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– No estuvo mal la observación sobre los Belmonte.

– Fui sincero. ¿Qué clase de sujeto es ése?

– Marchenko no es un mal tipo. Es un idiota ceremonioso y me manda turistas en el verano.

– ¿Pariente del otro Marchenko?

– Hermano. Sabe que fui del GAP, aquí se sabe todo y, como vive con el culo a dos manos, trata de ser amistoso. Su hermano sigue en el ejército, ahora es coronel. Varias víctimas de las torturas lo han reconocido, pero es de los intocables.

– El precio de la democracia. Me cuesta creer que estoy en Chile. Nunca pensé en regresar frenado por el miedo a toparme con tipos de su calaña, de los que siempre supieron lo que pasaba, no movieron un dedo por impedirlo y se dedicaron a profitar a la sombra de los que hacían el trabajo sucio. Supongo que ahora es un paladín de la democracia, de los capaces de reconocer que hubo excesos. Nauseabundo el precio de la democracia.

– Así es. Pero es un precio relativo. No pasa un mes sin que algún oficial involucrado en torturas o desapariciones no sea acribillado a tiros en la calle. Algo sano queda todavía en el pais.

– Este país me interesa un carajo, Cano. Un carajo. No me has dicho adónde vamos.

– Al barco. Te voy a dejar al otro lado del estrecho. Considérate huésped del Perla del sur.

Cruzamos el estrecho con mar calma. El velero de Cano se deslizaba abriendo un delicado surco de espuma con el filo de la quilla. Además de Cano había otros dos tripulantes a bordo. Desde el castillo de mandos los vi manejar seguros el velamen. Eran hombres de pocas palabras, y de pronto envidié la vida de Carlos Cano. Lo sentí confiar en esos dos hombres y podía oler que ellos confiaban en su destreza de timonel. Juntos llegaban a donde querían ir. Alcanzaban los objetivos fijados, y son muy pocos los que pueden darse tal lujo.

La travesía duró cerca de tres horas. Atardecía cuando atracamos en el muelle de Puerto Nuevo, en Bahía Inútil. Cano dio la orden de que desembarcaran una motocicleta.

– Bueno, aquí estás, Belmonte. La moto tiene el estanquelleno. Ya sabes lo que tienes que hacer. Harás una hora de aquí a Tres Vistas. Allí saludas a Mansur de mi parte. El te indicará cómo llegar hasta la casa del alemán.

– Gracias, Cano. Cuando termine con esto volveré a Punta Arenas en el transbordador y te devolveré la moto. Hasta pronto.

– Buena suerte.

Eché a andar la motocicleta, una todo terreno de rugir poderoso. Estaba acomodándome el casco cuando oí a Cano gritar desde el velero.

– Belmonte, echa un vistazo en la caja de herramientas. Bajo el asiento.

Levanté el asiento. Entre varias llaves había una Browning calibre 765. Saludé a Cano alzando una mano.

– No es saludable ir desnudo por la vida -gritó desde la cubierta.

A los pocos minutos dejé atrás Puerto Nuevo. El camino aparecía tendido en la pampa como una flecha, y avancé al encuentro de la punta.

3 Tierra del Fuego: puesta de sol

Galinsky había hecho un largo camino hasta alcanzar la cumbre de la loma. Allí descansaba tirado boca abajo sobre la hierba, observando la casa del bajo.

De Berlín a Frankfurt, de ahí a Santiago, luego a Punta Arenas, para cruzar finalmente el estrecho. Y ahora estaba allí, a unos quinientos metros del objetivo. Abrió el macuto, sacó una tableta de chocolate y empezó a mascar lentamente. Luego tomó una botella de agua mineral, bebió unos sorbos y encendió un cigarrillo. Fumando pensó que todo se estaba dando más difícil de lo que creyera. Empezaban a intervenir los imponderables, los inevitables sucesos no previstos. Y como la única manera de enfrentarlos es conociéndolos, decidió hacer un recuento de la situación.

