Entretenerme con esa imagen etérea de mí mismo inmediatamente después de haber cometido un asesinato, no dice mucho a mi favor. En mí defensa solo puedo decir que al reconstruir esos acontecimientos como una gran aventura, conmigo en el papel de protagonista, estaba intentando desesperadamente apartar mis miedos y, más desesperadamente todavía, evitar el recuerdo del disparo. Y también necesitaba suprimir las horribles imágenes del cuerpo ardiendo que mi activa imaginación generaba como una serie sin fin de apariciones fantasmales saltando de las negras paredes de una atracción.
El vacilante esfuerzo por dar un aspecto romántico al suceso solo duró hasta que llegué a la avenida contigua al Gran Teatro, a media manzana de Ocean Avenue, donde una lámpara de seguridad llena de mugre hacía que la niebla pareciera contaminación. Allí dirigí la bici, la deje rodar por el pavimento, me acerque al Dumpster y vomité lo poco que no había digerido de la cena de media noche con Bobby Halloway.
Había asesinado a un hombre.
Indudablemente la víctima se merecía morir. Y mas pronto o más tarde, con una u otra excusa, Lewis Stevenson me hubiera matado, sin tener en consideración la voluntad de sus colegas de conspiración de garantizarme una dispensa especial, había actuado en defensa propia, podría argumentarse. Y para salvar la vida a Orson.
Pero había matado a un ser humano, y aun en aquellas circunstancias, no se alteraba la esencia moral del acto. Sus ojos vacíos, muertos, me obsesionaban. La boca, abierta en un grito silencioso, los dientes ensangrentados. La memoria trae fácilmente las visiones; sonidos, sabores, sensaciones táctiles son más difíciles de evocar; es virtualmente imposible experimentar un olor tan sólo deseando recordarlo. Y sin embargo antes había recordado la fragancia del champú de mi madre, y ahora el olor metálico de la sangre fresca de Stevenson persistía de tal manera que me obligó a quedarme en Dumpster como si estuviera en la barandilla de un barco en movimiento.
De hecho no sólo me afectaba haberlo matado, sino también haber destruido el cadáver y toda evidencia con diligencia y eficacia. Al parecer tenía talento para la vida criminal. Sentí como si algo de aquella oscuridad en la que había vivido durante veintiocho años se hubiera deslizado en mi interior y se hubiera colado en una cámara hasta entonces desconocida de mi corazón.
Purificado pero sin sentirme mejor por ello, subí de nuevo a la bicicleta y atravesé con Orson una serie de desvíos hasta la gasolinera Caldecott, en la esquina de San Rafael Avenue y Palm Street. El servicio estación estaba cerrado. La única luz en el interior procedía de un reloj de pared con un neón azul de las oficinas, y la única luz en el exterior era la de la máquina expendedora de bebidas.
Compré una lata de Pepsi para sacarme el gusto amargo de la boca. Abrí el grifo del agua que había en la zona para hinchar ruedas y esperé mientras Orson bebía del chorro.
– Qué perro más feliz debes ser con un amo tan atento -dije-. Siempre pensando si tienes sed, hambre o si estás limpio. Siempre dispuesto a matar a cualquiera que levante un dedo contra ti.
La mirada inquisitiva que me devolvió fue desconcertante aun en la penumbra. Luego me lamió la mano.
– Gratitud y reconocimiento -dije.
Volvió a beber más agua, acabó y se sacudió el morro chorreante.
– ¿De dónde te sacó mamá? -pregunté mientras cerraba el grifo.
Me volvió a mirar a los ojos.
– ¿Qué secreto guardaba mi madre?
Su mirada era firme. Conocía las respuestas a mis preguntas. Pero no iba a hablar allí mismo.
27
Me parece que Dios holgazanea por los alrededores de la iglesia de St. Bernadette, tocando la guitarra con una banda de ángeles o jugando al ajedrez mental. Está en una dimensión que no podemos ver, sacando copias para nuevos universos en los cuales problemas como el odio, la ignorancia, el cáncer y el pie de atleta serán eliminados en el plan previo. Vuela por encima de los bancos de la iglesia de roble barnizado, como en una piscina llena de nubes de incienso y sencillas plegarias en lugar de agua. Tropieza silenciosamente con las columnas y las esquinas del techo de la catedral mientras medita ensoñaciones y espera a los parroquianos que necesitan acercarse a Él con problemas que resolver.
Aquella noche tuve el presentimiento de que Dios se mantenía a distancia de la rectoría contigua a la iglesia. Tuve una sensación de grima cuando pasé por delante pedaleando en la bicicleta. La casa de piedra de dos plantas -como la de la iglesia- era de estilo normando francés con algunas modificaciones, las suficientes para acomodarla al suave clima de California. Las tejas superpuestas de pizarra negra del tejado en vertiente, con la humedad de la niebla, eran tan gruesas como la armadura de escamas del ceño de un dragón, y más allá de los inexpresivos ojos negros del cristal de las ventanas -incluyendo un óculo a cada lado de la puerta principal- se levantaba un reino sin alma. La rectoría nunca me había parecido un lugar prohibido, pero ahora la contemplaba con desasosiego debido a la escena que había presenciado entre Jesse Pinn y el padre Tom en el sótano de la iglesia.
