Выбрать главу

Rebus se colocó detrás de Macrae y el jefe hizo sonar el claxon al entrar en el camino privado del hotel. Siobhan optó por la ruta de Perth como más rápida, pero él decidió seguir el mismo recorrido que a la ida y luego tomar la M90. Aún estaba azul el cielo. Los veranos en Escocia eran una bendición, un premio después del largo invierno crepuscular. Bajó el volumen de la música y llamó al móvil de Siobhan.

– Manos libres, espero -dijo ella.

– No seas lista.

– De lo contrario, das mal ejemplo.

– Antes que nada: ¿qué te ha parecido el amigo de Londres?

– Yo, a diferencia de ti, no tengo esas manías.

– ¿Qué manías?

– Con la jerarquía… con los ingleses… con… -Hizo una pausa-. ¿Sigo?

– Oye, si no recuerdo mal, todavía soy tu superior.

– ¿Y bien?

– Que podría dar parte por insubordinación.

– ¿Para que los jefes se carcajearan?

Hubo un silencio más que elocuente. O ella empezaba a irse de la lengua con los años o él se hacía viejo. Las dos cosas probablemente.

– ¿Crees que podremos convencer a los cerebritos del laboratorio de que trabajen el sábado? -preguntó.

– Depende.

– ¿Qué me dices de Ray Duff? Una palabra tuya y seguro que accede.

– Y a cambio yo tendré que pasarme todo un día con él, rulando en ese coche viejo que apesta.

– Es un modelo clásico.

– Sí, no se cansa de decírmelo.

– Reconstruido a partir de cero.

Oyó su profundo suspiro.

– ¿Y los forenses? -añadió ella-. Todos tienen sus hobbies.

– ¿Se lo pedirás?

– Se lo pediré. ¿Sales de pubs esta noche?

– Tengo turno de noche.

– ¿El mismo día del funeral?

– Alguien tiene que hacerlo.

– Me apuesto algo a que insististe en hacerlo.

Rebus no contestó y le preguntó qué planes tenía ella.

– Descansar. Quiero tener la cabeza despejada para levantarme temprano para la marcha.

– ¿Qué servicio te ha tocado?

Siobhan se echó a reír.

– No tengo servicio, John… Voy porque quiero.

– Hostias.

– Tú también deberías venir.

– Sí, claro. Como si yo fuera imprescindible. Prefiero quedarme en casa para protestar.

– ¿De qué?

– Del puto Bob Geldof. -Oyó que se reía-. Porque si acuden tantos como él quiere, parecerá que ha sido cosa suya. Eso no lo aguanto, Siobhan. Piénsatelo antes de unirte a la causa.

– Voy a ir, John. Porque además tengo que estar con mis padres…

– ¿Tus padres…?

– Vienen de Londres, y no por lo que haya dicho Geldof.

– ¿Vienen a la marcha?

– Sí.

– ¿Me los presentarás?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque tú eres la clase de policía que temen que acabe siendo yo.

Se suponía que tenía que reírse, pero era una broma sólo a medias.

– Muy acertado -contestó.

– ¿Te has librado del jefe? -Un cambio de tema muy adecuado.

– Le dejé en ese aparcamiento con mayordomo.

– No te rías. En Gleneagles lo hay. ¿Tocó el claxon como despedida?

– ¿Tú qué crees?

– Sabía que lo haría. Este viaje le ha quitado años de encima.

– Y le ha escaqueado de la comisaría.

– Así todos salen ganando -Hizo una pausa-. Piensas que es tu gran oportunidad, ¿verdad?

– ¿A qué te refieres?

– A Cyril Colliar. La semana que viene no habrá quien te meta en cintura.

– No sabía que ocupara tan alto puesto en la escala de tu estima.

– John, te falta un año para la jubilación. Y sé que quieres dar el último envite a Cafferty.

– Por lo visto, además, soy transparente.

– Escucha, sólo quería…

– Lo sé; me conmueves.

– ¿Crees de verdad que Cafferty puede andar detrás de esto?

– Si no lo está él, irá a por quien lo esté. Escucha, si te pone nerviosa que conozca a tus padres… -¿quién cambiaba de tema ahora?-, mándame un mensaje de texto y tomamos una copa.

