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Tan satisfecho con el movimiento del rabo de Orson como él con mi perorata sobre la escultura, consulté el reloj de pulsera. Faltaban menos de dos horas para el amanecer. Tenía que ir a dos lugares antes de que el sol me obligara a ocultarme. El primero era Fort Wyvern.

Desde el parque a Palm Street y Grace Drive en el cuadrante sureste de Moonlight Bay, el viaje a Fort Wyvern dura menos de diez minutos en bicicleta, a un paso que no canse a tu compañero canino. Conozco un atajo a través de una alcantarilla que discurre por debajo de la Autopista 1. Más allá de la alcantarilla, se abre un canal de drenaje de cemento de tres metros de ancho, que continúa por debajo de los terrenos de la base militar después de ser biseccionado por la reja de eslabones, coronada con afilado alambre, que define el perímetro de la propiedad.

A lo largo de la reja -y a través de los terrenos de Fort Wyvern- grandes señales pintadas en negro y blanco advierten que los intrusos serán perseguidos según las leyes federales y que la sentencia mínima a los convictos no es menor de un año. Siempre he desdeñado estas amenazas, en gran parte porque sabiendo mi condición, ningún juez me sentenciaría a prisión por esta infracción menor. Y puedo afrontar los diez mil dólares de la multa.

Una noche, hace dieciocho meses, poco después de que Wyvern fuera cerrado oficialmente, utilicé un cortador para romper la cadena que descendía hasta el canal de drenaje. La oportunidad de explorar el vasto reino era demasiado excitante para resistirse.

Si mi excitación te parece extraña -considerando que no era un muchacho aventurero sino un hombre de veintiséis años-, entonces probablemente eres alguien que no puede coger un avión hasta Londres si lo desea, navegar hasta Puerto Vallarta por capricho o tomar el Orient Express de París a Estambul. Probablemente tienes carnet de conducir y coche. Y no te pasas toda la vida dentro de los límites de una ciudad de doce mil habitantes, y paseas por ella sin cesar por la noche hasta que conoces cada uno de sus caminos apartados tan íntimamente como conoces tu dormitorio, y no precisamente como lo hace un loco por nuevos lugares y nuevas experiencias. Así que basta de rollos.

Fort Wyvern, que debe su nombre al general Harrison Blair Wyvern, un héroe muy condecorado de la Primera Guerra Mundial, fue creado en 1939 como campo de adiestramiento y de servicios de apoyo. Tiene una superficie de 54 hectáreas, lo cual la convierte en una base militar de mediana extensión en el estado de California.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en Fort Wyvern se estableció una escuela de carros de combate, para dar instrucción sobre manejo y mantenimiento de los vehículos pesados en los campos de batalla de Europa y en el teatro asiático. Otras escuelas bajo la férula de Wyvern proporcionaban una educación de primera clase en demoliciones y neutralización de bombas, en sabotaje, artillería de campaña, servicio médico de campaña, policía militar y criptografía, así como instrucción básica a miles de hombres de infantería. Dentro de sus límites, había un campo de tiro de artillería, una enorme red de búnkeres que servían como deposito de munición, un campo de vuelo y más edificios dentro de los límites de la ciudad de Moonlight Bay.

En el punto culminante de la Guerra Fría, el personal en activo asignado a Fort Wyvern era, oficialmente, de 36.400 personas. Contaba además, con 12.904 subordinados y el personal civil relacionado con la base superaba las cuatro mil personas. El presupuesto militar superaba los setecientos millones de dólares anuales y el gasto por contratos superaba los ciento cincuenta millones de dólares por año.

Cuando Wyvern se clausuró por recomendación de la Comisión de Cierre y Redespliegue de Defensa, el ruido del dinero que chupaba de la economía del condado fue tan sonoro que los comerciantes locales no podían dormir por su culpa y sus bebes lloraban por la noche, temerosos de quedarse sin la cuota de reserva para el colegio cuando tuvieran que necesitarla. La KBAY, que casi perdió un tercio de su audiencia en el condado y casi la mitad de sus oyentes nocturnos, se vio forzada a recortar el equipo directivo, y esta era la razón por la cual Sasha era pinchadiscos pasada la media noche y directora general y por que Doogie Sassman trabajaba ocho horas extra por semana con un salario regular y nunca flexionaba sus tatuados bíceps para protestar.

En los terrenos de Fort Wyvern se llevaban a cabo proyectos de alta seguridad por concesionarios militares cuyos empleados eran obligados a mantener el secreto y que sufrían, de por vida, el riesgo de ser acusados de traición por darle a la lengua. Según un rumor, debido a su historial de centro de instrucción militar y de educación, Wyvern fue elegido para albergar un importante centro de investigación biológica y para ello se construyó un complejo subterráneo independiente y biológicamente seguro.

