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– No, señor -admití- Es usted la persona más perspicaz que he conocido.

– Por otro lado, la inteligencia y la poca coherencia no se excluyen mutuamente ¿Verdad?

– He conocido a demasiados académicos colegas de mis padres para discutírselo.

En la sala, Mungojerrie seguía observándonos, desde su silla, Orson no perdía de vista al gato, no con el típico antagonismo canino sino con considerable interés.

– ¿Te he contado alguna vez como me metí en esto de la comunicación con los animales? -quiso saber Roosevelt.

– No señor. Y yo nunca se lo he preguntado -señalar tal excentricidad me habría parecido tan descortés como mencionar un defecto físico, así es que siempre había fingido aceptar este aspecto de Roosevelt como si fuera algo natural.

– Bien -dijo-, hace unos nueve años tenía aquel perro tan grande, Sloopy, negro y tostado, sería la mitad de Orson. De raza indefinida, pero era especial.

Orson había desviado su atención del gato a Roosevelt.

– Sloopy tenía un carácter extraordinario. Era juguetón y de buen temperamento, no había nada malo en él. De pronto su carácter cambió. Se volvió introvertido, nervioso, hasta deprimido. Tenía ya diez años, no era un cachorro, así que lo llevé a hacerle una revisión y temí que iba a oír el peor de los diagnósticos. Sin embargo, el examen no reveló que padeciera ninguna enfermedad. Sloopy tenía un poco de artritis, algo que conoce muy bien un añoso ex defensa con rodillas de futbolista, aunque no la suficiente para inhibirle, y esto fue lo único que le encontraron. Y, sin embargo, semana tras semana se iba retrayendo.

Mungojerrie se había movido. Salto del brazo del sofá al respaldo y se aproximaba sigilosamente.

– Un día -continuó Roosevelt-, leí uno de esos relatos de interés humano en el periódico acerca de esa mujer de Los Angeles que decía que se comunicaba con las mascotas. Se llamaba Gloria Chan. Participaba en charlas televisivas, aconsejaba a personas que tenían problemas con sus animales y había escrito un libro. El tono sabiondo del periodista presentaba a Gloria como la típica loca de Hollywood. Es probable que la encasillara. Ya sabes que cuando acabó mi carrera de futbolista, hice algunas películas. Conocí a muchas celebridades, actores, estrellas del rock, comediantes. También productores y directores. Algunos eran tipos encantadores pero, con franqueza, muchos de ellos y muchas de las personas que les rondaban eran unos locos de mierda a los que nunca te hubieras acercado a menos que llevaras un arma escondida.

Tras recorrer el sofá, el gato bajó al brazo más próximo. Se encogió, los músculos tensos, la cabeza gacha e inclinada hacia delante, las orejas aplastadas contra el cráneo, como si estuviera dispuesto a hacer una carrera para cruzar los dos metros de distancia entre el sofá y la mesa.

Orson permanecía en alerta, concentrado en Mungojerrie, en Roosevelt y en las galletas prohibidas.

– Yo tenía negocios en Los Angeles -dijo Roosevelt-, así que me llevé conmigo a Sloopy. Cogimos el barco y cruzamos la costa. Entonces no tenía el Nostromo. Navegaba en un chris-craft Roamer de sesenta pies, muy suave. Lo dejé anclado en Marina del Rey, alquilé un automóvil porque esos asuntos iban a llevarme dos días. Había conseguido el número de Gloria a través de unos amigos del negocio del cine y ella accedió a recibirme. Vivía en Palisades y allí me dirigí con Sloopy a última hora de la mañana.

El gato, en el brazo del sofá, permanecía inmóvil, dispuesto a saltar. Tenía los músculos más tensos que antes. Una pequeña pantera gris.

Orson estaba rígido, tan inmóvil como el gato. Emitió un sonido fino, agudo, de ansiedad, y luego se quedó en silencio.