– De acuerdo, lo haré. Ya puedes subir el volumen del CD de Elbow.

– Ah, te has dado cuenta. Hasta luego.

Rebus cortó la comunicación y le dio al botón siguiendo el consejo de Siobhan.

Capítulo 2

Estaban montando las barreras. Los obreros las colocaban ya en el puente George IV y en Princes Street. De las obras en las calles y en los edificios en construcción habían retirado andamios y pasarelas para evitar que se desmontaran y sirvieran de proyectil. Habían sellado los buzones y reforzado las tiendas. Se había dado aviso a las instituciones financieras para que el personal no acudiera trajeado en prevención de ser identificado. Para ser viernes por la tarde, la ciudad estaba tranquila. Furgonetas de la policía patrullaban las calles del centro con protectores de tela metálica en el parabrisas y había más furgonetas discretamente aparcadas en las bocacalles, dentro de las cuales agentes con equipo antidisturbios bromeaban contándose historias de anteriores enfrentamientos. Algunos veteranos habían intervenido en la última ola de las huelgas mineras, y otros trataban de integrar en sus historias anécdotas de refriegas futbolísticas, manifestaciones contra los impuestos municipales o de protesta por la circunvalación de Newbury. Y se intercambiaban rumores sobre la previsible magnitud del contingente de anarquistas italianos.

– Génova los endureció.

– Como a nosotros nos gusta, ¿eh, chicos?

Bravatas, nervios y camaradería. Las conversaciones se interrumpían cada vez que crepitaban los transmisores.

En la estación de ferrocarril patrullaban policías con chaqueta amarilla reflectante. También allí levantaban barreras y bloqueaban los accesos, dejando sólo una vía de entrada y salida, y había agentes con cámaras para fotografiar a los pasajeros que llegaban en los trenes de Londres; habían dispuesto vagones especiales para los manifestantes para identificarlos mejor, aunque apenas era necesario porque desembarcaban cantando, con sus mochilas, y era fácil distinguirlos por las insignias, camisetas y muñequeras, las banderas que enarbolaban y la indumentaria: pantalones desgastados, chaquetas de camuflaje y botas de excursionismo. Los informes de Inteligencia señalaban que del sur de Inglaterra habían salido autobuses repletos; según los primeros cálculos, cincuenta mil personas, pero de acuerdo con los últimos, más de cien mil. Lo que, añadido a los turistas estivales, incrementaría sobremanera la población de Edimburgo.

Se había convocado una concentración en algún punto de la ciudad para anunciar el programa de actos alternativos al G-8, una semana de marchas y reuniones. Allí habría más policía. Y en caso necesario, agentes a caballo y un buen número con perros, cuatro de ellos en Waverley Station. El plan era sencillo: exhibición de fuerza. Que los alborotadores vieran a lo que se exponían. Viseras, porras y esposas; caballos, perros y furgonetas de patrulla.

La fuerza numérica. Las herramientas del oficio. La táctica.

En los primeros tiempos de la historia de Edimburgo, la población, presa fácil de invasiones, se refugiaba tras las murallas, y si el enemigo abría brecha en ellas se retiraba a las madrigueras del subsuelo del castillo y de High Street, dejando al invasor una ciudad vacía, una victoria huera. Era un recurso que los ciudadanos seguían repitiendo en el Festival de Agosto anual. Cuando la población aumentaba, los naturales se diluían en el entorno. El hecho explicaría también ese apego de Edimburgo por industrias incorpóreas como la banca y los seguros. Hasta no hace mucho se decía que St. Andrews Square era el lugar más rico de Europa por ser la sede central de grandes corporaciones. Pero la plusvalía del espacio, la construcción de nuevos edificios había desplazado la zona a Lothian Road y en dirección oeste hacia el aeropuerto. La sede del Royal Bank en Gogarburn era uno de ellos, recién terminado y considerado uno de los blancos de las protestas, así como los edificios de Standard Life y Scottish Widows. Circulando por las calles para matar el tiempo, Siobhan se dijo que Edimburgo iba a enfrentarse en los próximos días a una situación nueva en su historia.