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Cuando la luz de color sangre en el borde de las persianas se transformó en púrpura, la mano de mi padre apretó la mía.

Lo miré y vi que tenía los ojos abiertos. Entonces quise decirle todo lo que guardaba en mi corazón.

– Lo sé -murmuro.

Como era incapaz de callarme lo que no era necesario decir, mi padre reunió una fuerza inesperada y me apretó la mano de tal manera que yo dejé de hablar.

– Recuerda… -dijo en medio de mi trémulo silencio.

Apenas pude oírle. Me incliné sobre la cama y acerqué la oreja a sus labios.

Con una determinación que sonaba a la vez a ira y desafió me dio, con voz débil, su último consejo.

– No tengas miedo, Chris. No tengas miedo.

Luego se fue. El trazo luminoso del electrocardiógrafo dio un salto, después otro y marcó una línea plana.

Las únicas luces que se movían eran las llamas de las velas, que danzaban en las mechas negras.

Me fue imposible desligarme inmediatamente de su mano muerta. Besé su frente y su rugosa mejilla.

Ninguna luz pasaba a través del borde de las persianas. El mundo se había precipitado en la oscuridad que me acogía a mí.

Se abrió la puerta. También ahora habían apagado los paneles fluorescentes más próximos a la habitación y la única luz que se filtraba en el corredor procedía de las otras habitaciones.

El doctor Cleveland entró en la habitación y se acercó con expresión grave a los pies de la cama.

Lo seguía Angela Ferryman con los pasos rápidos de un aguzanieves, con la mano de afilados nudillos apoyada en el pecho. Tenía los hombros encorvados, su postura defensiva, como si la muerte de su paciente fuera para ella un quebranto físico.

El aparato de EKG junto a la cama estaba equipado con un dispositivo de telemetría que enviaba los latidos del corazón de mi padre a un monitor en las dependencias de enfermería abajo en el vestíbulo. De es te modo se habían enterado del momento en que se había ido.

No vinieron con jeringas llenas de epinefrina o con un desfribilador portátil que le sacudiera el corazón para que volviera a funcionar. Tal como mi padre deseaba, no se tomaron medidas radicales.

Los rasgos del doctor Cleveland no estaban hechos para ocasiones solemnes. Se parecía a un imberbe Santa Claus con ojos festivos y rotundas mejillas rosadas. Intentó una expresión de dolor y simpatía, pero únicamente consiguió parecer confundido.

Sin embargo sus sentimientos eran evidentes en el tono de su voz.

– ¿Estás bien, Chris?

– Aguanto.

4

Desde la habitación del hospital telefoneé a Sandy Kirk a la Funeraria Kirk, con el que mi padre había dispuesto las cosas semanas antes. De acuerdo con sus deseos, iba a ser incinerado.

Llegaron dos auxiliares, unos jóvenes con el pelo corto y un esbozo de bigote, y se llevaron el cuerpo a la sala frigorífica situada en el sótano.

Me preguntaron si quería esperar abajo hasta que llegaran los de pompas fúnebres. Les dije que no.

Aquello no era mi padre, sólo era su cuerpo. Mi padre se había ido a otra parte.

No quise levantar la sábana para ver el rostro amarillento de mi padre. No era así como quería recordarlo.

Los auxiliares trasladaron el cuerpo a una camilla. Parecían conocer bien su trabajo, que debían de practicar con frecuencia, y mientras lo hacían me lanzaban miradas furtivas, como si se sintieran culpables de lo que estaban haciendo.

Es posible que los que transportan a los muertos nunca se encuentren cómodos con su trabajo. Sería muy tranquilizador creerlo, que cosas como la incomodidad significaran que la gente no es tan indiferente a la muerte de los demás como a veces lo parece.

Lo más probable es que esos dos fueran simplemente unos curiosos que me miraban a hurtadillas. Después de todo, yo soy el único ciudadano de Moonlight Bay que ha sido protagonista en primera plana de un artículo de la revista Time.

Soy el único que vive por la noche y rehúye la luz del sol. ¡Un vampiro! ¡Un profanador de tumbas! ¡Un loco y asqueroso pervertido!

Para ser exactos, la inmensa mayoría lo comprenden y me aprecian. Una minoría venenosa, sin embargo, son unos chismosos que creen todo lo que oyen acerca de mí y que adornan todos los chismes con la probidad satisfecha de los espectadores de un juicio a las brujas de Salem.

Si aquellos dos jóvenes eran de este último tipo, debieron de sentirse chasqueados al ver que yo parecía tan normal. No vieron un rostro con la palidez de la tumba. Ni unos ojos inyectados en sangre. Ni unos colmillos largos. Ni siquiera tenía un bocadillo de arañas y gusanos. Qué decepción.

Las ruedas de la camilla crujieron cuando los auxiliares salieron con el cuerpo. Una vez cerrada la puerta, seguí oyendo cómo se alejaba el chirrido- chirrido-chirrido.

