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Se llamaba Steven Snow y era un gran hombre. Nunca había ganado una guerra, o emitido una ley, nunca compuso una sinfonía ni escribió una novela famosa, como quiso hacer en su juventud, pero era más grande que cualquier general, político, compositor o novelista premiado que nunca haya vivido.

Era grande porque era bondadoso. Era grande porque era modesto, amable, risueño. Estuvo casado con mi madre durante treinta años, y durante ese largo trayecto lleno de tentaciones, le había permanecido fiel. Su amor por ella había sido tan vivo que nuestra casa, apenas iluminada en la mayoría de las habitaciones, brillaba en todo aquello que importaba. Profesor de literatura en Ashdon -donde mama había sido profesora en el departamento de ciencias-, papa era tan apreciado por sus alumnos que muchos seguían en contacto con el durante décadas después de dejar su clase.

Aunque mi enfermedad había condicionado muchísimo su vida prácticamente desde el día en que nací, cuando apenas contaba veintiocho años, jamás me hizo sentir que lamentaba su paternidad o que yo era para él algo más que una fuente inagotable de orgullo y alegría. Vivió con dignidad y sin lamentarse y nunca dejó de celebrar que estaba a buenas con el mundo.

Una vez fue un hombre fuerte y apuesto. Ahora su cuerpo se había encogido y tenía el rostro gris y macilento. Parecía mucho mayor de cincuenta y seis años. El cáncer se le había extendido desde el hígado al sistema linfático y de ahí a otros órganos, hasta dejarlo completamente acribillado. En su lucha por sobrevivir, había perdido la mayor parte de sus espesos cabellos blancos.

En el monitor, la línea verde empezó a hacer picos y a avanzar erráticamente. La mire con temor.

La mano de mi padre apretó débilmente la mía.

Cuando volví a mirarlo, sus ojos azul zafiro estaban abiertos y clavados en mí, más fijos que nunca.

– ¿Agua? -pregunte, porque últimamente siempre estaba sediento, seco.

– No, estoy bien -contesto, aunque parecía tener sed, con una voz que apenas fue un murmullo.

No supe que decir.

Durante toda mi vida, nuestra casa había estado llena de conversación. Mi padre, mi madre y yo hablábamos de novelas, viejas películas, de las tonterías de los políticos, de poesía, música, historia, ciencia, religión, arte, y de las lechuzas y ciervos voladores y mapaches y murciélagos y cangrejos de mar y otras criaturas que compartían la noche conmigo. Nuestro método iba desde los coloquios serios acerca de la condición humana al frívolo chismorreo sobre nuestros vecinos. En la familia Snow, ningún programa de ejercicio físico fuera lo enérgico que fuera, se consideraba adecuado si no incluía un ejercicio diario de la lengua.

Y ahora, cuando más necesitaba abrir mi corazón a mi padre, me había quedado mudo.

Sonrió como si comprendiera mi apuro y apreciara la ironía de aquella situación.

Luego la sonrisa desapareció. Su rostro, fatigado y amarillento, se demacró aun mas. Se había deteriorado tanto que cuando una corriente de aire agitó la llama de las velas, su rostro apenas parecía más consistente que un reflejo que flotara en la superficie de un estanque.

La luz dejo de parpadear y pensé que mi padre había entrado en la agonía, pero cuando habló su voz revelaba más pesadumbre que dolor.

– Lo lamento, Chris. Maldita sea, lo lamento.

– No tienes nada que lamentar -le aseguré mientras me preguntaba si estaba lúcido o hablaba a través de la confusión de la fiebre y los medicamentos.

– Lamento tu herencia, hijo.

– Estaré bien. Puedo cuidar de mi mismo.

– No me refiero al dinero. Tendrás suficiente -dijo, su murmullo se quebró. Sus palabras se deslizaban de sus pálidos labios con el mismo silencio que el líquido de un huevo lo hace de la cáscara rota-. De la otra herencia de tu madre y mía. Del XP.

– Papá, no. No podían saberlo.

Cerró otra vez los ojos Sus palabras eran tan finas y transparentes como la clara de huevo crudo.

– Lo lamento…

– Me has dado la vida -dije.

Su mano se había deslizado de la mía.

Por un instante pensé que había muerto. El corazón se me perdió en el pecho como una piedra a través del agua.

Pero el latido que marcaba la luz verde en el electrocardiógrafo me mostró que sólo había perdido el conocimiento otra vez.

– Papá, me has dado la vida -repetí, aturdido porque no podía oírme.

Mis padres eran portadores sin saberlo de un gen recesivo que aparece solamente en una entre doscientas mil personas. La posibilidad de que dos de estas personas se conozcan, se enamoren y tengan hijos es de millones contra uno. Aun así, ambos sólo pueden pasar el gen a su descendencia por una fatalidad, porque existe una oportunidad entre cuatro de que esto suceda.

En mi caso, mi parentela sacó el premio gordo. Tengo el xeroderma pigmentosum -XP para abreviar-, una enfermedad genética rara y frecuentemente fatal.

