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La adelantó un convoy de coches de policía haciendo sonar la sirena. Era evidente la sonrisa pueril de entusiasmo del conductor, encantado de tener Edimburgo por pista de carreras particular. Lo seguía un Nissan rojo chupando rueda y cargado de jovenzuelos. Siobhan le dio diez segundos y puso el intermitente para volver a incorporarse al tráfico. Iba camino de un campamento provisional en Niddrie, una de las zonas menos agradables de Edimburgo, donde se recomendaba a los participantes de la marcha plantar sus tiendas para que no lo hicieran en los jardines privados.

El ayuntamiento había designado una pradera contigua al centro Jack Kane. Esperaban unos diez mil campistas, tal vez quince mil, y habían instalado váteres portátiles, duchas, y de la seguridad del recinto se encargaba una firma privada; probablemente para disuadir a las pandillas locales y no por los manifestantes, pensó Siobhan. En el barrio se decía en broma que aquella semana se trapichearía en torno a los pubs no pocas tiendas y artículos de acampada. Siobhan había ofrecido el piso a sus padres. Lógico, pues ellos la habían ayudado a comprarlo. Dormirían en su cama y ella se las arreglaría en el sofá. Pero no había habido manera: ellos se empeñaron en viajar en autobús y acampar «con los demás». Estudiantes en la década de los sesenta, era una pareja que no había roto los vínculos con aquella época. Su padre, aunque cerca ya de los sesenta años -la generación de Rebus-, aún llevaba el pelo recogido atrás, en una especie de cola de caballo, y su madre solía ponerse un caftán de vez en cuando. Siobhan pensó en lo que le había dicho a Rebus: «Tú eres la clase de policía que temen que acabe siendo yo». La verdad era que, en parte, se había alistado en la policía más que nada porque sabía que a ellos no les iba a gustar. Después de todos los cuidados y el cariño que había recibido tenía que rebelarse; hacérselo pagar por las veces que por su profesión de maestros había cambiado de casa y de colegio. Hacérselo pagar por la sencilla razón de que podía. Cuando se lo dijo, por la cara que pusieron estuvo a punto de arrepentirse, pero habría sido muestra de debilidad. Ellos, claro, no se habían opuesto, aunque le dieron a entender que la profesión de policía tal vez no fuese lo más adecuado para «realizarse». Y eso fue lo que más la decidió a mantenerse en sus trece.

Se hizo policía. No en Londres, donde ellos vivían, sino en Escocia, un lugar que ella conocía únicamente por haber estudiado en la universidad. Un último ruego de sus padres: «Donde quieras menos en Glasgow».

Glasgow: con su imagen de hombres duros y puñaladas, su sectarismo. Sin embargo, a ella le parecía un lugar genial para ir de compras. Un sitio adonde iba a veces con sus amigas, en esas salidas de chicas solas que las llevaban a pasar allí la noche en algún hotel de diseño, degustando la vida nocturna, evitando los bares de entrada vigilada por gorilas, un protocolo convenido entre ella y Rebus cuando iban a tomar copas. Edimburgo, por el contrario, había resultado más peligroso de lo que sus padres habrían podido imaginar.

Eso no iba a decírselo, claro. Cuando les llamaba los domingos trataba de eludir las preguntas de su madre y era ella quien preguntaba. Se había ofrecido a esperarlos a la llegada del autobús, pero ellos tenían que montar la tienda. Detenida ante el semáforo, la imagen la hizo sonreír. Una pareja de casi sesenta años montando una tienda de campaña. Se habían prejubilado hacía un año y tenían una casa bastante grande en Forest Hill con la hipoteca pagada. Siempre le estaban diciendo si necesitaba dinero…

«Yo os pago un hotel», les había dicho ella por teléfono, pero le dijeron que ni hablar. Al arrancar en el semáforo pensó si no sería cosa de demencia senil.

