– Escribo porque me divierte hacerlo.
– Eres un hijo de puta.
– Porque es lo más difícil que he hecho nunca, pero además es gratificante.
– ¿Y sabes por qué es tan difícil? Porque no es natural.
– Quizá lo sea para la gente que no puede leer y escribir.
– No venimos aquí a dejar una marca, hermano. Monumentos, herencias, marcas… por su causa siempre empeoramos. Venimos a divertirnos, a sumergirnos en las maravillas del mundo, a disfrutar de la cabalgada.
– Orson, mira, aquí esta otra vez Bob el filósofo.
– El mundo es perfecto tal y como es, es bello de un horizonte a otro. Cualquier marca que intentemos dejar, demonios, solo es una pintada. Nada puede superar el mundo que nos ha sido dado. Cualquier marca que se deje solo es vandalismo.
– La música de Mozart -dije.
– Vandalismo -repuso Bobby.
– El arte de Miguel Ángel.
– Una pintada.
– Renoir -apunte.
– Una pintada.
– Bach, los Beatles.
– Pintadas auditivas -dijo ferozmente.
Mientras conversábamos, Orson daba latigazos con el rabo.
– Matisse, Beethoven, Wallace Stevens, Shakespeare.
– Vándalos pandilleros.
– Dick Dale -deje caer el nombre sagrado del rey de la Surf Guitar, el padre de toda la música surf.
– Una pintada -repuso Bobby haciendo un guiño.
– Estas enfermo.
– Yo soy la persona mas sana que conoces. Abandona esta enfermiza cruzada, Chris.
– Estaba en una escuela de holgazanes cuando una pequeña curiosidad se estudió como cruzada.
– Vive la vida. Sumérgete en ella. Diviértete. Esto es lo que tienes que hacer.
– Yo me divierto a mi manera -le asegure- No te preocupes, soy tan zángano y aficionado a las pajas como tu.
– Eso quisieras.
Intenté dar la vuelta con la bici, pero el volvió a interponerse en mi camino.
– Está bien -dijo con resignación- Esta bien. Pero lleva la bici con una mano y coge la Glock con la otra hasta que llegues a tierra firme y puedas montarla. Entonces pedalea rápido.
Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta, hundido por el peso de la pistola. En casa de Angela había disparado un tiro accidentalmente. Quedaban nueve en la recamara.
– Pero si solo son monos -me hice eco de las palabras de Bobby.
– Y no lo son.
Busque su mirada oscura.
– ¿Hay algo mas que debería saber?
Se mordió el labio inferior.
– A lo mejor soy Kahuna -dijo finalmente.
– No es esto lo que ibas a decirme.
– No, pero no es tan loco como lo que iba a decirte -su mirada erró momentáneamente por las dunas- El jefe del grupo… Solo lo he visto de lejos en la oscuridad, apenas algo más que una sombra. Es más grande que los demás.
– ¿Hasta que punto?
Nuestras miradas se cruzaron.
– Creo que es un fulano de mi tamaño.
Antes, cuando estaba en el porche esperando a que Bobby volviera de su investigación por el acantilado, había observado un movimiento con el rabillo del ojo la fugaz impresión de un hombre corriendo con paso largo y elástico a través de las dunas. Cuando me di la vuelta empuñando la Glock no vi a nadie.
– ¿Un hombre? -dije- ¿Corriendo con los monos del milenio, conduciendo el grupo? ¿Nuestro Tarzán de Moonlight Bay?
– Bueno, creo que se trata de un hombre.
– ¿Y eso que significa?
Bobby aparto la mirada y se encogió de hombros.
– Lo que quiero decir es que no solo he visto monos. Con ellos hay algo o alguien grande.
Contemplé las luces de Moonlight Bay.
– Es como si hubiera un reloj funcionando en algún sitio, una bomba de relojería, y la ciudad estuviera llena de explosivos.
– Yo también lo creo, hermano. Aléjate de la zona de detonación.
Sosteniendo la bici con una mano saque la Glock del bolsillo de la chaqueta.
– Cuando estés metido en tus locas y peligrosas aventuras xepero -dijo Bobby-, hay algo que debes tener presente.
– Dominar siempre la tabla.
– Cualquier cosa que haya pasado en Wyvern, o lo que todavía este sucediendo, puede haber implicado a un gran equipo de científicos. Fulanos extraordinariamente formados, con la frente mas ancha que tu cara. Y también muchos tipos del gobierno y militares. La élite del sistema. Promotores y protagonistas ¿Sabes por qué formaban parte de todo esto antes de que les saliera mal?
– ¿Deudas que pagar, una familia que mantener?
– Todos ellos querían dejar su marca.
– No se trata de ambición. Yo solo quiero saber por que murieron mis padres.
– Tienes la cabeza mas dura que la concha de una ostra.
– Si, pero hay una perla dentro.
– No hay una perla -me aseguro- Sino mierda de gaviota fosilizada.
– Manejas bien el lenguaje. Deberías escribir un libro.
Emitió una risita despectiva tan fina como una viruta de piel de limón.