Las víctimas del XP son extremadamente vulnerables al cáncer de piel y de ojos. Hasta la más breve exposición al sol -de hecho a cualquier rayo ultravioleta, incluidos los de las luces incandescentes y fluorescentes- podría ser desastrosa para mí.

A todos los seres humanos la luz del sol les daña el ADN -el material genético- de sus células, abriendo camino al melanoma y otras enfermedades. Las personas sanas poseen un remedio naturaclass="underline" las enzimas que retiran los sectores dañados de los filamentos del nucleótido y los reemplazan con ADN sano.

En las personas con XP, sin embargo, las enzimas no funcionan y la reparación no se lleva a cabo. Los rayos ultravioleta inducen a cánceres de rápido desarrollo, que hacen metástasis sin obstáculo alguno.

Los Estados Unidos, con una población que supera los doscientos setenta millones de individuos, albergan a más de ochenta mil enanos. Noventa mil de nuestros compatriotas crecen por encima de los dos metros. Nuestro país se ufana de poseer cuatro millones de millonarios, y diez mil más adquirirán este feliz estatus durante este año. En doce meses, quizás un millar de nuestros ciudadanos serán abatidos por un rayo.

Menos de un millar de estadounidenses padecen XP y menos de cien nacen con ella cada año.

El número es reducido en parte porque la afección es muy rara. La causa de que esta población XP sea tan limitada se debe también al hecho de que muchos de nosotros no vivimos mucho.

Muchos médicos familiarizados con el xeroderma pigmentosum esperaban que falleciera durante la infancia. Algunos hubieran apostado que podría sobrevivir hasta la adolescencia. Nadie se hubiera arriesgado seriamente a apostar su dinero a favor de que pudiera llegar a los veintiocho.

Sólo un puñado de XPeros (el nombre lo he puesto yo) me superan en edad, aunque muchos, si no todos, han sufrido problemas neurológicos progresivos asociados con su enfermedad. Temblor en la cabeza y en las manos. Pérdida de audición. Disfunciones en el habla. Hasta deterioro mental.

Excepto por la necesidad de resguardarme de la luz, soy tan normal como cualquiera. No soy albino. Mis ojos tienen color. Tengo la piel pigmentada. Aunque es cierto que soy más pálido que un chico de playa de California, no soy blanco como un fantasma. En las habitaciones iluminadas con velas y en el mundo nocturno que habito, hasta puede parecer que tengo una constitución morena.

En estas condiciones, cada día que pasa es un regalo y creo que aprovecho el tiempo tan bien y con tanta plenitud como debería. Saboreo la vida. Disfruto de aquello que a otros les sorprendería o donde sólo unos pocos se fijarían.

En el año 23 a. de C., dijo el poeta Horacio: «¡Disfruta el hoy, no confíes en el mañana!».

Yo agarro la noche y cabalgo en ella como si fuera un gran garañón negro.

La mayoría de mis amigos dicen que soy la persona más feliz que conocen. Podía elegir o rechazar la felicidad, y yo la abrace.

Sin estos padres, sin embargo, no hubiera podido garantizar esta elección. Mis padres alteraron su vida de forma radical para protegerme de manera absoluta de la luz dañina, y hasta que fui lo bastante mayor para comprender mi situación, permanecieron vigilantes sin descanso. Su abnegada diligencia contribuyó, no hay duda alguna, a mi supervivencia. Además, me dieron el amor -y el amor a la vida- que me hizo imposible caer en la depresión, en el desespero y en una existencia recluida.

Mi madre murió de repente. Aunque yo sabía que comprendía la profundidad de mis sentimientos, hubiera querido expresárselo adecuadamente el último día de su vida.

A veces, cuando salgo de noche y estoy en medio de la oscuridad en la playa, cuando el cielo está claro y la bóveda de las estrellas me hace sentir mortal e invencible al mismo tiempo, cuando el viento está sosegado y el mar está en calma al romper en la orilla, le digo a mi madre lo que significa para mí. Pero no sé si me oye.

Y ahora mi padre -todavía conmigo, aunque de una manera tan frágil- no me oyó decir «me has dado la vida». Temía que se marchara antes de que pudiera decirle todas las cosas que no había tenido la oportunidad de decirle a mi madre.

Su mano seguía fría y fláccida La volví a tomar, como para anclarlo a este mundo hasta que pudiera despedirme de él.

En los bordes de las persianas venecianas, los marcos y las molduras llameaban desde un naranja hasta un rojo fuego cuando el sol se reunió con el mar.

Esa es la única circunstancia bajo la cual nunca veré una puesta de sol directamente. Si desarrollara un cáncer de ojos, sucumbiera a él o me quedara ciego, bajaría a última hora de la tarde a la playa y me pondría frente a aquellos imperios asiáticos a donde nunca podré ir. Al filo del anochecer me quitaría las gafas de sol y contemplaría la luz agonizante.

Tuve que apartar la vista. El brillo de la luz me afecta a los ojos. Su efecto es tan absoluto y súbito que puedo sentir cómo me va quemando.