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El Otro parecía querer comunicarse desesperadamente. Me sorprendió que aquella soledad, angustia y anhelo que expresaba su voz me emocionara. No me lo estaba imaginando. Era tan real como las tablas que tenía bajo los pies, el montón de cajas a mi espalda y los acelerados latidos de mi corazón.

Cuando el Otro y el cura hicieron un silencio, no fui capaz de asomarme por la esquina. Sospechaba que fuera cual fuera el aspecto del visitante del cura, no podría pasar por un mono de verdad, a diferencia de los miembros del grupo original que nos habían molestado, a Orson y a mí, cuando los encontramos en la punta sur de la bahía. Y si tenían algún parecido con los rhesus, las diferencias serían mayores y seguramente más numerosas que el maléfico color amarillo de los ojos de los otros monos.

Me dio miedo lo que pudiera encontrar, y mi temor no tenía nada que ver con el posible horror de este Otro resultado del laboratorio. El nudo de emoción que sentía en el pecho me impedía casi respirar y a duras penas podía tragar saliva. Lo que temía era mirar de frente a aquella entidad y ver en sus ojos mi propio aislamiento, mis ansias de normalidad, lo que había estado negando durante veintiocho años con el éxito suficiente como para ser feliz con mi destino. Pero mi felicidad, como todo lo demás, es frágil. Había captado un terrible anhelo en la voz de esa criatura, semejante al agudo anhelo a cuyo alrededor había ido formando durante años una concha de indiferencia y de muda resignación. Temí que al encontrarme con los ojos del Otro, la resonancia entre ambos hiciera estallar la concha y me dejara en una situación vulnerable.

Estaba temblando.

Esta es la razón por la que no puedo, no me atrevo, a expresar mi pena, mi dolor cuando la vida me hiere o se lleva de mi lado a alguien a quien quiero. El dolor conduce con demasiada facilidad al desespero. Y en este fértil campo, puede brotar y prosperar la autocompasión. Yo no puedo dejarme arrastrar por la autocompasión, porque si enumerara y me regodeara en mis limitaciones, caería en un agujero tan profundo que jamás podría salir de él. Tengo que ser un poco hijo de puta para sobrevivir, tengo que ir con una coraza sin grietas alrededor del corazón, al menos en lo que se refiere al dolor por los muertos. Soy capaz de expresar amor por la vida, abrazar a mis amigos sin reservas, entregar mi corazón sin preocuparme que vayan a abusar de el. Pero el día en que murió mi padre, tuve que burlarme de la muerte, del crematorio, de la vida, de todas las malditas cosas, porque no podía arriesgarme -no quise arriesgarme- a descender del dolor al desespero, a la autocompasión y, finalmente, al foso de rabia, soledad y odio hacia mí mismo, porque hubiera sido horrible. No puedo amar a los muertos. No importa lo desesperadamente que desee recordarlos y llevarlos en mi corazón, tengo que dejarlos ir, y rápidamente. Tengo que arrancarlos de mi corazón mientras aun están calientes en su lecho de muerte. Y también tengo que burlarme de mí mismo como asesino porque si pensara demasiado en lo que realmente significa haber asesinado a un hombre, aunque fuera un monstruo como Lewis Stevenson, tendría que preguntarme si soy en realidad el monstruo que aquellos pequeños y detestables mierdas de mi infancia aseguraban que era la lombriz nocturna, el niño vampiro, Chris el repugnante. No debo pensar demasiado en la muerte, en la de aquellos que quiero y en la de aquellos que desprecio. No debo pensar demasiado en que me he quedado solo. No debo pensar en lo que no puedo cambiar. Al igual que todos nosotros en esta confusión entre el nacimiento y la muerte no puedo introducir grandes cambios en el mundo, solo pequeños cambios para mejorar, espero, la vida de aquellos que amo. Lo cual significa que para vivir no debo preocuparme de lo que soy sino de lo que puedo transformar, no del pasado sino del futuro, no tanto de mi mismo sino del alegre círculo de amigos que me proporcionan la única luz en la que soy capaz de florecer.

Temblaba al pensar en la posibilidad de doblar la esquina y enfrentarme al Otro, en cuyos ojos podía ver demasiado de mi mismo. Apretaba la Glock como si en lugar de un arma fuera un talismán, como si fuera un crucifijo con el que podría defenderme de todo lo que pudiera destruirme y me obligué a actuar. Me incline hacia la derecha, gire la cabeza, y no vi a nadie.

El pasillo situado en el lado sur del ático era mas amplio que el del lado este, quizá tendría unos dos metros y medio; en el suelo de madera, doblado contra las guardacabias, había un colchón pequeño y un lío de mantas. La iluminación procedía de una lámpara de mesa con pantalla cónica colocada en un receptáculo GFI montado sobre un puntal de la guardacabia. Junto al colchón había un termómetro, una bandeja con fruta pelada y pan con mantequilla, una jarra con agua, potes con medícamentos y alcohol, los útiles para hacer vendajes, una toalla doblada y un paño húmedo manchado de sangre.

