendí mejor su amargura, las agrias respuestas a cualquier punto de vista que para él tuviera un gustillo New Age, incluidos los inocentes comentarios sobre mi extraño perro. Al menos, Orson había mantenido su carácter durante la noche aunque, considerando como iban las cosas, no me hubiera sorprendido si de pronto descubría que tenía la habilidad de mantenerse sobre las patas posteriores y arrancaba a bailar con hipnotizadora teatralidad.

– Nadie te ha seguido -dijo Roosevelt bajando los prismáticos y cogiendo el arma-. Vamos, hijo.

Le seguí por la cubierta de popa hasta una compuerta abierta a estribor.

Roosevelt se detuvo y miró atrás, por encima de mi cabeza, hacia la barandilla donde Orson permanecía en silencio.

– Aquí. Deprisa, muchacho.

El tonto se rezagó no porque observara algún movimiento en el muelle. Como era habitual, sentía curiosidad y cierta desconfianza hacia Roosevelt.

La afición de nuestro anfitrión era la «comunicación animal», la quintaesencia de un concepto New Age que había sido el alimento de la mayoría de las charlas televisivas de día, aunque Roosevelt no hablaba mucho de su talento y solo lo empleaba a petición de amigos y vecinos. La mera mención de comunicación con animales hacia que Bobby echara espuma por la boca aun antes de que Pia hubiera decidido que era la diosa del oleaje en busca de su Kahuna. Roosevelt aseguraba que era capaz de distinguir las ansiedades y los deseos de las mascotas con problemas que le llevaban. No cobraba por sus servicios, aunque su desinterés por el dinero no convencía a Bobby: «Demonios, Snow, nunca he dicho que sea un charlatán intentando conseguir un dólar. Tiene buenas intenciones. Sólo que se ha dado de cabeza contra el poste de la portería más de lo que aconseja la prudencia».

Según Roosevelt, el único animal con el que nunca había sido capaz de comunicarse era mi perro. Consideraba a Orson un reto y nunca perdía la oportunidad de intentar charlar con él.

– Ven aquí, muchacho.

Orson, con aparente pereza, aceptó finalmente la invitación. Las pezuñas chasquearon en cubierta.

Roosevelt Frost, sosteniendo el arma, pasó por la escotilla abierta y bajó un tramo de escalones de fibra de vidrio iluminados solamente con un globo de tenue brillo al fondo. Agachó la cabeza, encorvó las anchas espaldas, alargó los brazos a ambos lados del cuerpo para hacerse más delgado, pero a pesar de todo parecía que iba a quedarse encajado en el estrecho tramo.

Orson vaciló, metió el rabo entre las patas, pero finalmente bajó detrás de Roosevelt y yo fui el ultimo en hacerlo. Los escalones llevaban a una cubierta de popa estilo porche que sobresalía del puente.

Orson era reacio a meterse en el camarote, que parecía un lugar acogedor y agradable a la suave luz de una lámpara de una mesilla de noche. Sin embargo, una vez que Roosevelt y yo entramos, Orson se sacudió vigorosamente la humedad de la niebla de su capa de pelo, rociando con ella toda la cubierta, y luego entró. Pensé que había sido todo un detalle por su parte, para no salpicarnos.

En cuanto Orson estuvo dentro, Roosevelt cerró la puerta. Comprobó que estuviera bien cerrada. Y luego volvió a comprobarlo.

Más allá del camarote de popa, la cubierta principal albergaba una galería con armarios de caoba descolorida y un suelo de chapas de falsa caoba, la zona comedor y un salón en una planta del piso abierta y espaciosa. En atención a mí, estaba iluminada solamente por una luz baja en una vitrina de la sala llena de trofeos de fútbol y dos velas verdes en unos platillos en la mesa del comedor.

En el ambiente se respiraba un aroma de café recién hecho y cuando Roosevelt me ofreció una taza, la acepté.

– Me he enterado de lo de tu padre, lo siento -dijo.

– Bueno, al menos ya ha pasado todo.

– ¿Es cierto? -pregunto alzando las cejas.

– Quiero decir, para él.

– Pero no para ti. No después de lo que has visto.

– ¿Cómo sabe lo que he visto?

– Se dice por ahí -repuso misteriosamente.

– ¿Qué?