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Nos metimos desnudos en el agua negra y nadamos contra corriente, alejándonos demasiado de la orilla.

Giramos hacia el norte y avanzamos paralelos a la costa.

Braceamos sin esfuerzo. Moviendo apenas las piernas. Subiendo y bajando con el movimiento de las olas. Nadamos hasta una distancia peligrosa.

Éramos magníficos nadadores, aunque nos estábamos arriesgando.

El nadador encuentra el agua fría menos desagradable después de un rato de encontrarse en ella, cuando la temperatura del cuerpo desciende, la diferencia entre la temperatura de la piel y el agua se hace mucho menos perceptible. Además, el ejercicio provoca la sensación de calor. Y una sensación segura pero falsa de calor puede ser peligrosa.

Sin embargo aquellas aguas se fueron enfriando cada vez más a medida que la temperatura de nuestros cuerpos descendía. No alcanzamos ese punto de relajación, auténtico o falso.

En lugar de adentrarnos tanto hacia el norte, hubiéramos tenido que dirigirnos hacia la orilla. Si nos hubiera quedado una pizca de sentido común, habríamos vuelto al montón de algas secas donde habíamos dejado la ropa.

Sin embargo apenas hicimos una pausa, y flotamos aspirando profundamente el aire frío y el agua que nos enfriaba la garganta. Luego, sin decir una palabra, giramos hacia el sur y seguimos nadando demasiado lejos de la orilla.

Los miembros me pesaban cada vez más. Sentí en el estómago unos terribles retortijones. El latido de mi corazón era tan fuerte como para hundirme bajo la superficie.

Aunque nuestros movimientos eran tan suaves como cuando habíamos entrado en el agua, eran mucho más torpes y la boca se nos llenaba de una espuma blanca y fría.

Nadamos el uno junto al otro, procurando no perdernos de vista. El cielo invernal no era agradable, las luces de la ciudad estaban tan distantes como las estrellas y el mar era hostil. Allí sólo existía la amistad, porque sabíamos que, en un momento de dificultad, ambos hubiéramos dado la vida por salvar al otro.

Cuando llegamos a la orilla, apenas teníamos fuerzas para salir del agua. Salimos exhaustos, con náuseas, más pálidos que la arena y con violentos temblores y escupimos para echar fuera el sabor astringente del mar.

Teníamos tanto frío que no hubiéramos podido ni imaginar siquiera el calor del horno crematorio. Aun después de habernos vestido, todavía temblábamos, y esto era bueno.

Sacamos las bicicletas de la arena, cruzamos la zona de césped que bordeaba la playa y nos dirigimos a la calle más próxima.

– Mierda -dijo Bobby al subir a la bicicleta.

– Sí -dije yo.

Pedaleamos de regreso a nuestras respectivas casas.

Fuimos directamente a la cama como si estuviéramos enfermos. Nos quedamos dormidos. Soñamos. La vida continuó.

Ya no volvimos más a la ventana del crematorio.

Nunca volvimos a hablar de la señora Acquilain.

Años más tarde, tanto Bobby como yo hubiéramos dado la vida por salvar la del otro, y sin dudarlo.

Qué extraño es este mundo: las cosas que podemos tocar fácilmente, esas cosas tan reales a los sentidos -la dulce arquitectura del cuerpo de una mujer, nuestra carne y nuestros huesos, el frío del mar y el brillo de las estrellas-, son muchísimo menos reales que aquello que no podemos tocar, probar, oler o ver. Las bicicletas y los muchachos que las conducen son menos reales que lo que pensamos o lo que sentimos, menos sustanciales que la amistad, el amor y la soledad, que todo lo que existe hace muchísimo tiempo en el mundo.

Esta noche del mes de marzo tan lejana de la época de la infancia, la ventana del crematorio y la escena que se desarrollaba tras ella eran más reales de lo que yo hubiera deseado. Alguien había apaleado brutalmente al vagabundo hasta matarle y luego le había arrancado los ojos.

Si el asesinato y la sustitución de aquel cadáver por el de mi padre tenía sentido cuando se conocieran todos los hechos, ¿por qué arrancarle los ojos? ¿Había alguna razón lógica para enviar a aquel pobre hombre sin ojos a consumirse en el fuego del crematorio?

¿Habían desfigurado al vagabundo por alguna razón oscura e inmoral?

Recordé al gigante de la cabeza rapada y el pendiente con la perla. Recordé su rostro sin ángulos. Los ojos de cazador, negros y fijos. La fría y desagradable voz metálica. Imaginé a ese hombre sintiendo placer ante el dolor ajeno, cortando carne con la misma despreocupación y facilidad que un leñador una ramita.

Además, en aquel extraño nuevo mundo que había entrado en mi vida tras la experiencia en el sótano del hospital, no era difícil imaginar a Sandy Kirk desfigurando el cuerpo: Sandy, tan atractivo y superficial como un modelo profesional, Sandy, cuyo querido padre había llorado al incinerar a Rebecca Acquilain. Es posible que hubieran sacrificado los ojos en el altar del santuario, en el rincón más alejado y de difícil acceso del jardín de rosas, que Bobby y yo nunca pudimos encontrar.