Debido a los acontecimientos de las últimas doce horas, confiaba que bajo aquellos rumores hubiera algo más que un atisbo de verdad, aunque nunca he visto ni la más mínima prueba de la existencia de la fortaleza.

La base abandonada ofrece un espectáculo tan prometedor que te sorprende, te sobrecoge, y te hace reflexionar sobre el grado de locura del hombre, igual que si estuvieras en un laboratorio de guerra criobiológica. Imagino Fort Wyvern, en su estado actual, como un parque temático, dividido en varios territorios como Disneylandia, con la diferencia de que sólo un amo, con su fiel perro, es admitido cada vez.

La Ciudad Muerta es uno de mis lugares favoritos.

La llamo Ciudad Muerta, y no con el nombre con el que se la llamaba cuando prosperaba Fort Wyvern. Alberga más de trescientas viviendas unifamiliares y bungalows dúplex en los que habitaba el personal casado en activo y sus empleados si elegían quedarse en la base. Desde un punto de vista arquitectónico, estas modestas estructuras tienen poco que admirar: cada una es exactamente igual a la otra. Tienen las comodidades mínimas para la mayoría de las familias jóvenes que las ocuparon, solo un par de años cada una, después de las décadas de las guerras. Pero a pesar de su uniformidad, son casas agradables, y cuando te paseas por sus habitaciones vacías, puedes sentir que se vivía bien en ellas, se hacia el amor, se reía y los amigos se reunían.

Las calles de la Ciudad Muerta exhibían un aspecto militar, con montones de polvo contra los bordillos y plantas rodadoras secas esperando el viento. Después de la estación de las lluvias, la hierba se vuelve de color marrón y permanece así durante la mayor parte del año. Los arbustos están marchitos y muchos árboles, muertos, con sus ramas sin hojas mas negras que el cielo negro en el que parecen clavarse Los ratones se han adueñado de las casas y las aves construyen sus nidos en los dinteles de las puertas, pintando los porches con sus deyecciones.

Uno esperaba que las estructuras se mantendrían para necesidades futuras o bien serían demolidas, pero no había dinero para ninguna de las dos soluciones. Los materiales y los accesorios de los edificios valían menos que el coste de salvarlos, así que no se pudo negociar ningún contrato para disponer de ellos. Con el paso del tiempo se han deteriorado, como las ciudades fantasma de la época de la fiebre del oro.

Cuando paseas por la Ciudad Muerta te sientes como si todo el mundo hubiera desaparecido o muerto a causa de una plaga y estuvieras solo en la faz de la tierra. O que te has vuelto loco y solo existes en una espantosa fantasía, rodeado de gente que no quiere verte. O que te has muerto y te has ido al infierno, donde tu condena particular consiste en el aislamiento eterno. Cuando ves uno o dos coyotes merodeando por las casas, los flancos inclinados, sus largos dientes y sus ojos ardientes, te parecen demonios y que el Hades esta más cerca de lo que uno cree. Si tu padre era profesor de poesía, sin embargo, y tú estás bendecido o maldito con una mente con un circo de trescientas pistas, puedes imaginarte infinitos escenarios para describir el lugar.

Esta noche del mes de marzo, atravesé con la bicicleta un par de calles de la Ciudad Muerta, pero no me detuve para visitarla. La niebla no había alcanzado esta isla lejana y el aire seco era más calido que la húmeda bruma que se extendía por la costa. Aunque la luna estaba en su plenitud, las estrellas brillaban y era una noche ideal para contemplar el espectáculo. Para explorar a conciencia el parque temático en que se ha convertido Wyvern necesitas, sin embargo, una semana entera.

No era consciente de que me vigilaran. Después de lo que me había enterado en las últimas horas, sabía que me debieron controlar al menos de vez en cuando durante mis visitas anteriores.

Junto a los márgenes de la Ciudad Muerta había muchos barracones y otros edificios. Una antigua comisaría, una barbería, un comercio de lavado en seco, una floristería, una panadería, un banco los rótulos pelados y llenos de polvo. Un centro de asistencia diurna. Los mocosos de los militares en edad escolar asistían a clase en Moonlight Bay, pero aquí hay un jardín de infancia y una escuela elemental. En la biblioteca de la base, los estantes llenos de telarañas estaban desnudos de libros a excepción de una copia de El guardián entre el centeno. Clínicas dentales y médicas. Un cine con nada en la marquesina excepto una palabra enigmática: quien. Una bolera. Una piscina olímpica seca cuarteada y llena de detritos. Un centro de fitness. Hileras de establos, que ya no albergan caballos, las puertas abiertas moviéndose con desagradable coro de roces y crujidos cuando sopla el viento. El campo de soft ball esta lleno de malas hierbas y la carcasa podrida de un puma que yace allí hace más de un año en la jaula del bateador es, por fin, solo un esqueleto.