Orson había apoyado una pata encima de la mesa, no con la intención de arrastrar las galletas hasta el suelo y fugarse con ellas, sino para mantenerse en equilibrio mientras se inclinaba hacia un lado de la silla y miraba por encima de mi hombro. Algo en el salón, más allá de la galería y de la zona comedor, le había llamado la atención.
Cuando me volví en mi silla para seguir la mirada de Orson, vi a un gato sentado en el brazo del sofá, iluminado desde atrás por la luz de la vitrina llena de trofeos de fútbol. Era un gato de color gris claro. En las sombras que le enmascaraban la cara, sus ojos verdes brillaban con puntitos dorados.
Podía ser el mismo gato que, horas antes, había encontrado en las colinas detrás de la funeraria de Kirk.
23
Como una escultura egipcia en el sepulcro de un faraón, el inmóvil gato parecía dispuesto a pasar la eternidad en el brazo del sofá.
Sólo era un gato, pero yo me sentía incómodo dándole la espalda al animal. Me trasladé a la silla situada frente a Roosevelt Frost, desde la que podía dominar, a mi derecha, todo el salón y el sofá en su extremo.
– ¿Desde cuándo tiene un gato? -pregunté.
– No es mío. Está de visita.
– Creo que lo he visto antes.
– Sí.
– ¿Y él se lo ha contado todo, eh? -dije con cierto tono burlón.
– Mungojerrie y yo hemos hablado, sí -confirmó Roosevelt.
– ¿Quién?
Roosevelt hizo un gesto hacia el gato en el sofá.
– Mungojerrie -deletreó el nombre.
Un nombre exótico y curiosamente familiar. Como soy hijo de mi padre en algo más que en la sangre y en el nombre, sólo requerí un momento para reconocer la fuente.
– Es uno de los gatos de Old Possum’s Book of Practical Cats, de T. S. Eliot.
– La mayor parte de los nombres de esos gatos proceden del libro de Eliot.
– ¿Esos gatos?
– Los nuevos gatos como Mungojerrie.
– ¿Nuevos gatos? -pregunté, esforzándome por seguirle.
– Prefieren esos nombres. No podría decirte por qué o cómo los han obtenido. Conozco a un tal Rum Tum Tugger, a un Rumpelteazer, Coricopat y Growltiger -contestó Roosevelt, en lugar de explicarme lo que había querido decir.
– ¿Prefieren? Lo dice como si ellos eligieran sus nombres.
– Más o menos -repuso Roosevelt.
– Todo esto es extraordinario -comenté, meneando la cabeza.
– Después de todos estos años de comunicación con los animales, a veces también lo considero extraordinario.
– Bobby Halloway cree que recibió demasiados golpes en la cabeza.
Roosevelt sonrió.
– No es el único. Aunque yo fui jugador de fútbol, ya sabes, y no boxeador ¿Y tu qué piensas, Chris? ¿Tengo medio cerebro de gelatina?
– No, señor -admití- Es usted la persona más perspicaz que he conocido.
– Por otro lado, la inteligencia y la poca coherencia no se excluyen mutuamente ¿Verdad?
– He conocido a demasiados académicos colegas de mis padres para discutírselo.
En la sala, Mungojerrie seguía observándonos, desde su silla, Orson no perdía de vista al gato, no con el típico antagonismo canino sino con considerable interés.
– ¿Te he contado alguna vez como me metí en esto de la comunicación con los animales? -quiso saber Roosevelt.
– No señor. Y yo nunca se lo he preguntado -señalar tal excentricidad me habría parecido tan descortés como mencionar un defecto físico, así es que siempre había fingido aceptar este aspecto de Roosevelt como si fuera algo natural.
– Bien -dijo-, hace unos nueve años tenía aquel perro tan grande, Sloopy, negro y tostado, sería la mitad de Orson. De raza indefinida, pero era especial.
Orson había desviado su atención del gato a Roosevelt.
– Sloopy tenía un carácter extraordinario. Era juguetón y de buen temperamento, no había nada malo en él. De pronto su carácter cambió. Se volvió introvertido, nervioso, hasta deprimido. Tenía ya diez años, no era un cachorro, así que lo llevé a hacerle una revisión y temí que iba a oír el peor de los diagnósticos. Sin embargo, el examen no reveló que padeciera ninguna enfermedad. Sloopy tenía un poco de artritis, algo que conoce muy bien un añoso ex defensa con rodillas de futbolista, aunque no la suficiente para inhibirle, y esto fue lo único que le encontraron. Y, sin embargo, semana tras semana se iba retrayendo.
Mungojerrie se había movido. Salto del brazo del sofá al respaldo y se aproximaba sigilosamente.
