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La servilleta de papel que ocultaba el arma de Sasha temblaba visiblemente, y no por la corriente de aire que entraba por la ventana.

A pesar de los gritos, silbidos y parloteos de los intrusos, y a pesar de las ráfagas del viento de marzo que entraban por las ventanas rotas, los truenos y la lluvia, creí oír cantar a Bobby entre dientes. Hacia caso omiso de los monos que estaban en un extremo de la cocina y su mirada se concentraba en la ventana que permanecía intacta, frente a él y, mientras, movía los labios.

Envalentonadas quizá por nuestra falta de respuesta, o creyéndonos inmovilizados por el miedo, aquellas dos criaturas que estaban junto a las ventanas rotas se fueron animando cada vez más y saltaron al interior, se alejaron en dirección opuesta por el mostrador y formaron pareja con los dos intrusos anteriores.

O Bobby había empezado a cantar en voz alta o el terror me había deformado el oído, porque de pronto reconocí la canción «Daydream Behever» Una antigua melodía pop, la primera que grabaron los Monkees, es decir, «los monos».

Sasha también la debió oír porque dijo.

– Un recuerdo del pasado.

Otros dos miembros del grupo se encaramaron por la ventana del fregadero y saltaron al alféizar, con fuego del infierno en los ojos, lanzando contra nosotros su odio de simios.

Los cuatro que ya estaban en la habitación incrementaron sus chillidos, saltaron arriba y abajo de los mostradores, agitando los puños en el aire, enseñando los dientes y escupiéndonos.

Eran inteligentes, aunque no lo bastante. La rabia les ofuscaba por completo el juicio.

– Destruirlos -dijo Bobby.

«Allá vamos», pensé.

En lugar de echar la silla hacia atrás para dejar espacio libre entre él y la mesa, se dio la vuelta con ella, se levanto con agilidad y alzo el arma como si hubiera recibido instrucción militar y lecciones de ballet. Del orificio broto una llama y el primer disparo ensordecedor cogió a los dos últimos monos en las ventanas, lanzándolos al porche, como si fueran juguetes de trapo, y la segunda ronda abatió a los del mostrador, a la izquierda del fregadero.

Mis oídos resonaron como si estuviera en el interior de la campana de una catedral en plena actividad, y aunque el estruendo del disparo en el reducido espacio fue lo bastante fuerte como para desorientar a cualquiera, estuve de pie antes de que el arma del 12 volviera a disparar por segunda vez. Igual que Sasha, que se apartó de la mesa y descargó el arma hacia la restante pareja de intrusos justo cuando Bobby lo hacia contra el numero tres y el cuatro.

Tras los disparos en la cocina, la ventana más próxima explotó. Con la cascada de cristales entro un rhesus chillando aterrizo en el centro de la mesa, golpeo dos de las tres velas, apago una de ellas al sacudirse la lluvia del pelo y lanzó al suelo una bandeja con pizza.

Levante la Glock, pero el ultimo en llegar se abalanzo hacia la espalda de Sasha. Si disparaba, la bala atravesaría a aquella cosa y probablemente también mataría a Sasha.

Mientras yo apartaba una silla de una patada y rodeaba la mesa, Sasha empezó a gritar porque el mono intentaba arrancarle mechones del cabello Dejó caer el arma para agarrar a ciegas al mono que tenía en la espalda, quien dio una dentellada en el aire, sin alcanzarle las manos. El cuerpo de Sasha se inclino de espaldas a la mesa y su asaltante intento echarle la cabeza hacia atrás, para que su cuello quedara expuesto.

Deje la Glock en la mesa y agarre a la criatura por detrás, poniendo mi mano derecha alrededor de su cuello y sujetando con la izquierda el pelo y la piel entre sus omoplatos Retorcí el pelo y la piel con tanta fuerza que la bestia chillo de dolor. Sin embargo, no soltó a Sasha, y cuando yo forcejeé para separarla de ella, intento arrancarle el cabello de raíz.

Bobby disparo un tercer tiro. Las paredes de la casa se movieron como si un terremoto las hubiera sacudido. Pensé que se había cargado a la última pareja de intrusos, pero entonces Bobby lanzó un juramento y pensé que llegaban más problemas.

Otra pareja de monos, que se distinguían más por sus ojos brillantes que bajo la luz de las dos velas que quedaban, saltaron de las ventanas del fregadero.

Bobby estaba recargando el arma.

En el otro extremo de la casa, se oyeron los fuertes ladridos de Orson. No sabía si venía hacia nosotros o si pedía ayuda.

Me oí maldecir con una viveza muy poco habitual en mí y gruñir con ferocidad animal mientras rodeaba con ambas manos el cuello del maldito rhesus. Apreté, apreté hasta que no tuvo otra elección que soltar a Sasha.

El mono sólo pesaba unos once kilos, la sexta parte de mi peso, pero era todo músculos y huesos y desbordaba odio. Gritando y escupiendo mientras luchaba para poder respirar, esta cosa intentó bajar la cabeza para morder las manos que le rodeaban la garganta. Se retorcía, pateaba, golpeaba y me resultaba difícil imaginar que una anguila como esa fuera tan difícil de dominar. Pero mi furia por lo que ese jodido había querido hacerle a Sasha era tan grande, que mis manos eran como el acero y, finalmente, sentí que su cuello se partía en dos. Luego fue una cosa fláccida, muerta, y la dejé caer al suelo.