Cuando Sandy y su ayudante dirigían la camilla hacia el horno, sonó el teléfono en el crematorio.

Me aparte sobresaltado de la ventana como si se hubiera disparado una alarma.

Cuando me acerque otra vez al cristal, vi a Sandy sacarse la mascarilla de cirujano y alzar el auricular del teléfono de pared. El tono de su voz indicaba confusión, después alarma, enfado, aunque a través del doble paño de la ventana no pude escuchar la conversación.

Sandy colgó el auricular del teléfono con tanta violencia que estuvo a punto de arrancar la caja de la pared. Quienquiera que estuviera en el otro extremo de la línea había hablado claro.

Sandy dijo algo a su ayudante mientras se quitaba los guantes de látex. Creí oírle decir mi nombre, y no precisamente con admiración o afecto.

Jesse Pinn, el ayudante, era un hombre de rostro enjuto y pálido, pelirrojo, de ojos castaños y unos labios finos y apretados que parecían anticipar el sabor de un conejo recién abatido. Pinn se dispuso a abrir la cremallera de la bolsa que encerraba el cadáver del vagabundo.

La chaqueta del traje de Sandy colgaba de una de las perchas a la derecha de la puerta. Cuando la cogió, me quede atónito al ver que debajo de la americana le colgaba una pistolera hundida por el peso de un arma.

Sandy vio a Pinn manipular torpemente la bolsa del cadáver, le dijo algo con un tono abrupto y señalo hacia la ventana.

Pinn corrió directamente hacia donde me encontraba y yo me separe deprisa del paño. El hombre cerro los listones medio abiertos de la persiana.

En ese momento dude de lo que había visto.

Por un lado, teniendo presente que soy profundamente optimista y esta es una condición inherente en mí, decidí que en esta ocasión sería prudente prestar atención a un instinto más pesimista y no vacilar. Me aleje apresuradamente de la pared del garaje y de la arboleda de eucaliptos, rodeado por un aroma a muerte, y me dirigí al patio posterior.

Las hojas amontonadas crujían con tanta dureza como caparazones de caracol bajo los pies. Por suerte me protegía el susurro de la brisa entre las ramas de los árboles.

El viento, lleno del rumor apagado del mar a través del cual había viajado tanto, enmascaraba mis movimientos.

Pero también ocultaría el sonido de unos pasos que me siguieran.

Estaba seguro de que la llamada telefónica procedía de los auxiliares del hospital. Habían examinado el contenido de la maleta, habían encontrado la cartera de mi padre y en consecuencia dedujeron que yo debía de haber estado en el garaje y había sido testigo del cambalache con el cuerpo.

El informador le había hecho ver a Sandy que mi aparición ante su puerta no había sido tan inocente como parecía. Saldría con Jesse Pinn a comprobar si yo todavía estaba oculto en su propiedad.

Llegue al patio posterior. El prado recortado me pareció más extenso de lo que recordaba.

La luna llena no brillaba más que unos minutos atrás, pero toda la superficie que antes había absorbido su lánguida luz ahora la reflejaba y la amplificaba. El resplandor plateado y espectral que bañaba la noche me ponía en evidencia.

Decidí no atravesar el amplio patio de ladrillo y acercarme a la casa y a la avenida de la entrada. Alejarme del camino por el cual había llegado sería demasiado arriesgado.

Atravesé el prado hacia el terreno de la rosaleda en la parte trasera de la propiedad. Delante de mí se extendían unas terrazas descendentes con extensas hileras de espalderas dispuestas en ángulo, numerosas glorietas como túneles y un laberinto de senderos tortuosos.

En nuestra suave costa la primavera no retrasa su estreno, su aparición corresponde a la fecha del calendario, y casi todas las rosas estaban abiertas. Las flores rojas y otras de tonos mas oscuros parecían negras a la luz de la luna, rosas para un altar siniestro, pero también había enormes capullos blancos, tan grandes como la cabeza de un bebe, inclinándose con el arrullo de la brisa.

Escuche voces masculinas detrás de mí. Llegaban débiles y a retazos entre el viento intermitente.

Agazapado detrás de un alto enrejado, mire hacia atrás a través de los recuadros abiertos entre los blancos cruces de las celosías. Aparté cuidadosamente las agudas espinas de las enredaderas.

Cerca del garaje, dos haces de luz expulsaron a las sombras de los arbustos, de un salto enviaron a los espectros a las ramas de los árboles y se reflejaron en las ventanas.

Sandy Kirk estaba detrás de uno de aquellos haces de luz y era indudable que llevaba el arma que yo había descubierto fugazmente. Jesse Pinn también debía de ir armado.

Hubo un tiempo en que los empresarios de las funerarias y sus ayudantes no eran peligrosos. Hasta aquella tarde creí que todavía vivía en aquella época.

Entonces apareció un tercer haz de luz en el extremo de la casa. Luego el cuarto y el quinto.

Y el sexto.

Ignoraba de donde habían salido aquellos nuevos perseguidores ni de donde habían llegado con tanta rapidez. Se abrieron hasta formar una línea y avanzaron con un propósito determinado por el patio, pasaron la piscina, se dirigieron al jardín de rosas, escudriñando con los haces de luz amenazadoras figuras tan misteriosas como los espíritus malignos de un sueño.