Sin embargo, si Sandy Kirk miraba por el espejo retrovisor al salir del garaje, podía descubrirme. Entonces tendría que enfrentarme con él y con el auxiliar.
El motor de la camioneta se puso en marcha.
Mientras Sandy y el otro metían la camilla en la parte trasera del coche fúnebre, me deslice fuera del vehículo. Se me cayó la gorra. La agarré y sin echar una mirada a la parte trasera del vehículo supere corriendo oblicuamente los dos metros y medio que me separaban de la cámara frigorífica.
Una vez en el interior de la fría habitación, me enderece y me oculté detrás de la puerta, apretando bien la espalda contra la pared de cementó.
En el garaje nadie dio un grito de alarma. Era evidente que no me habían visto.
Entonces me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración y la deje salir con un largo siseo entre los dientes apretados. Me lagrimeaban los ojos, sometidos al estimulo de la luz. Los sequé con el dorso de las manos.
Había dos paredes ocupadas por hileras de cajones de acero inoxidable en donde el aire era todavía mas frío que en la habitación cuya temperatura era lo bastante baja para hacerme temblar. A un lado había dos sillas de madera sin cojines. El pavimento era de baldosas blanco porcelana con lechadas en las junturas para facilitar la limpieza si la bolsa de un cadáver goteaba.
De nuevo había en el techo tubos fluorescentes, demasiados, así es que me hundí hasta las cejas la gorra Instrucción Secreta. Me sorprendió que las gafas de sol que guardaba en el bolsillo de la camisa no se hubieran roto. Me protegí los ojos.
Un porcentaje de radiación ultravioleta penetra a través de la pantalla antisolar de cota mas elevada. Había soportado más exposición a la luz directa durante la última hora que durante todo el año anterior. Como el ruido de los cascos de un terrible caballo negro, los peligros de una exposición acumulativa retumbaron en mi cabeza.
Al otro lado de la puerta abierta, el motor de la camioneta se puso a rugir. El rugido descendió suavemente, se convirtió en un gruñido y el gruñido en un murmullo mortecino.
El Cadillac de la funeraria siguió a la camioneta en la noche. La gran puerta del garaje se abatió y se cerró con un bufido compacto que retumbo a través del reino subterráneo del hospital, e inmediatamente después, el eco desplegó un silencio trémulo más allá de las paredes de cemento.
Permanecí en tensión, con los puños cerrados.
Aunque seguramente todavía estaba en el garaje, el auxiliar no hacía ruido. Me lo imaginé enderezando la cabeza con curiosidad y mirando la maleta de mi padre.
Un minuto antes estaba seguro de que podría vencer a ese hombre. Pero ahora mi confianza decreció. Físicamente estábamos equilibrados, sin embargo podía tener una crueldad de la que yo carecía.
No le oí aproximarse. Estaba al otro lado de la puerta abierta, a unos centímetros de donde yo me encontraba y sólo me enteré de su presencia porque la suela de goma de sus zapatos rechinó en las baldosas de porcelana cuando cruzó el umbral.
Si seguía hasta el interior, el enfrentamiento era inevitable. Yo tenía los nervios tan tensos como los muelles de un mecanismo de relojería.
Tras una indecisión desconcertante, el auxiliar apago las luces. Cerró la puerta de golpe cuando salió de la habitación.
Le oí meter la llave en la cerradura. El cerrojo de seguridad se introdujo en su lugar con un sonido similar al que hace el martillo de un revolver de gran calibre cuando se dispara con la recámara vacía.
Supuse que ningún cadáver ocupaba los helados cajones del depósito. El ritmo de defunciones en el Mercy Hospital -en la tranquila Moonlight Bay- no es tan frenético como en las grandes instituciones de las ciudades llenas de violencia.
Aunque todas aquellas literas de acero inoxidable hubieran estado llenas de cadáveres, su compañía no me hubiera puesto nervioso. Un día estaré tan muerto como cualquier residente del cementerio, sin duda antes que cualquier otro hombre de mi edad. La muerte es tan sólo el compadre de mi futuro.
Tenía un temor reverencial a la luz, y ahora la perfecta oscuridad de aquella habitación sin ventanas era, para mí, como el agua reparadora a un hombre muriendo de sed. Durante un minuto o poco más saboreé la absoluta negrura que me bañaba la piel, los ojos.
Reacio a moverme, seguí detrás de la puerta, con la espalda contra la pared, esperando quizá que el auxiliar volviera en cualquier momento.
Por fin me saque las gafas de sol y las deslice en el interior del bolsillo de la camisa.
En medio de la oscuridad, mi cabeza giraba vertiginosamente al ritmo de mis especulaciones.
El cuerpo de mi padre iba en la camioneta blanca y se dirigía a un destino que ignoraba. Bajo la custodia de unas personas cuyos actos me resultaban incomprensibles.