Sentí náuseas, hice un esfuerzo para recuperar el aliento y cogí la Glock cuando Sasha, que también había recuperado su arma, avanzó hacia la ventana rota próxima a la mesa y abrió fuego contra la noche.

Mientras recargaba el arma, Bobby había perdido de vista a los dos últimos monos, a pesar de sus ojos brillantes, y había subido la luz. Luego volvió a bajarla para que no me molestara.

Unos de esos hijos de puta estaba en el mostrador junto a los fogones. Había sacado uno de los cuchillos más pequeños del soporte de la pared y antes de que pudiéramos abrir fuego, lo lanzó contra Bobby.

Ignoro si el grupo había aprendido artes militares o es que el mono era listo. El cuchillo voló por el aire y fue a clavarse en el hombro derecho de Bobby.

Dejó caer el arma.

Disparé dos veces al lanzador de cuchillos, que cayó muerto sobre los quemadores del fogón.

El mono que quedaba debió de haber oído el viejo dicho acerca de que la discreción es la mejor parte del valor, porque se metió el rabo entre las patas, saltó al fregadero y salió por la ventana. Hice dos disparos más, pero ambos fallaron.

Con sorprendente serenidad y ágil dedo, Sasha sacó una bala de la cartuchera y la deslizó en su arma, luego otra y otra hasta llenar la recámara, tiró el cargador al suelo y cerró el cilindro con un chasquido.

Me pregunté en qué escuela de radio daban cursos de tiro y habilidad a los pinchadiscos. De todas las personas en Moonlight Bay, Sasha era la única que parecía lo que aparentaba. Ahora sospeché que guardaba un par de secretos.

De nuevo comenzó a disparar a la noche. Ignoraba si tenía algún objetivo a la vista o si lanzaba disparos de aviso para desanimar a los que quedaban del grupo.

Volví a llenar el cargador de la Glock y me acerqué a Bobby mientras se arrancaba el cuchillo que tenía clavado en el hombro. La hoja había penetrado sólo uno o dos centímetros, pero la sangre le había manchado la camisa.

– ¿Duele? -le pregunté.

– ¡Demonios!

– ¿Puedes aguantar?

– ¡Era mi mejor camisa!

Se encontraba bien.

Los ladridos de Orson se seguían escuchando en la parte delantera de la casa, pero ahora intercalados con gemidos de terror.

Me metí la Glock en el cinturón, en la espalda, cogí el arma de Bobby, que estaba recién cargada, y corrí hacia los ladridos.

Las luces estaban encendidas en la sala de estar, pero rebajadas y las subí ligeramente.

Una de las grandes ventanas estaba rota. La fuerza del viento llevaba la lluvia hacia el tejado y dentro de la sala.

Cuatro monos brincaban en los respaldos de las sillas y en los brazos de los sofás. Cuando incrementé la luz, volvieron la cabeza hacia mí y silbaron.

Bobby había calculado que el grupo estaba compuesto de ocho a diez individuos, pero estaba claro que eran más. Yo ya había visto entre doce y catorce y a pesar del hecho de que estaban medio enloquecidos de rabia y odio, no creí que fueran tan imprudentes -o estúpidos- que sacrificaran a la mayoría de los miembros de su comunidad en un solo ataque.

Habían sido liberados hacía dos o tres años. El tiempo suficiente para procrear.

Orson estaba en el suelo, rodeado por este cuarteto de goblins, que ahora empezaron a gritarle. El perro giraba en círculo, intentando no perder de vista a ninguno.

Uno de ellos estaba a una distancia y un ángulo que no me preocupó que una bala hiriera al perro. Sin dudarlo un segundo, disparé a la criatura que estaba en línea de fuego y como resultado las tripas del mono iban a hacer que a Bobby le costara cinco mil billetes volver a decorar la habitación.

Los otros tres intrusos empezaron a saltar de un mueble a otro, dirigiéndose a las ventanas. Abatí a otro, pero el tercer disparo sólo acertó a una pared forrada de madera de teca y aquello le iba a costar a Bobby otros cinco de los grandes.

Dejé el arma de Bobby y tras coger otra vez la Glock, perseguí a los dos monos que saltaban a través de la ventana rota al porche de la parte delantera de la casa, y ya estaba casi con los pies en el aire cuando alguien me sujetó por detrás. Un brazo musculoso me rodeó el cuello dejándome casi sin aire para respirar y una mano me quitó la Glock. Lo siguiente que supe fue que estaba con los pies en el aire y que me habían levantado y me estaban sacudiendo como si fuera un niño. Caí sobre la mesa de café que se rompió con mi peso.

Tendido sobre lo que antes había sido la mesa, alcé la vista y vi a Carl Scorso inclinándose sobre mí, aún más gigantesco de lo que ya era. La cabeza calva. El pendiente. Aunque había subido las luces, la habitación estaba lo bastante en penumbra para que pudiera ver el brillo animal en sus ojos.