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El único sentido que todavía poseía era el del olfato. El olor a sulfuro de carbono del disparo, el aroma metálico de la sangre, los vahos ácidos de la orina de Stevenson que se había meado durante los estertores de la muerte y la fragancia del champú perfumado de mi madre, llegaban hasta mí como descargas de buenos y malos olores. Todo era real menos la esencia de rosas, olvidada desde hacia tiempo, pero que ahora apareció en mi recuerdo con todos sus delicados matices «El terror extremo nos devuelve a los gestos de nuestra infancia» decía Chazal. El olor del champú era el camino, en mi terror, de alcanzar a mi madre perdida con la esperanza de que su mano me diera seguridad.

La visión, el sonido y todas las sensaciones volvieron a mí, me sacudieron casi con tanta fuerza como el par de balas de 9 milímetros habían sacudido a Lewis Stevenson. Grite y jadeé para recuperar el aliento.

Temblando sin poderme dominar, presione el botón de la consola que el jefe presionara antes y se abrió el seguro de las puertas traseras.

Abrí la puerta de mi asiento y salté fuera del coche patrulla, corrí a abrir la trasera llamando frenéticamente a Orson y preguntándome como lo iba a llevar al veterinario a tiempo de salvarlo si estaba herido, y como iba a arreglármelas si estaba muerto. No podía estar muerto. No era un perro cualquiera: era Orson, mi perro, extraño y especial, mi compañero y mi amigo, solo hacia tres años que estaba conmigo pero era una parte esencial de mi mundo oscuro. No estaba muerto. Salió del coche con tal rapidez que a punto estuvo de hacerme caer. Su aullido, tras el disparo, había sido una expresión de terror y no de dolor.

Caí de rodillas en la acera, la Glock se deslizó de mi mano y cogí al perro entre mis brazos. Lo abracé con fuerza, le acaricié la cabeza, su suave pelambre negra, me uní a sus jadeos, al rápido latido de su corazón, al movimiento del rabo, a su olor a humedad y al aroma de cereales de su aliento.

Fui incapaz de hablar. Mi voz era una piedra encajada en la garganta. Si conseguía hacerla pedazos, se podía abrir un dique y todas las lagrimas reprimidas por mi padre y por Angela Ferryman podrían convertirse en una inundación.

No me permití llorar. Mejor ser un hueso convertido en secas astillas por los dientes de la pena que una esponja exprimida en sus manos.

Además, aunque hubiera conseguido hablar, las palabras no eran importantes en ese momento. Orson era un perro especial, sí, pero no iba a unirse a mí en una animada conversación, al menos hasta que yo me sacudiera la razón que me impedía pedirle a Roosevelt Frost que me enseñara a hablar con los animales.

Cuando conseguí soltar a Orson, recogí la Glock, me puse de pie y contemplé el aparcamiento del muelle. La niebla ocultaba a la mayoría de los coches y vehículos de recreo propiedad de las pocas personas que vivían en sus embarcaciones. No se veía a nadie y la noche permanecía en silencio excepto por el sonido perezoso del motor del coche.

Al parecer el sonido de los disparos no había salido del coche patrulla o había sido amortiguado por la niebla. Las casas más próximas estaban fuera del barrio comercial del muelle, a dos manzanas de distancia. Si alguien estuviera despierto a bordo de alguna de las embarcaciones, creería que las cuatro explosiones se debían a un tubo de escape, a unas puertas batiendo en sueños entre los mundos de la vigilia y el sueño.

No me encontraba en peligro inmediato de ser descubierto, aunque no podía ir por ahí en bicicleta esperando escapar de la culpa y el castigo. Había matado al jefe de policía, pero el ya no era el hombre al que se conocía y admiraba en Moonlight Bay. Se había metamorfoseado, de ser un concienzudo servidor del pueblo a alguien carente de todos los elementos básicos de humanidad, pero yo no podía probar que el héroe se había transformado en el verdadero monstruo contra el cual él había jurado combatir.