Me era imposible imaginar una razón lógica del extraño intercambio de cadáveres, excepto que la causa de la muerte de mi padre no fuera tan clara como un cáncer. Y si los restos de mi pobre padre podían incriminar a alguien, ¿por qué los culpables no permitían que el horno crematorio de Sandy Kirk destruyera la evidencia?
Al parecer necesitaban su cuerpo.
¿Por qué?
Noté un sudor frío en el interior de mis puños cerrados y la humedad que me bañaba la nuca.
Cuanto más pensaba en la escena que había presenciado en el garaje, menos cómodo me sentía en aquella oscura estación de la muerte. Aquellos acontecimientos tan extraños habían removido antiguos temores en mi interior, de tal manera que me era imposible discernirlos mientras pululaban y se movían en círculo en la oscuridad.
En lugar de mi padre iban a incinerar a un autoestopista asesinado. Pero ¿por que habían matado a un inofensivo vagabundo? Sandy hubiera podido llenar la urna de bronce con cenizas de madera y yo no hubiera dudado que eran humanas. Además, era muy poco probable que yo pidiera que abrieran la urna sellada una vez me la entregaran, y mas improbable todavía que sometiera su contenido a un análisis de laboratorio para determinar su composición y su origen.
Mis pensamientos se confundían en una apretada trama, imposible de deshacer.
Vacilante, saqué el encendedor del bolsillo. Dudé un momento, aguzando el oído por si escuchaba algún sonido furtivo al otro lado de la puerta cerrada y entonces encendí la llama.
No me hubiera sorprendido ver un cadáver de alabastro levantarse en silencio desde su sarcófago de acero, quedarse ante mí, grasienta confrontación con la muerte, brillando a la suave luz del mechero de gas, los ojos abiertos pero ciegos, la boca abierta para comunicar un secreto aunque sin producir siquiera un murmullo. No había ningún cadáver enfrente, pero serpientes de luz y sombra se escapaban de la temblorosa llama y se arremolinaban en los paneles de acero, produciendo la ilusión de movimiento en los cajones, de tal manera que los receptáculos parecían moverse hacia fuera.
Al volverme hacia la puerta descubrí que para evitar que nadie se quedara encerrado accidentalmente en la cámara frigorífico, el candado podía abrirse desde el interior. A este lado no se necesitaba llave, el cerrojo se corría con un simple giro del pulgar.
Saque el gancho del candado con el mayor sigilo que me fue posible. La perilla de la puerta crujió suavemente.
Al parecer el silencioso garaje estaba desierto, pero yo seguí alerta. Podía haber alguien detrás de una de las columnas de soporte, de la ambulancia o de la camioneta de reparto.
Al mirar de soslayo hacia la lluvia seca de luz fluorescente, observé con desaliento que la maleta de mi padre había desaparecido. Debió de llevársela el auxiliar.
No quería atravesar el sótano del hospital para llegar hasta las escaleras por las que había bajado. El riesgo de encontrarme a uno o a ambos auxiliares era demasiado grande.
Hasta que no abrieran la maleta y examinaran el contenido, no podrían saber quién era el propietario. Pero cuando encontraran la cartera de mi padre con su DNI, sabrían que yo había estado allí y se preguntarían qué habría visto u oído.
Había sido asesinado un autostopista no porque conociera sus actividades, ni porque los pudiera incriminar, sino solo porque necesitaban un cuerpo para incinerar por razones que a mí todavía se me escapaban. Con los que supusieran una verdadera amenaza para ellos, serían aun más desalmados.
Presioné el botón que abría la puerta abatible. El motor zumbó, la cadena dio una repentina sacudida al tensarse y la gran puerta dividida en segmentos ascendió con un tremendo chasquido. Nervioso, eché un vistazo al garaje, esperando ver irrumpir desde su escondite a un agresor y abalanzarse sobre mí.
Cuando la puerta estuvo abierta a medias, volví a presionar un segundo botón y la detuve, después presioné un tercero. Mientras descendía, me deslicé por debajo de ella y salí a la noche.
Los altos faroles derramaban una luz cobriza y fría de un amarillo opaco sobre la calzada que hacía pendiente desde el garaje subterráneo. Al final de la calzada, el aparcamiento estaba iluminado por esta luz tétrica, que era como el brillo frígido de la antecámara de las inmediaciones de un infierno en el que el castigo consistiera en una eternidad de hielo en lugar de fuego.
Cuando me era posible avanzaba por las zonas ajardinadas, a la sombra nocturna de alcanfores y pinos.
Crucé apresuradamente una calle estrecha y entré en un barrio residencial de pintorescas casitas españolas. En una callejuela sin farolas, las ventanas de la parte trasera de las casas estaban iluminadas, y tras ellas había habitaciones en las que vidas extrañas, llenas de infinitas posibilidades y dichosa mediocridad, eran vividas a mis espaldas y casi más allá de mi comprensión.
Con frecuencia me siento ingrávido en la noche, y esta era una de aquellas ocasiones. Corrí tan silencioso como un ave nocturna deslizándose en las sombras.