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– Debe de haber una manera de distraerlos -sugirió Sasha.

– No pueden entrar en la casa sin romper un cristal -dijo Bobby-. Los oiremos.

– ¿Por encima de este alboroto y de la lluvia? -preguntó ella.

– Los oiremos.

– Creo que no deberíamos desplegarnos en distintas habitaciones a menos que estemos absolutamente seguros -dije-. Son lo bastante inteligentes para saber aquello de divide y vencerás.

Lancé otra ojeada a la ventana próxima a la mesa, pero no había monos en ese sector del porche y sólo la lluvia y el viento se movían en las oscuras dunas bajo la lluvia.

Tras la ventana del fregadero, uno de los monos había conseguido volverse. Daba alaridos mientras apretaba su culo desnudo y pelado contra el cristal.

– ¿Y qué pasó cuando entraste en la rectoría? -preguntó Bobby.

Con la sensación de que el tiempo corría a contrarreloj, resumí los acontecimientos del ático, de Wyvern y la casa de Manuel Ramírez.

– Manuel es una basura -declaro Bobby, moviendo la cabeza con tristeza.

– ¡Uf! -exclamó Sasha, pero no hizo ningún comentario sobre Manuel.

En la ventana, el mono macho se puso a orinar copiosamente sobre el cristal.

– Bueno, esto es nuevo -observo Bobby.

En el porche, tras las ventanas del fregadero, otros monos empezaron a brincar en el aire como semillas de maíz en una sartén de aceite hirviendo. Gritaban, resoplaban, parecía que había multitud de ellos, aunque seguramente sería la media docena apareciendo y desapareciendo repetidamente.

Acabé la cerveza.

Permanecer sereno era cada vez más difícil. Quizá requería más energía y concentración de la que yo poseía.

– Orson -dije-, no sería mala idea que hicieras una ronda por la casa.

Lo entendió y se dirigió inmediatamente a hacer la ronda.

– Sin heroicidades. Si ves algo que no te gusta, da la vuelta y vuelve corriendo aquí -le dije antes de que saliera de la cocina.

Desapareció de mi vista.

Inmediatamente me arrepentí de haberlo enviado, aun sabiendo que era lo correcto.

El primer mono había vaciado la vejiga y ahora el segundo se había vuelto de cara a la cocina y empezó mear. Otros correteaban por la baranda exterior y se balanceaban en las cabrias del tejado del porche.

Bobby estaba sentado frente a la ventana contigua a la mesa. Igual que yo consideraba sospechosa la calma con la que había transcurrido parte de la noche.

La tormenta de rayos ya había pasado, pero las descargas de truenos todavía cruzaban el mar. Los cañonazos excitaban a la tropa.

– He oído que la nueva película de Brad Pitt es estupenda -dijo Bobby.

– No la hemos visto.

– Siempre espero a que salga en vídeo -le recordé.

Alguien intentó abrir la puerta trasera del porche. El pomo se movía de un lado a otro, pero el cerrojo estaba corrido.

Los dos monos de la ventana del fregadero saltaron al suelo. Dos más salieron del porche para relevarlos y empezaron a orinar en el cristal.

– No voy a limpiarlo -dijo Bobby.

– Ni yo -declaró Sasha.

– Quizás expresan de esta manera su agresividad y enfado, y luego se marchan -dije yo.

Bobby y Sasha debieron de haber estudiado expresión sarcástica en la misma escuela.

– O quizá no -reconsideré.

Una piedra del tamaño de una cereza se estrello en una ventana y los monos que estaban asomados saltaron para escapar de la línea de fuego Otras piedrecitas siguieron a las primeras, como una lluvia de granizo.

No tiraban piedras contra las ventanas más próximas.

Bobby cogió la pistola del suelo y se la puso en el regazo.

Cuando la andanada de piedras llegó a su punto álgido, de repente acabó.

Los furiosos monos empezaron a chillar con más fuerza. Sus gritos eran cada vez más espantosos, escalofriantes, con un efecto que parecía sobrenatural, se introducían en la noche con una energía tan demoníaca que hasta la lluvia empezó a golpear con más fuerza la casa. El sonido despiadado de los truenos quebró la cáscara de la noche y de nuevo las puntas brillantes de los relámpagos rasgaron la carne del cielo.

Una piedra, mayor que las anteriores, resonó en una de las ventanas del fregadero: snap. Siguió otra aproximadamente del mismo tamaño, chocó con más fuerza que la primera.

Por suerte sus manos eran demasiado pequeñas para sostener y manipular pistolas o revólveres. Y el peso del cuerpo, relativamente bajo, les hubiera hecho caer de cabeza por el efecto de retroceso. Aquellas criaturas eran lo bastante inteligentes para comprender el funcionamiento de un arma, pero al menos la horda de genios de los laboratorios de Wyvern no había elegido gorilas para trabajar. Aunque si se les hubiera ocurrido, no hubieran dudado en buscar fondos para la empresa y no sólo hubieran obtenido gorilas capaces de sostener un arma de fuego sino que les hubieran instruido en los detalles del diseño de armas nucleares.