– Gloria era una chino-americana de cuarta generación. Pequeña, parecía una muñeca. Y hermosa, hermosa de verdad. Rasgos delicados, ojos enormes. Algo parecido a lo que un Miguel Ángel chino hubiera tallado en un luminoso jade. Te esperabas oír una voz infantil, en cambio era como la de Lauren Bacalclass="underline" una voz profunda de fumadora saliendo de aquella delicada mujer. A Sloopy le gusto al instante. Antes de darme cuenta, lo sentó en su regazo, cara a cara, le habló y lo acarició. Luego me dijo qué le pasaba.

Mungojerrie saltó del brazo del sofá y no fue al pequeño comedor sino al escritorio, y luego corrió desde el escritorio al asiento de la silla que yo había abandonado cuando me había cambiado de sitio para no perderlo de vista.

En ese instante Orson y yo sufrimos una crispación simultánea.

Mungojerrie se sentó con las patas traseras apoyadas en la silla, las delanteras en la mesa y se quedó mirando fijamente a mi perro.

Orson volvió a emitir ese sonido breve, fino y ansioso, y no apartó los ojos del gato.

Roosevelt, sin preocuparse del gato, siguió hablando.

– Gloria me dijo que Sloopy estaba deprimido principalmente porque yo ya no pasaba tanto tiempo con él. «Sales con Helen -dijo-, y Sloopy sabe que no gusta a Helen. Cree que vas a tener que elegir entre él y Helen, y sabe que la elegirás a ella.» Bueno, hijo, me quedé atónito al escuchar todo eso, porque era cierto que yo salía con una mujer llamada Helen aquí en Moonlight Bay, pero Gloria Chan no podía conocerla. Y yo estaba obsesionado con Helen, pasaba con ella la mayor parte de mi tiempo libre, y a ella no le gustaban los perros, lo que significaba que siempre dejaba solo a Sloopy. Yo creía que acabaría gustándole Sloopy, porque ni Hitler hubiera sido capaz de no sentir ternura por ese perrillo. Pero cuando esto salía a colación, Helen se volvía tan agria conmigo como cuando se le acercaba un perro, aunque yo esto todavía no lo sabía.

Mungojerrie, mirando fijamente a Orson, enseñó los dientes.

Orson se contrajo en la silla, como si temiera que el gato fuera a lanzarse hacia él.

– Luego Gloria me dijo otras cosas que preocupaban a Sloopy; una de ellas era la furgoneta Ford que había comprado. Su artritis no era grave. Pero el pobre perro no podía entrar y salir de la camioneta con tanta facilidad como lo hacía en el coche y temía romperse un hueso.

El gato, siempre inmóvil, emitió un silbido y siguió enseñando los dientes.

Orson retrocedió y se le escapó un sonido de ansiedad que mantuvo brevemente, como una ráfaga de vapor que sale silbando de una tetera.

Inconsciente de la escena felino-canina, Roosevelt siguió hablando.

– Gloria y yo cominos y pasamos toda la tarde charlando de su trabajo en la comunicación con los animales. Me confesó que no poseía un talento especial, que no se trataba de ningún dislate psíquico paranormal, sino de la sensibilidad hacia otras especies que todos poseemos pero que tenemos reprimida. Me dijo que todo el mundo puede hacerlo, que yo podía hacerlo si aprendía las técnicas y le dedicaba el tiempo suficiente, lo cual me pareció descabellado.

Mungojerrie volvió a silbar, esta vez con mayor ferocidad, y de nuevo Orson se echó hacia atrás. Luego observé que el gato sonreía o mostraba algo parecido a una sonrisa, como hacen los gatos.

Y más extraño aún, me pareció que la cara de Orson se transformaba en una amplia sonrisa, lo cual no requiere demasiada imaginación porque todos los perros pueden sonreír. Jadeó con felicidad, sonrió al gato sonriente, como si su enfrentamiento hubiera sido una broma divertida.