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El pasadizo terminaba en un corredor final que se extendía a lo largo del lado este del laberíntico ático. Me arriesgue a asomarme a este tramo recto.

A la izquierda estaba oscuro, pero a la derecha, en el extremo sureste del edificio, esperaba encontrar la fuente de luz y al cura con su cautivo. Pero no fue así, porque la lámpara permanecía fuera de la vista, a la vuelta de otra esquina, en la pared sur.

Continué por ese corredor de dos metros de ancho, ligeramente agachado, porque la pared de mi izquierda era la parte inclinada del tejado. Pase ante la oscura boca de otro corredor entre cajas amontonadas y muebles viejos y luego me detuve, únicamente con la última pared de objetos amontonados entre la lámpara y yo.

De pronto una sombra serpenteante saltó hacia las cabrias y el entablado que formaban la pared que tenía ante mí: un violento y erizado desgranamiento de miembros dentados con una protuberancia bulbosa en el centro, tan extraño que estuve a punto de gritar del susto. Sujete la Glock con ambas manos.

Luego me di cuenta de que la aparición era la sombra distorsionada de una araña suspendida en un hilo. Debía de encontrarme cerca de la fuente de luz porque su imagen se proyectaba, muy agrandada, en las superficies que tenía ante mí.

Como asesino era bastante asustadizo. Quizá la culpable era la cafeína de la Pepsi que me bebí para endulzar el sabor amargo del vomito. La próxima vez que mate a alguien y vomite, tomaré un brebaje sin cafeína y lo acompañaré con un valium, para no empañar mi imagen de maquina homicida eficiente y carente de sentimientos.

Olvidada la araña, escuche la voz del cura con la claridad suficiente para entender sus palabras.

– … duele, si, claro, duele mucho. Te he sacado el emisor, lo he extraído y lo he triturado, y ya no podrán seguirte más.

Me vino a la memoria Jesse Pinn cruzando el cementerio, con un extraño aparato en la mano, escuchando unos raros tonos electrónicos y leyendo unos datos en una pantallita que emitía una luz verde. Evidentemente estaba siguiendo la señal de un emisor implantado con cirugía a esta criatura ¿Era un mono? ¿No era un mono?

– La incisión no era profunda -siguió diciendo el cura- El emisor estaba justo debajo de la grasa subcutánea. He esterilizado la herida y la he suturado -suspiro- Me gustaría saber hasta que punto me entiendes.

En el diario el padre Tom se refería a los miembros de un grupo nuevo, menos hostil y menos violento que el primero y escribía que se había comprometido en su liberación. Yo no podía saber por que era un nuevo grupo, tan opuesto al antiguo, o por qué andaban sueltos por el mundo con emisores bajo la piel, ni como habían aparecido esos monos tan inteligentes de ambos grupos. Estaba claro que el cura se consideraba un abolicionista de nuestros días luchando por los derechos de los oprimidos y que la rectoría era un refugio clave para el camino hacia la libertad.

Cuando Pinn se enfrentó al padre Tom en el sótano de la iglesia, debió creer que el fugitivo ya había sufrido la extracción quirúrgica y había sido trasladado, y que el rastreador estaba emitiendo la señal del emisor que ya no estaba implantado en la criatura que se proponía identificar. En cambio, el fugitivo se estaba recuperando en el ático.

El misterioso visitante del cura gimoteo suavemente, y el cura replicó con un murmullo de simpatía, como si le hablase a un bebé.

Animado por el recuerdo de la mansedumbre con la que había respondido el cura al empleado de la funeraria, recorrí los dos pasos que me separaban de la pared final de cajas. Me detuve con la espalda apoyada en el extremo de la hilera y doblé solo un poco las rodillas para acomodarme a la inclinación del tejado. Desde allí, para ver al cura y a la criatura que estaba con él, solo tenía que inclinarme a la derecha, girar la cabeza y asomarme.

No quise revelar mi presencia porque recordé algunas de las extrañas anotaciones en el diario del cura: los pasajes delirantes y paranoicos que bordeaban la incoherencia, las doscientas repeticiones de «Creo en la gracia de Cristo». Quizá no siempre fuera tan manso como lo había sido con Jesse Pinn.