– Un día -continuó Roosevelt-, leí uno de esos relatos de interés humano en el periódico acerca de esa mujer de Los Angeles que decía que se comunicaba con las mascotas. Se llamaba Gloria Chan. Participaba en charlas televisivas, aconsejaba a personas que tenían problemas con sus animales y había escrito un libro. El tono sabiondo del periodista presentaba a Gloria como la típica loca de Hollywood. Es probable que la encasillara. Ya sabes que cuando acabó mi carrera de futbolista, hice algunas películas. Conocí a muchas celebridades, actores, estrellas del rock, comediantes. También productores y directores. Algunos eran tipos encantadores pero, con franqueza, muchos de ellos y muchas de las personas que les rondaban eran unos locos de mierda a los que nunca te hubieras acercado a menos que llevaras un arma escondida.
Tras recorrer el sofá, el gato bajó al brazo más próximo. Se encogió, los músculos tensos, la cabeza gacha e inclinada hacia delante, las orejas aplastadas contra el cráneo, como si estuviera dispuesto a hacer una carrera para cruzar los dos metros de distancia entre el sofá y la mesa.
Orson permanecía en alerta, concentrado en Mungojerrie, en Roosevelt y en las galletas prohibidas.
– Yo tenía negocios en Los Angeles -dijo Roosevelt-, así que me llevé conmigo a Sloopy. Cogimos el barco y cruzamos la costa. Entonces no tenía el Nostromo. Navegaba en un chris-craft Roamer de sesenta pies, muy suave. Lo dejé anclado en Marina del Rey, alquilé un automóvil porque esos asuntos iban a llevarme dos días. Había conseguido el número de Gloria a través de unos amigos del negocio del cine y ella accedió a recibirme. Vivía en Palisades y allí me dirigí con Sloopy a última hora de la mañana.
El gato, en el brazo del sofá, permanecía inmóvil, dispuesto a saltar. Tenía los músculos más tensos que antes. Una pequeña pantera gris.
Orson estaba rígido, tan inmóvil como el gato. Emitió un sonido fino, agudo, de ansiedad, y luego se quedó en silencio.
– Gloria era una chino-americana de cuarta generación. Pequeña, parecía una muñeca. Y hermosa, hermosa de verdad. Rasgos delicados, ojos enormes. Algo parecido a lo que un Miguel Ángel chino hubiera tallado en un luminoso jade. Te esperabas oír una voz infantil, en cambio era como la de Lauren Bacalclass="underline" una voz profunda de fumadora saliendo de aquella delicada mujer. A Sloopy le gusto al instante. Antes de darme cuenta, lo sentó en su regazo, cara a cara, le habló y lo acarició. Luego me dijo qué le pasaba.
Mungojerrie saltó del brazo del sofá y no fue al pequeño comedor sino al escritorio, y luego corrió desde el escritorio al asiento de la silla que yo había abandonado cuando me había cambiado de sitio para no perderlo de vista.
En ese instante Orson y yo sufrimos una crispación simultánea.
Mungojerrie se sentó con las patas traseras apoyadas en la silla, las delanteras en la mesa y se quedó mirando fijamente a mi perro.
Orson volvió a emitir ese sonido breve, fino y ansioso, y no apartó los ojos del gato.
Roosevelt, sin preocuparse del gato, siguió hablando.
– Gloria me dijo que Sloopy estaba deprimido principalmente porque yo ya no pasaba tanto tiempo con él. «Sales con Helen -dijo-, y Sloopy sabe que no gusta a Helen. Cree que vas a tener que elegir entre él y Helen, y sabe que la elegirás a ella.» Bueno, hijo, me quedé atónito al escuchar todo eso, porque era cierto que yo salía con una mujer llamada Helen aquí en Moonlight Bay, pero Gloria Chan no podía conocerla. Y yo estaba obsesionado con Helen, pasaba con ella la mayor parte de mi tiempo libre, y a ella no le gustaban los perros, lo que significaba que siempre dejaba solo a Sloopy. Yo creía que acabaría gustándole Sloopy, porque ni Hitler hubiera sido capaz de no sentir ternura por ese perrillo. Pero cuando esto salía a colación, Helen se volvía tan agria conmigo como cuando se le acercaba un perro, aunque yo esto todavía no lo sabía.
Mungojerrie, mirando fijamente a Orson, enseñó los dientes.
Orson se contrajo en la silla, como si temiera que el gato fuera a lanzarse hacia él.
– Luego Gloria me dijo otras cosas que preocupaban a Sloopy; una de ellas era la furgoneta Ford que había comprado. Su artritis no era grave. Pero el pobre perro no podía entrar y salir de la camioneta con tanta facilidad como lo hacía en el coche y temía romperse un hueso.