Otras dos piedras fueron a parar contra el blanco del cristal de la ventana.

Me acordé del teléfono móvil que llevaba en el cinturón. Tenía que haber alguien al que podía llamar para pedir ayuda. Ni la policía, ni el FBI. Si respondía la primera, los amistosos oficiales de las fuerzas armadas de Moonlight Bay es probable que cubrieran a los monos. Y si podíamos ponernos en contacto con las oficinas más próximas del FBI y lográbamos parecer más creíbles que todas las llamadas relatando abducciones de platillos volantes, estaríamos hablando con el enemigo. Manuel Ramírez me dijo que la decisión de permitir que esta pesadilla siguiera su curso se había tomado en «niveles muy altos», y yo le creía.

A causa de la cesión de responsabilidades sancionada por muchas generaciones anteriores, hemos confiado nuestra vida y nuestro futuro a profesionales y expertos que nos convencen de que no tenemos la suficiente inteligencia y juicio para tomar decisiones de importancia sobre el control de la sociedad. Y esta es la consecuencia de nuestra estupidez e indolencia. Apocalipsis con primates.

Una piedra de mayores dimensiones choco contra la ventana El paño se rajó pero no se hizo añicos.

Cogí los dos cargadores de 9 milímetros que había dejado en la mesa y me los metí en los bolsillos de los téjanos. Sasha deslizó una mano debajo de la servilleta de papel que ocultaba la Chiefs Special.

La imité y puse una mano sobre la Glock.

Nos miramos. Vi una nube de temor en sus ojos, y con toda seguridad ella observó las mismas corrientes oscuras en los míos.

Intenté sonreír con confianza, pero sentí como si mi rostro se quebrara como yeso endurecido.

– Todo saldrá bien. Una pinchadiscos, un rebelde surfista y el hombre elefante, el equipo perfecto para salvar el mundo.

– Si es posible -dijo Bobby-, no desperdiciemos munición con los dos primeros que entren. Dejemos entrar a algunos más. Retrasémoslo cuanto podamos. Hay que dejarlos que se sientan seguros. Lamerles el culo. Luego, déjenme ser el primer en abrir fuego, para enseñarles respeto. No tengo siquiera que apuntar con el arma.

– De acuerdo, general Bob -dije.

Dos, tres, cuatro piedras -casi tan grandes como huesos de melocotón- chocaron contra las ventanas. Se quebró el segundo paño y se abrió una nueva fisura, como la ramificación de un relámpago.

Experimenté un nuevo ordenamiento fisiológico que hubiera hecho las delicias de cualquier médico: agitaciones en el estómago, que había subido hasta el pecho, con una insistente presión en la base de la garganta, mientras los latidos del corazón habían caído en el espacio que anteriormente ocupaba el estómago.

Una media docena de piedras de tamaño más considerable chocaron contra las dos grandes ventanas y los paños se rompieron hacia dentro. Con un sonido irritante, una lluvia de cristales cayó en el fregadero de acero, en los mostradores de granito y en el suelo. Algunos fragmentos llegaron hasta el pequeño comedor y yo cerré los ojos un instante cuando algunos fragmentos afilados cayeron encima de la mesa y se esparcieron por las porciones de pizza sobrante.

Cuando abrí los ojos un instante después, dos monos aullando, del mismo tamaño que el descrito por Angela Ferryman, estaban de nuevo en la ventana. Desconfiando de los cristales rotos y de nosotros, el par de monos saltó al interior, al mostrador de granito. El viento se agitó a su alrededor y les levantó el pelo enmarañado por la lluvia.

Uno de ellos miró hacia el armario de las escobas, donde Bobby guardaba el arma. No nos habían visto aproximarnos al armario y no podían ver el arma del 12 que se balanceaba en las rodillas de Bobby, debajo de la mesa.

Bobby los miró, pero estaba más interesado en la ventana que tenía frente a él, al otro lado de la mesa.

Las dos criaturas, encorvadas y ágiles, se movieron por el mostrador alejándose del fregadero. Bajo la débil luz de la cocina, sus malevolentes ojos amarillos eran tan brillantes como las llamas que saltaban en los extremos de la mecha de las velas.

El intruso de la izquierda encontró la tostadora y la tiró al suelo violentamente. Salieron chispas del enchufe de la pared.

Recordé el relato de Angela del rhesus bombardeándola con manzanas con tal fuerza que le partieron el labio. Bobby tenía la cocina despejada pero si esas bestias abrían la puerta de los armarios y empezaban a lanzarnos vasos y platos, podían herirnos de gravedad aunque nosotros disfrutáramos de la ventaja de las armas de fuego. Un plato lanzado como si fuera un frisbee que te alcance en el puente de la nariz puede ser casi tan efectivo como una bala.

Otras dos criaturas de ojos horrendos saltaron del suelo del porche al alféizar de la ventana rota. Nos enseñaron los dientes y silbaron.