Las pruebas forenses me condenarían. Por la identidad de la victima, se implicarían técnicos de primera clase de los laboratorios de la policía de todo el condado y cuando revisaran el coche, no pasarían nada por alto. Y yo no aguantaría el encarcelamiento en una estrecha celda iluminada con velas. Aunque mi vida está limitada por la presencia de la luz, entre la puesta de sol y el amanecer no hay paredes que me encierren. Nadie podrá hacerlo nunca. La oscuridad de los espacios cerrados es muy diferente a la oscuridad de la noche, la noche no tiene fronteras y te ofrece misterios sin fin, descubrimientos, maravillas, oportunidades para divertirte. La noche es el pabellón de la libertad bajo el cual vivo, y viviré libre o moriré.

Me ponía enfermo la perspectiva de volver al coche patrulla con el muerto el tiempo suficiente para limpiar todo lo que había podido dejar mis huellas dactilares. Sería un ejercicio fútil, de todas formas, porque seguramente pasaría por alto algo.

Además, una huella dactilar no iba a ser la única prueba que dejaría. Cabellos, un hilo de los téjanos, algunas fibras de la gorra Instrucción Secreta. Pelos de Orson en el asiento trasero, las marcas de sus uñas en la tapicería. E indudablemente otras cosas que me incriminarían en igual medida o más aun. Había estado de suerte. Nadie había oído los disparos. Pero la suerte y el tiempo, debido a su naturaleza, son cambiantes, y aunque mi reloj contenía un microchip en lugar de unas manecillas, hubiera jurado que podía oír su avance.

Orson también estaba nervioso y husmeaba el aire en busca de monos u otra amenaza.

Corrí a la parte trasera del coche patrulla y presione el botón que abría el maletero. Estaba cerrado, como me temía.

Tic, tic, tic.

Me di ánimos y volví a la puerta delantera abierta. Aspire profundamente, contuve la respiración y me incline hacia dentro.

Stevenson estaba retorcido en su asiento, con la cabeza echada hacia atrás apoyada en el quicio de la puerta. Su boca convertida en una mueca silenciosa mostraba unos dientes ensangrentados, como si se hubieran cumplido sus sueños de morder a las niñas.

Arrastrado por un viento cruzado que entró por la ventanilla rota, un lienzo de niebla flotó hacia mí, como si fuera un vapor alzándose de la sangre todavía caliente que manchaba la parte delantera del uniforme del muerto.

Tuve que inclinarme más de lo que esperaba y puse una rodilla en el asiento del pasajero para desconectar el motor.

Los ojos negro aceituna de Stevenson estaban abiertos. En ellos no brillaba ni vida ni ninguna luz sobrenatural y, sin embargo, esperaba que parpadearan y se clavaran en mí.

Antes de que la mano viscosa y gris del jefe pudiera atraparme, saqué las llaves de puesta en marcha, salí del coche y finalmente pude sacar el aire y expirar. En el maletero encontré la caja de primeros auxilios que esperaba. Cogí un grueso rollo de vendas de gasa y unas tijeras.

Mientras Orson patrullaba alrededor del coche, husmeando el aire con diligencia, desenrolle la gasa, la doblé una y otra vez hasta conseguir varias cintas de alrededor de metro y medio antes de cortar con las tijeras. Retorcí las tiras con fuerza, las ate con un nudo en un extremo, otro en la parte central y otro en la parte mas baja. Tras repetir este ejercicio, uní todas las tiras con un nudo finaclass="underline" tenía una mecha de aproximadamente diez pies de largo.

Tic, tic, tic.

Dejé la mecha en la acera, abrí la puertecilla de la gasolina en la parte lateral del coche y cuando retire el tapón del tanque brotaron emanaciones de gasolina.

Me acerque otra vez al maletero y devolví a la caja de primeros auxilios las tijeras y la gasa que quedaba. Cerré la caja y luego el maletero.

El aparcamiento seguía desierto. Los únicos sonidos eran las gotas de condensación desplomándose desde el laurel de las Indias sobre la carrocería del coche, y el incesante movimiento de las patas de mi vigilante perro.