Me alegre de que Doogie estuviera trabajando esa noche, porque no tenía duda alguna de que era mucho más fuerte que cualquiera de los otros ingenieros de la KBAY.
– Creía que había alguien mas aparte de ustedes dos -dije.
Sasha sabía que no estaba celoso de Doogie, y captó el tono de preocupación en mi voz.
– Ya sabes que aquí las cosas se han ajustado mucho desde que cerró Fort Wyvern y que hemos perdido la audiencia de los militares por la noche. Apenas nos da dinero para salir al aire aun con un exiguo personal ¿Que pasa, Chris?
– ¿Has cerrado con llave las puertas de la emisora?
– Sí. Al final de la noche los y las disc jockeys se reúnen a mirar Llamada en la noche para animarse.
– Aunque salgas después del amanecer, prométeme que 0 Doogie u otro te acompañará hasta el Explorer.
– ¿Quien se ha escapado… Drácula?
– Prométemelo.
– Chris, ¿que demonios…?
– Te lo contare luego. Prométemelo -insistí.
Suspiró.
– Está bien. Pero ¿tienes algún problema? ¿Estas…?
– Estoy bien, Sasha. De verdad. No te preocupes. Prométemelo.
– Ya lo he hecho.
– No has dicho la palabra.
– Caray. Está bien, esta bien. Te lo prometo. Si no lo cumplo, que me parta un rayo. Espero que luego me cuentes una historia fantástica, al menos tan espantosa como las que se suelen escuchar en los campamentos de las scouts ¿Me estarás esperando en casa?
– ¿Llevaras tu antiguo uniforme de scout?
– La única parte que podría ponerme son los calcetines hasta las rodillas.
– Ya es suficiente.
– Te excita el cuadro, ¿eh?
– Me emociona.
– Eres malo, Christopher Snow.
– Sí, soy un asesino.
– Nos veremos dentro de un ratito, asesino.
Desconectamos y volví a colgarme del cinturón el teléfono móvil. Me quedé un rato escuchando el silencio en el cementerio. Ni un ruiseñor practicaba, y hasta el humo de las chimeneas se había ido a la cama. Sin duda los gusanos estaban despiertos y trabajando, pero siempre llevan a cabo su solemne labor en un respetuoso silencio.
– Creo que necesito un guía espiritual Vamos a hacerle una visita al padre Tom -le dije a Orson.
Mientras cruzaba el cementerio a pie y me dirigía a la parte de atrás de la iglesia, saqué la Glock del bolsillo de la chaqueta. En una ciudad en la que el jefe de policía soñaba con pegar y torturar a jovencitas y en la que los empleados de la funeraria van armados, podía presumir que el cura no iría armado solamente con la palabra de Dios.
Desde la calle la rectoría parecía estar a oscuras, pero una vez en la parte trasera, vi dos ventanas iluminadas en la habitación posterior del segundo piso.
Después de la escena que había presenciado protegido por el pesebre en el sótano de la iglesia, no me sorprendió que el rector de St. Bernadette no pudiera dormir. Aunque eran cerca de las tres de la mañana, cuatro horas desde la visita de Jesse Pinn, el padre Tom todavía no se había atrevido a apagar la luz.
– Como si fuéramos gatos -le dije a Orson.
Subimos un tramo de escalones y luego, tan silenciosamente como pudimos, cruzamos el suelo de madera del porche de la parte de atrás.
Probé a abrir la puerta, pero estaba cerrada. Creí que un hombre de Dios consideraría un asunto de fe confiar en su Creador más que en un pestillo.
No quise llamar ni dar la vuelta hasta la puerta de entrada y hacer sonar el timbre. Con un asesinato a mis espaldas parecía estúpido tener escrúpulos por un allanamiento de morada. Sin embargo, quería evitar tener que entrar rompiendo algo porque el sonido de cristales rotos alertaría al cura.
Cuatro ventanas daban al porche. Intenté abrirlas una tras otra, la tercera no tenía puesto el cerrojo. Tuve que meterme la Glock en el bolsillo de la chaqueta, porque la humedad había hinchado la madera de la ventana y costaba abrirla, necesité ambas manos para levantar el bastidor más bajo, haciendo presión primero en el marco y después metiendo los dedos debajo del raíl inferior La deslicé hacia arriba con chirridos y estridencias suficientes para dar ambiente a una película de Wes Craven.
Orson hizo un gesto despectivo sobre mi habilidad como infractor de la ley. Crítico con todo el mundo.
Esperé hasta que me convencí de que el ruido no se había oído en el piso de arriba y entonces me deslicé por la ventana abierta a una habitación tan negra como el bolso de una bruja.
– Vamos, colega -murmuré, porque no quería dejarlo solo afuera, sin una pistola.
Orson saltó adentro y cerré la ventana tan silenciosamente como me fue posible. También pasé el pestillo. Aunque no creía que nos estuvieran vigilando los miembros del grupo ni otros, no quise dar facilidades a alguien o a algo para seguirnos al interior de la rectoría.
Un rápido vistazo con el lápiz linterna me reveló que estábamos en el comedor. Dos puertas -una a mi derecha y la otra en la pared opuesta a las ventanas- se abrían en la habitación.
Apagué la linterna, volví a sacar la Glock y me acerqué a la puerta más próxima, a la derecha. Detrás estaba la cocina. El brillo de los números de los relojes digitales de dos hornos y el microondas iluminaban lo suficiente para permitirme ir hasta la puerta basculante que daba al vestíbulo sin chocar contra la nevera o la cocina.
Al pasillo daban unas habitaciones oscuras y la entrada estaba iluminada únicamente por una velita. En una mesa de tres patas y en media luna apoyada en una de las paredes había un altarcito dedicado a la Santa Madre. Una vela votiva en un vaso de color rojo rubí parpadeaba irregularmente en el centímetro de cera que quedaba.
En medio del inconstante latido de la luz, el rostro de porcelana de la imagen de María era el retrato de la pena y no de la gracia. Al parecer, sabía que el residente de la rectoría era más un cautivo del miedo que un capitán de la fe.
Con Orson a mi lado, subí los dos tramos de escalera hasta el segundo piso. El malvado hippie y su pariente de cuatro patas.
El pasillo del segundo piso formaba una L, con el rellano en el punto de unión. El tramo de la izquierda estaba a oscuras. Al final del pasillo, directamente delante de mí, había una escalera plegable abierta que descendía de una trampilla del techo; debía de haber encendida una lámpara en un extremo del ático, aunque sólo un brillo fantasmal descendía por los peldaños de la escalera.
Una luz más fuerte llegaba procedente de una puerta abierta, a la derecha. Crucé el pasillo hasta el umbral, me asomé al interior cautelosamente y me encontré con el austero dormitorio del padre Tom, en el que un crucifijo colgaba encima de una cama sencilla de pino oscuro. El cura no estaba allí; evidentemente había subido al ático. La colcha había sido retirada, las mantas estaban bien dobladas a los pies de la cama, y las sábanas en su sitio.
Las dos lámparas de las mesillas de noche estaban encendidas, lo cual hacía que la zona estuviera demasiado iluminada para mí, aunque me interesaba más el otro extremo del cuarto, donde había un escritorio apoyado en la pared. Bajo la lámpara de bronce con una pantalla de cristal verde, había un libro abierto y una pluma. El libro parecía un diario.
A mis espaldas, Orson emitió un suave gruñido.
Me volví y vi que estaba al pie de la escalera, mirando con suspicacia hacia el ático débilmente iluminado encima de la trampilla abierta. Cuando me miró, levanté un dedo hasta los labios, le ordené callar suavemente y que viniera a mi lado.