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Orson lanzó un aullido cuando un mono saltó chillando de entre los velos de niebla y le saltó al lomo. El perro torció la cabeza, enseño los dientes intentando morder a su indeseable jinete al mismo tiempo que intentaba sacudírselo de encima.

Estábamos tan cerca que, bajo la escasa luz y la agitada bruma, pude ver los ojos amarillos. Brillantes, fríos y feroces. Se alzaron hacia mí. Y yo no pude disparar porque hubiera podido herir a Orson.

El mono se sujetaba con fuerza al lomo de Orson y luego de un salto dejó libre al perro. Me embistió con fuerza, once kilos de fuertes músculos y huesos me hizo tambalear hacia atrás, se encaramó por el pecho, utilizando la chaqueta de cuero para apoyarse. En medio de aquel caos fui incapaz de disparar. Podía lesionarme.

Durante un instante estuvimos cara a cara, ojo con ojo asesino. El animal enseñaba los dientes, silbaba con ferocidad y su respiración era acre y repulsiva. Aquello era un mono y no lo era, y la cualidad profundamente diferente de su atrevida mirada era terrorífica.

Me arranco la gorra de la cabeza, y yo le di un golpe con el cilindro de la Glock. El mono se lanzó al suelo para agarrar la gorra. Le di una patada y el dejó caer la gorra. El rhesus con chillidos de protesta se metió dando tumbos en la niebla y desapareció de mi vista.

Orson salió en busca del animal ladrando, olvidando todos sus temores. Lo llame para que volviera y no obedeció.

La gran silueta del jefe de la cuadrilla apareció otra vez, más flotante que antes, una sinuosa forma hinchada como una capa agitándose que desapareció tan pronto como hubo aparecido pero dilatándose lo suficiente para que Orson reconsiderase la cordura de perseguir al rhesus que había intentado robarme la gorra.

– Jesús -exclame cuando el perro gimió con voz lastimera y abandonó la persecución.

Recogí la gorra del suelo pero no me la volví a poner en la cabeza. La doblé y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.

Me dije a mi mismo, temblando, que estaba bien, que no me había mordido. Si me hubiera arañado hubiera sentido el dolor en la cara o en las manos. No, no me había arañado. Gracias a Dios. Si el mono padecía una enfermedad infecciosa que solo se contagiaba por contacto con los fluidos del cuerpo, no me la había contagiado.

Pero había aspirado su fétido aliento, había respirado el aire que el exhalaba. Si el contagio era por vía aérea, ya estaba en posesión de una entrada para el depósito.

Respondí al ruido metálico que se produjo a mis espaldas, giré en redondo y descubrí que mi bicicleta estaba siendo arrastrada hacia la niebla por alguien que no pude ver. Caída de lado y peinando la arena con los radios, la rueda trasera era la única parte de la bici que todavía se veía, y casi había desaparecido en la bruma cuando alargue una mano y la agarre.

Me metí en un tira y afloja con el ladrón del que salí vencedor, lo que significaba que me había peleado con uno de los dos rhesus y no contra el jefe del grupo, mucho mayor. Enderecé la bicicleta, la apoyé contra mi cuerpo para mantenerla derecha y, de nuevo, empuñe la Glock.

Orson se acercó.

Volvió a orinar, nervioso, derramando los últimos vestigios de cerveza. A mí me sorprendió no haberme mojado en los pantalones.

Estuve jadeando ruidosamente durante un rato, temblando tanto que aunque hubiera sujetado la pistola con ambas manos hubiera sido imposible mantenerla quieta. Poco a poco me fui calmando. Las palpitaciones del corazón ya no amenazaban con romperme las costillas.

Al igual que el casco de un buque fantasma las grises paredes de la niebla pasaban flotando, una infinita flotilla, dejando atrás una quietud sobrenatural. Ni cloqueos Ni chillidos o alaridos. Ni gritos de somormujo. Ni susurros del viento o suspiros del oleaje. Me invadió una extraña sensación, como si me hubieran matado en el reciente enfrentamiento sin haber sido yo consciente de ello, y me encontrara en la helada antecámara mas allá del corredor de la vida, esperando que se abriera la puerta del Juicio.

Por fin parecía que los juegos se habían acabado por el momento. Sujetando la Glock con una mano empecé a caminar con la bicicleta a lo largo de la parte oriental del promontorio. Orson caminaba a mi lado.

Era consciente de que el grupo nos seguía vigilando, aunque a una distancia mayor que antes. No vi formas que se aproximaran cautelosamente en la niebla, pero estaban allí, seguro.

Monos. Aunque no eran monos. Escapados de un laboratorio de Wyvern.

El fin del mundo había dicho Angela.

Sin fuego.

Ni hielo.

Algo peor.

Monos. El fin del mundo provocado por monos.

Apocalipsis con primates.

Armagedón. El fin, fini, omega el día del juicio final, cierra la puerta y apaga las luces para siempre.