Solo en la habitación, a la luz de las velas, saque el maletín de mi padre del armarito. Sólo contenía las ropas que había llevado cuando entró por última vez en el hospital.

En la repisa de la mesilla de noche estaba su reloj, la cartera y cuatro libros de bolsillo. Los metí en la maleta.

Me puse en el bolsillo el encendedor de butano y dejé allí las velas. No deseaba volver a oler a árbol de la cera nunca más. Ese aroma tenía ahora unas connotaciones intolerables para mí.

Reuní las pocas pertenencias de mi padre con tal rapidez que me admiró mi autocontrol.

Lo cierto es que su pérdida me había dejado atontado. Apagué las velas apretando las llamas entre el pulgar y el dedo índice y no sentí el calor o el olor de la cera chamuscada.

Cuando salí al corredor con la maleta, una enfermera apagó los paneles fluorescentes del techo. Caminé directamente hacia las escaleras que antes había subido.

No podía utilizar los ascensores porque las luces que tenían en el techo no se podían apagar independientemente de sus mecanismos de elevación. Durante el breve descenso desde la tercera planta, la loción contra el sol sería suficiente protección, sin embargo, no estaba preparado para correr el riesgo de quedarme atascado entre dos plantas durante un largo espacio de tiempo.

Sin acordarme de ponerme las gafas, baje rápidamente las escaleras iluminadas por una luz mortecina y, ante mi sorpresa, no me detuve en la planta baja. Llevado por una sensación compulsiva que no comprendí inmediatamente, continué bajando a mayor velocidad que antes, con la maleta golpeándome la pierna, hasta que llegue al sótano, a donde habían llevado a mi padre.

El aturdimiento se transformo en un escalofrío. Moviéndose en espiral hacia fuera desde aquel temblor helado, me atravesaron una serie de estremecimientos.

De repente me dominó la seguridad de que había sido despojado del cuerpo de mi padre sin cumplir un encargo solemne, aunque en ese momento era incapaz de recordar qué era lo que debía hacer.

Mi corazón latía con tanta fuerza que podía oírlo como el toque de tambor de un cortejo funerario que se fuera aproximando, pero a paso ligero. Mi garganta entumecida quedó medio cerrada y conseguí tragar la repentina afluencia de saliva haciendo un esfuerzo.

Al fondo de la escalera había una puerta de acero bajo el signo rojo de salida de emergencia. Un poco confundido me detuve y dudé con una mano en la barra de apertura.

Entonces recordé la obligación que había estado a punto de olvidar. Mi padre, romántico hasta el final, había querido que lo incineraran con su fotografía preferida de mi madre, y me había encargado que me asegurara que la llevaba con él al depósito. La fotografía estaba dentro de la cartera. Y la cartera dentro a su vez de la maleta que yo llevaba.

Abrí la puerta con decisión y entré en un corredor del sótano. Las paredes estaban pintadas de un blanco brillante. Desde los difusores parabólicos plateados del techo, torrentes de luz fluorescente se esparcían por el corredor.

Debería de haberme detenido, no atravesar aquella puerta o, al menos, debería de haber buscado el interruptor de la luz. Pero en lugar de hacerlo, me lancé precipitadamente hacia delante, la pesada puerta se cerró con un suspiro a mis espaldas, mantuve gacha la cabeza y estimé que la crema antisolar y la visera de la gorra eran suficientes para protegerme la cara.

Me metí la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta. Quedó expuesta a la luz la mano derecha que agarraba el asa de la maleta.

Aquella cantidad de luz bombardeándome durante el trayecto de un centenar de pasos por el corredor no sería suficiente, en si misma, para disparar un torrente de canceres de piel o tumores en los ojos. Era plenamente consciente, sin embargo, que el daño que iba a sufrir el ADN en las células de mi piel era acumulativo porque mi cuerpo no podía repararlo. Un minuto exacto de exposición diaria durante dos meses tendría el mismo efecto catastrófico que una hora seguida abrasándome en una sesión suicida a merced del sol.

Mis padres me habían inculcado, desde la infancia, que las consecuencias de un solo acto irresponsable, por insignificante o hasta mínimo que pudiera parecer, traería consigo aquellos horrores inevitables como consecuencia de la lógica irresponsabilidad.

Aunque caminaba con la cabeza inclinada y la visera de la gorra bloqueaba la visión directa de los paneles fluorescentes, no tenía protección contra la claridad que se reflejaba de las paredes blancas. Debería de haberme puesto las gafas de sol, pero estaba tan solo a unos segundos del final del pasillo.

El pavimento de vinilo jaspeado en gris y rojo parecía carne cruda de varios días. Me sobrevino un ligero mareo, provocado por la pésima forma de las baldosas y por el terrible fulgor.

Dejé atrás el almacén y las salas de máquinas.

Tuve la impresión de que el sótano estaba desierto.

La puerta del corredor en uno de los extremos se transformó en la puerta del próximo final. Entré en un pequeño garaje subterráneo.