Pasé por delante de la rectoría y de la iglesia y entré en el cementerio, bajo los robles y las tumbas. Noah Joseph James, que había fallecido a los noventa y seis años, seguía tan silencioso como cuando lo había saludado antes; aparqué la bicicleta contra su lápida.
Saqué el teléfono móvil del cinturón e inserté la clave que me comunicaba directamente con la cabina de la emisora KBAY. Escuché cuatro llamadas antes de que Sasha respondiera, aunque en la cabina no debió sonar ningún timbre. Sasha vio la llamada por la luz azul intermitente de la pared que tenía enfrente cuando estaba ante el micrófono. La contestó apretando el botón de espera y mientras lo hacía, escuché su programa a través de la línea telefónica.
Orson empezó a husmear buscando ardillas.
Formas nebulosas flotaban como espíritus entre las tumbas.
Oí a Sasha introducir un par de cuñas «donut» de veinte segundos; no son anuncios comerciales de donuts, sino anuncios con el principio y el final grabado que dejan un espacio en el centro para temas de actualidad. Siguió con unos comentarios sobre Elton John, y luego emitió «Japanese Hands». Evidentemente el festival de Chris Isaak ya había acabado.
– He puesto varias grabaciones, tienes algo más de cinco minutos, encanto -dijo levantando el auricular.
– ¿Cómo sabías que era yo?
– Sólo unas cuantas personas tienen este número, y la mayoría están durmiendo a estas horas. Además, cuando se trata de ti, tengo una gran intuición. En cuanto vi la luz del teléfono, sentí un hormigueo en mis partes bajas.
– ¿Tus partes bajas?
– Mis partes bajas femeninas. Estoy impaciente por verte, Snowman.
– Veo que empezamos bien. Oye, ¿quién más está trabajando contigo esta noche?
– Doogie Sassman -era el ingeniero de producción que operaba en la emisora.
– ¿Están los dos solos? -me inquieté.
– ¿De pronto te has vuelto celoso? Qué maravilla. Pero no tienes que preocuparte. No alcanzo el nivel de Doogie.
Cuando Doogie no estaba acomodado en la silla de mandos del panel de control de audio, se pasaba casi todo el tiempo encima de una Harley-Davidson. Medía unos dos metros y pesaba ciento treinta kilos. Sus abundantes e indomables cabellos rubios y la barba ondulada eran tan brillantes y sedosos que tenías que resistir el impulso de acariciarlos y el colorido tatuaje que virtualmente le cubría cada pulgada de los brazos y el torso se lo había hecho durante sus años universitarios. Sin embargo, Sasha no bromeaba del todo cuando me dijo que no alcanzaba los niveles de Doogie. Con el sexo opuesto, tenía más atractivo que Pooh con el décimo poder. Lo conocía desde hacía seis años y las cuatro mujeres con las que había mantenido relaciones podían haber asistido a los premios de la Academia en téjanos, camisa de franela y sin maquillaje y brillar más que cualquier estrella deslumbrante en la ceremonia. Bobby dice siempre que Doogie Sassman ha vendido su alma al diablo, que es el amo secreto del universo, que posee los genitales con las proporciones más sorprendentes de la historia del planeta y que produce unas hormonas sexuales que tienen mas poder que la gravedad de la Tierra.
Me alegre de que Doogie estuviera trabajando esa noche, porque no tenía duda alguna de que era mucho más fuerte que cualquiera de los otros ingenieros de la KBAY.
– Creía que había alguien mas aparte de ustedes dos -dije.
Sasha sabía que no estaba celoso de Doogie, y captó el tono de preocupación en mi voz.
– Ya sabes que aquí las cosas se han ajustado mucho desde que cerró Fort Wyvern y que hemos perdido la audiencia de los militares por la noche. Apenas nos da dinero para salir al aire aun con un exiguo personal ¿Que pasa, Chris?
– ¿Has cerrado con llave las puertas de la emisora?
– Sí. Al final de la noche los y las disc jockeys se reúnen a mirar Llamada en la noche para animarse.
– Aunque salgas después del amanecer, prométeme que 0 Doogie u otro te acompañará hasta el Explorer.
– ¿Quien se ha escapado… Drácula?
– Prométemelo.
– Chris, ¿que demonios…?
– Te lo contare luego. Prométemelo -insistí.
Suspiró.
– Está bien. Pero ¿tienes algún problema? ¿Estas…?
– Estoy bien, Sasha. De verdad. No te preocupes. Prométemelo.