El cura y su invitado parecían haberse desvanecido como por encanto.

Aunque me había quedado inmovilizado por el impacto que me había producido la voz desesperada del Otro, no estuve en el extremo de la fila de cajas mas de un minuto, probablemente medio minuto, después que la criatura se quedara en silencio Y ni el padre Tom ni su visitante se veían en el pasillo que tenía delante.

Silencio absoluto. No escuché ni el sonido de unos pasos. Ni ningún crujido, chasquido o palpitación de la madera que fuera diferente a los ruidos típicos de asiento.

Busque entre las cabrias hacia el centro del espacio, convencido por el extraño presentimiento de que los desaparecidos habían aprendido el truco de la inteligente araña, habían fabricado finísimas telarañas y se habían acurrucado formando gruesas bolas en las sombras que se extendían sobre mi cabeza.

Mientras me quedara junto a la pared de cajas, a mi derecha, tenía suficiente espacio para permanecer derecho. Elevándose de las guardacabias, a la izquierda, las cabrias muy inclinadas distaban seis u ocho pulgadas de mi cabeza. No obstante, cambie de posición y avance agachado a la defensiva.

La lámpara no propagaba una luz peligrosa y la pantalla cónica alejaba la luz, así que me acerqué al colchón para mirar de cerca lo que había allí. Con la punta del zapato, removí el montón de mantas, aunque no estaba seguro de lo que esperaba encontrar debajo porque lo que encontré fue un montón de nada.

No me preocupaba que el padre Tom bajara las escaleras y descubriera a Orson. Por un lado, no creía que hubiera acabado su trabajo en el ático. Además, mi experimentado chucho tendría la astucia callejera de ponerse a cubierto y esconderse hasta que escapar fuera más factible.

Pero si el cura bajaba, también podía plegar la escalera y cerrar la trampilla. Podía forzarla desde arriba y abrir la escalera, aunque casi con tanto ruido como hicieron Satán y sus conspiradores cuando los echaron del cielo.

En lugar de seguir ese corredor hasta la siguiente entrada al laberinto y arriesgarme a topar con el cura y el Otro en el camino que debían de haber tomado, di la vuelta y retrocedí por donde había venido, diciéndome que era conveniente tener los pies ligeros. Las tablas del suelo de madera tenían algunos huecos, y estaban ajustadas en lugar de clavadas a las vigas del suelo, así que fui virtualmente silencioso aun con las prisas.

Cuando di la vuelta al extremo de la hilera de cajas, el padre Tom emergió con un ruido sordo de las sombras donde yo había estado hacia uno o dos minutos. No iba vestido para decir misa ni para irse a la cama, sino que llevaba un chándal gris, sudado, como si hubiera estado haciendo ejercicios gimnásticos.

– ¡Tu! -exclamo amargamente cuando me reconoció, como si no fuera Christopher Snow sino el diablo Baal y hubiera salido del pentáculo de tiza de un conjuro, sin pedir primero permiso o sin poseer un pase exculpatorio.

El cura dulce, jovial, de buen carácter que yo había conocido estaba pasando unas vacaciones en Palm Springs y le había dejado las llaves de su parroquia a su diablo gemelo. Me pegó en el pecho con el extremo romo de un bate de béisbol, lo bastante fuerte como para hacerme daño.

Como hasta un xepero está sometido a las leyes de la física, el golpe me impulsó hacia atrás, tropecé con las guardacabias y me golpeé la parte de atrás de la cabeza con una cabria. No vi las estrellas, ni siquiera a un actor de gran carácter como M. Emmet Walsh o a Rip Torn, y si no hubiera sido por el amortiguador de mis tupidos cabellos a lo James Dean, me habría dejado fuera de combate.

Mientras me volvía a golpear con el extremo romo del bate de béisbol, el padre Tom gritaba.

– ¡Tú! ¡Tú!.

Desde luego era yo, nunca había dicho que fuera otro, así que no sabía por qué estaba tan furioso.

– ¡Tú! -exclamó con un nuevo ataque de ira.

Esta vez me atestó un golpe en el estomago con el endemoniado bate que me dobló, pero que hubiera sido peor si yo no lo hubiera visto venir. Justo antes de que me largara el golpe, encogí el estomago y apreté los músculos abdominales, y como acababa de vomitar los restos de los tacos de pollo de Bobby, la única consecuencia fue una ardiente punzada de dolor, desde la ingle hasta el esternón. Hubiera sido de risa si hubiera llevado la armadura del uniforme de superhéroe debajo de la ropa de calle.

Le apunté con la Glock y la agité con gesto amenazador, pero él o era un hombre de Dios sin ningún temor a la muerte, o le faltaba un tormillo. Sujetando el bate con ambas manos para poder dar con más fuerza, lo dirigió salvajemente contra mi estómago, pero yo me hice a un lado y esquivé el golpe, aunque desgraciadamente me despeiné con el borde afilado de una cabria.