Cubriendo el olor a moho, a polvo y a cartón viejo, había un nuevo aroma a medicina compuesto por alcohol, yodo y un antiséptico astringente.

En algún lugar del ala mas próxima, la gruesa araña trepo por su filamento, alejándose de la luz de la lámpara, y la sombra magnificada del arácnido disminuyo rápidamente por el techo oblicuo, se contrajo en una mancha negra y, finalmente, desapareció.

El padre Tom, mientras tanto, le hablaba a su paciente.

– Tengo antibiótico en polvo, capsulas de varios derivados de la penicilina, pero no tengo un analgésico eficaz. Me gustaría tenerlo. Pero este mundo es un valle de lágrimas, ¿verdad? Pronto estarás bien. Te recuperarás. Te lo prometo. Dios te ayudará a través mío.

Si el rector de St. Bernadette era un santo o un villano, una de las pocas personas con la cabeza en su sitio que quedaban en Moonlight Bay o bien un loco, yo no lo podía juzgar. No tenía bastantes datos ni comprendía el contexto de sus actos.

Sólo estaba seguro de una cosa: aunque el padre Tom pareciera racional e hiciera bien las cosas, su cabeza, sin embargo, tenía los cables lo suficientemente cruzados como para que dejarle sostener a un niño durante el bautismo fuera una imprudencia.

– Tengo conocimientos médicos básicos -le dijo el cura a su paciente-, porque, tres años después de acabar el seminario, estuve en una misión, en Uganda.

Creí oír al paciente un murmullo que me recordó -aunque no del todo- el suave arrullo de las palomas mezclado con el ronroneo, más gutural, de un gato.

– Estoy seguro de que te pondrás bien -siguió el padre Tom- Aunque deberás quedarte aquí unos días para que pueda administrarte los antibióticos y vigilarte la herida ¿Me comprendes? -y añadió con una nota de frustración y desespero- ¿Comprendes todo lo que te digo?

Cuando iba a inclinarme hacia la derecha y asomarme al otro lado de la pared de cajas, el Otro contestó al cura El Otro esto es lo que pensé del fugitivo cuando le oí hablar desde ese lugar más próximo, porque aquella voz no podía ser la de un niño o la de un mono, ni de nadie más en el Gran libro de la Creación de Dios.

Me quedé helado Deslicé el dedo en el gatillo.

Es cierto que en parte sonaba como la de un niño, o una niña, y en parte como la de un mono. Y también como un montón de cosas, de hecho, como si un técnico de sonido de Hollywood muy creativo estuviera jugando con una biblioteca de voces humanas y animales, mezclándolas en la consola de audio hasta conseguir la voz de un extraterrestre.

Lo más sorprendente del habla del Otro no era su escala tonal, ni sus inflexiones, ni siquiera la gravedad y la emoción que demostraba. Lo que más me impresionó fue percibir lo que significaba. No estaba oyendo un barboteo de ruidos animales. No era inglés, desde luego, no había una palabra de inglés, y aunque no soy políglota, estaba seguro de que no oía una lengua extranjera, porque no era lo bastante compleja para ser un lenguaje de verdad. Sin embargo, oía una serie fluida de sonidos exóticos compuestos como palabras rudimentarias, un fuerte y primitivo intento de lenguaje, con un pequeño vocabulario polisílabo, marcado por ritmos rápidos.

El Otro parecía querer comunicarse desesperadamente. Me sorprendió que aquella soledad, angustia y anhelo que expresaba su voz me emocionara. No me lo estaba imaginando. Era tan real como las tablas que tenía bajo los pies, el montón de cajas a mi espalda y los acelerados latidos de mi corazón.

Cuando el Otro y el cura hicieron un silencio, no fui capaz de asomarme por la esquina. Sospechaba que fuera cual fuera el aspecto del visitante del cura, no podría pasar por un mono de verdad, a diferencia de los miembros del grupo original que nos habían molestado, a Orson y a mí, cuando los encontramos en la punta sur de la bahía. Y si tenían algún parecido con los rhesus, las diferencias serían mayores y seguramente más numerosas que el maléfico color amarillo de los ojos de los otros monos.