Todo eso era una locura. Cada vez que intentaba centrarme en los hechos y quería ordenarlos de forma inteligible, se me borraba todo, todo quedaba sellado por una enorme ola de imponderables.

La actitud de Bobby, su inflexible determinación a separarse de los problemas insolubles del mundo moderno y ser el campeón de los haraganes, siempre me había parecido la legítima elección de un estilo de vida. Ahora ya no me parecía tan sólo legítima, sino razonada, lógica y sabia.

Como no esperaban que sobreviviera a la edad adulta, mis padres me animaron a jugar, a divertirme, fueron indulgentes con mi curiosidad, me animaron a vivir sin preocupaciones y sin temores, a vivir el momento con muy poca preocupación por el futuro: en resumen, a confiar en Dios y a creer que yo, como todo el mundo, estoy aquí con un fin; me enseñaron a agradecer tanto mis limitaciones como mis talentos y bendiciones, porque ambos forman parte de un designio que no alcanza mi comprensión. Reconocían que necesitaba autodisciplina, claro, y también aprender a respetar a los demás. Pero, de hecho, todas esas cosas se dan de una forma natural cuando crees de verdad que tu vida posee una dimensión espiritual y que eres un elemento cuidadosamente diseñado en el misterioso mosaico de la vida. Aunque en apariencia existían muy pocas oportunidades de que yo sobreviviera a mis padres, ellos se prepararon para esta posibilidad: contrataron una póliza de seguros que me proporcionaría una vida cómoda, aunque no cobrara los derechos de mis artículos y mis libros. Yo había nacido para el juego y la diversión, mi destino era no tener nunca un trabajo, no iba a consumirme con las responsabilidades que pesan sobre la mayoría de las personas. Podía dedicarme a mis escritos o bien convertirme en un surfista zángano como Bobby Halloway quien, en comparación, habría parecido un adicto al trabajo compulsivo, con menos capacidad para divertirse que una col. Hubiera podido dedicarme a la holgazanería más absoluta sin ningún sentimiento de culpa, sin escrúpulos o dudas, porque he crecido para ser lo que la humanidad hubiera sido si no hubiéramos violado los términos del contrato y no hubiéramos sido expulsados del paraíso. Como todo aquel que ha nacido de hombre y mujer, vivo por los caprichos del destino debido al XP, soy mucho más consciente de las maquinaciones del destino que la mayoría, y esta conciencia es liberadora.

Mientras caminaba con mi bicicleta por el lado occidental de la península, seguí buscando el significado de todo lo que había visto y oído desde el atardecer.

Antes de que el grupo apareciera y nos atormentara, me preguntaba en qué consistía exactamente la diferencia de esos monos, volví a intentar resolver ese misterio. A diferencia de los rhesus comunes, eran más audaces que apocados, más tristes que alegres. La diferencia más clara residía en que esos monos eran de genio vivo, malvados. Su potencial para la violencia no era, sin embargo, la principal cualidad que los diferenciaba de los otros rhesus, sólo era consecuencia de la otra diferencia, mas profunda, que reconocí pero que era inexplicablemente reacio a considerar.

La niebla seguía siendo muy densa, aunque poco a poco empezó a brillar. Manchas de luz borrosa aparecieron en la bruma: edificios y farolas a lo largo de la playa.

Orson gimoteó con satisfacción -o con alivio- ante los signos de la civilización, pero no estábamos más a salvo en la ciudad que fuera de ella.

Cuando dejamos atrás la parte sur del promontorio y entramos en el camino del embarcadero, me detuve para sacar la gorra del bolsillo en el que la había guardado. Me la puse y tiré de la visera. El hombre elefante se componía la indumentaria.

Orson me echó un vistazo, enderezó la cabeza haciendo como que me observaba y luego se esponjó como si quisiera demostrar su aprobación. Después de todo, el era el perro del hombre elefante y como tal, en alguna medida, su propia imagen dependía del estilo y de la gracia con las que yo compusiera la mía.

La visibilidad había aumentado hasta quizás unos cincuenta metros gracias a las farolas de la calle. Como las mareas fantasma de un mar antiguo y muerto desde hace tiempo, la niebla surgía de la bahía y se adentraba en las calles, las finas gotas de bruma refractaban la luz dorada de vapor de sodio y la trasladaban a la siguiente gota.

Si los miembros del grupo todavía seguían detrás de nosotros, para evitar ser vistos tendrían que ocultarse a mucha mayor distancia que la que habían mantenido en la árida península. Como protagonistas de un nuevo reparto de Los crímenes de la calle Morgue de Poe, deberían de haber limitado sus salidas furtivas a parques, avenidas sin iluminación, galerías, salientes de edificios, parapetos y tejados.

A esas horas, no se veían ni peatones ni motoristas. La ciudad parecía abandonada.

Me sobrevino la turbadora sensación de que estas calles silenciosas y vacías presagiaban una desolación real y aterradora que iba a sobrevenir en Moonlight Bay en un futuro no demasiado lejano.