– Preferiría joder con un cactus.
– Es bastante parecido. Pero gratificante.
– Esta ola va a llevarte al circuito de lavado y luego al de secado.
– Quizá. Pero será un viaje fantástico. ¿No eres tú el que decía que estamos aquí para disfrutar del viaje?
Finalmente se dio por vencido; se apartó de mi camino, levantó la mano derecha y me hizo el signo sasha.
Sostuve la bici con la mano con la que sujetaba el arma el tiempo suficiente para hacer el signo de Star Trek.
Me respondió con un gesto con el dedo.
Con Orson a mi lado, me encaminé con la bici hacia el este a través de la arena, hacia la parte más rocosa de la península. Antes de que me hubiera alejado más, oí que Bobby decía algo a mis espaldas, pero no pude entender sus palabras.
Me detuve, me volví y lo vi dirigiéndose hacia la casa.
– ¿Qué has dicho?
– Que se acerca la niebla -repitió.
Miré más allá de donde se encontraba y vi blancas masas enormes que descendían desde el lado oeste, una avalancha de vapor con una pátina de luz de luna. Como una pared de muerte derribándose silenciosamente en un sueño.
Las luces de la ciudad parecían las de un continente lejano.
IV NOCHE PROFUNDA
21
Cuando Orson y yo salimos de las dunas y llegamos al tramo de roca y arena de la península, nos vimos envueltos en densas nubes. El banco de niebla tenía centenares de metros de profundidad, y aunque una capa fina y pálida de luz de luna se filtraba hasta el suelo a través de la bruma, nos encontramos en medio de una oscuridad gris mas ciega que una noche sin estrellas y sin luna. Las luces de la ciudad casi no se veían.
La niebla hacia jugarretas con el sonido. Podía oír el brusco murmullo del oleaje, aunque parecía llegar de todas partes, como si me encontrara en una isla en lugar de en una península.
No quise montar en la bicicleta en aquella penumbra viscosa, no me fiaba. La visibilidad oscilaba entre cero y un máximo de dos metros. Aunque no había árboles ni otros obstáculos en el promontorio, habría sido fácil perder la orientación y dirigirme al borde del acantilado, la bici se hubiera precipitado hacia delante, y cuando el neumático delantero se clavara en la arena blanda de la pendiente del acantilado, hubiera saltado por encima del manillar y hubiera caído de cabeza en la playa, posiblemente rompiéndome un miembro o la nuca.
Además, para ir a velocidad y mantener el equilibrio, tendría que sujetar la bici con ambas manos, lo que significaba guardar la pistola en el bolsillo. Después de la conversación con Bobby, no quise guardar la Glock. Algo podía acercarse en medio de la niebla hasta unos cuantos metros de distancia y cuando me hubiera dado cuenta, no hubiera podido sacar a tiempo el arma del bolsillo de la chaqueta y disparar.
Caminaba con un paso relativamente rápido, sujetando la bicicleta con la mano izquierda, aparentando despreocupación y confianza, Orson trotaba ligero delante de mí. Como no era un perro imprudente, giraba la cabeza incesantemente hacia un lado y hacia el otro.
El sonido de las ruedas y de la cadena de la bicicleta delataba mi posición. No había manera de silenciarla y si hubiera cargado con ella sólo hubiera podido llevarla con un brazo y durante pequeños tramos. De todos modos el ruido carecía de importancia. Probablemente los monos poseían agudos sentidos que captaban el menor estímulo, indudablemente podían detectarme por el olor.
Orson también podía detectarlos por el olor. En aquella noche brumosa, su negra forma apenas era visible y yo no podía ver si tenía el pelo erizado, señal incuestionable de que los monos estaban cerca.
Mientras caminaba, me pregunté qué sería lo que a esas criaturas las hacía diferentes de los rhesus corrientes.
En apariencia, al menos, el animal que apareció en la cocina de Angela era un ejemplo típico de su especie, aunque superaba el tamaño de un rhesus. Dijo que tenía «unos horribles ojos amarillo oscuro» pero hasta donde yo sabía, estaba dentro de la gama del color de ojos de este grupo de primates. Bobby no había mencionado nada extraño sobre el grupo que le estaba acosando, únicamente el peculiar comportamiento y el tamaño anormal de su intangible jefe: ningún cráneo deformado, ni tres ojos en la frente, ni tornillos en el cuello que indicaran que habían sido cosidos y fijados en el laboratorio secreto de la requetenieta megalomaníaca del doctor Víctor Frankenstein, Heather Frankenstein.
A los jefes del proyecto de Fort Wyvern les preocupó que el mono de la cocina de Angela la hubiera arañado o mordido. Considerando el temor de los científicos, era lógico inferir que aquel animal padecía una enfermedad infecciosa que se transmitía por la sangre, la saliva u otros fluidos del cuerpo. Esta posibilidad se reafirmaba con los análisis a los que se la sometió. Durante cuatro años, le fueron tomando muestras de sangre todos los meses, lo que significaba que la enfermedad tenía un período de incubación potencialmente largo.