Aparcó ante The Wisp, sin hacer caso de los conos naranja de tráfico, y puso el cartón de «policía de servicio» por dentro del parabrisas. Al oír su motor al ralentí, se acercó un vigilante de seguridad con chaqueta amarilla, que le hizo un gesto negativo con la cabeza señalando el cartón, cruzando su garganta con el dedo y señalando con la barbilla el bloque más cercano.

Siobhan quitó el cartón pero dejó allí el coche.

– Aquí hay pandillas -dijo el vigilante- y un letrero como ése es como un trapo rojo ante un toro -añadió metiendo las manos en los bolsillos-. ¿Qué le trae por aquí, agente?

Tenía el cráneo rapado, pero lucía una buena barba negra y cejas pobladas.

– Obligaciones sociales, en realidad -contestó Siobhan, enseñándole la tarjeta de policía-. Busco a un matrimonio llamado Clarke con quien tengo que hablar.

– Pues entre -dijo el vigilante cruzando la puerta de la valla.

El recinto era una especie de Gleneagles en miniatura. Había incluso algo parecido a una torre de observación y un vigilante cada diez metros aproximadamente a lo largo de la valla.

– Tenga, póngase esto -añadió su nuevo amigo, entregándole una muñequera- y pasará más inadvertida. Con ello mantenemos mejor vigilados a nuestros alegres campistas.

– Y que lo diga -dijo ella cogiendo la muñequera-. ¿Qué tal va todo de momento?

– A los jóvenes de la localidad no les hace mucha gracia. Por ahora se han contentado con acercarse -dijo, encogiéndose de hombros.

Caminaban por un paso de metal y tuvieron que apartarse para hacer sitio a una niña en patines a quien su madre observaba con las piernas cruzadas delante de la tienda de campaña.

– ¿Cuántos acampados hay? -preguntó Siobhan ante la dificultad de hacer un cálculo.

– Mil tal vez. Mañana habrá más.

– ¿No registran a los que entran?

– Ni apuntamos los nombres… Así que no sé cómo va a encontrar a sus amigos. Lo único que estamos autorizados a exigir es la cuota de acampada.

Siobhan miró a su alrededor. Tras el seco verano la tierra que pisaban era sólida. Más allá de los bloques y las casas se veían otras moles más antiguas: Holyrood Park y el Arthur's Seat. Sonaban canciones en voz baja y alguna guitarra y flautas de baratillo; niños riendo y un bebé llorando de hambre; aplausos y charlas, que cesaron de pronto al oírse por el megáfono a un hombre de voluminosa pelambrera a guisa de sombrero, con pantalones de patchwork a la altura de la rodilla y chancletas.

– En la tienda blanca grande se sirve arroz con verduras, a cuatro libras, por gentileza de la mezquita local. Sólo cuatro libras.

– A lo mejor los encuentra ahí -dijo el guía de Siobhan.

Ella le dio las gracias y el hombre regresó a su puesto.

La «tienda blanca grande» era un entoldado que debía de hacer la función de centro de reunión general. Otra persona anunciaba que un grupo se disponía a ir al pueblo a tomar una copa: el punto de reunión en cinco minutos junto a la bandera roja. Siobhan dejó atrás una fila de váteres portátiles, grifos y duchas. Únicamente le faltaba mirar en las tiendas. La cola para la comida era ordenada. Le ofrecieron una cuchara de plástico y nada más negar con la cabeza recordó que hacía un buen rato que no comía nada. Con el plato de plástico bien lleno, decidió dar una vuelta despacio por el campamento. Vio gente cocinando en hornillos, y un individuo la señaló con el dedo.

– ¿Se acuerda de mí de Glastonbury? -gritó.

Siobhan se limitó a negar con la cabeza. Y en ese momento vio a sus padres y sonrió. Estaban acampados a lo grande con una tienda espaciosa, roja, con ventanas y porche cubierto, mesa y sillas plegables y una botella de vino tinto con vasos de cristal. Se levantaron al verla y se dieron abrazos y besos, disculpándose ellos por no haber llevado más que dos sillas.