Pobre Moreira. Su idea inicial era reclutarlo, hacerlo actuar mientras él decidía desde la sombra. Un chileno tenía mejores chances de pasar inadvertido, pero lo encontró convertido en un histérico y en esa clase de sujetos en los que no se debe confiar. Al meterle el tiro entre los ojos supuso las dificultades que se le vendrían encima al tener que operar solo, sobre todo considerando que para dar con la identidad postiza de Hillermann se vería en la necesidad de interrogar a más de uno. No sabía a quién, pero tampoco era un secréto que la colonia alemana es numerosa en la Tierra del Fuego, y a veces los compatriotas se tornan comunicativos. Sin embargo los temores se disiparon al telefonear al Mayor desde Punta Arenas.

– Primera gestión O.K Pero de Hillermann nadie sabe nada. Nadie recibe correspondencia bajo ese nombre -dijo Galinsky.

– Es lógico. Nuestro coleccionista se llama Franz Stahl. Un nombre bastante original. ¿Te alegra saberlo?

– Me emociona. Gracias por el dato.

El Mayor seguía siendo un modelo de efectividad. Tendido sobre la hierba, Galinsky se dijo que no valía la pena preguntarse cómo había conseguido la información, pero luego pensó en cómo lo hubiera hecho él.

"Veamos los hechos: Ulrich Helm, pese a ser un inválido nos la jugó en todo sentido. Podría decirse que, sin que nos diéramos cuenta, dirigió su propio interrogatorio. Supo desviar las preguntas evitando quellegásemos a la más importante: la nueva identidad de Hillermann, pero en ningún momento ignoró que su formulación era una cuestión de tiempo. ¿Y qué hizo entonces? Se nos fugó dos veces. La primera vez simulando un infarto en plena calle y la segunda cortándose las venas en un hospital. Un hombre tan leal no abandona a un amigo en peligro sin ponerlo sobre aviso… Eso es: le escribió. De alguna manera sacó la carta del hospital. Todo lo demás fue cuestión de charlar con los médicos o las enfermeras."

Galinsky se frotó los brazos. Sentía deseos de levantarse, trotar un poco para que la sangre le devolviera el calor que empezaba a faltarle. Bostezó y enseguida se abofeteó la cara. Se dijo que tal vez no fue una buena idea hacer el viaje de Porvenir a Tres Vistas durante la noche.

En Porvenir, en la agencia donde alquiló el Land Rover todo terreno, le dijeron que no resultaría difícil llegar a Tres Vistas y que allí le informarían de cómo llegar a la parcela de su amigo Franz Stahl.

– Son unas cinco o seis horas. Con un bidón de gasolina de repuesto le alcanza para ir y volver -le indicó el agente.

Galinsky salió poco después de la medianoche. La luna llena le iluminó el solitario camino haciendo casi innecesarios los focos. Iba tenso y al mismo tiempo alegre. Sentía que su cuerpo se preparaba a recibir la serenidad indispensable que augura el éxito de las misiones.

El camino era difícil, sembrado de baches, y el panorama que la luminosidad lunar le ofrecía a los costados resultaba tan monótono como desolador: una extensión de manchas grises apenas interrumpida por los arbustos de calafate. Pero Galinsky no había viajado veinte mil kilómetros para disfrutar del paisaje fueguino. La conocida obsesión por entrar en acción le fue ganando todos los músculos y así, de pronto, se palpó la entrepierna comprobando la erección atormentante. Recordó haber leído alguna vez sobre las erecciones y hasta eyaculaciones involuntarias que sorprenden a los cazadores en el instante más tenso de la faena cuando toda la atención se centra en la presa y el ritmo respiratorio está determinado por su lejanía o acercamiento. "Y no sólo a los cazadores", murmuró. También a los soldados. Alejandro Magno pedía a sus oficiales que observaran las entrepiernas de los guerreros antes de entrar en combate.

El Land Rover avanzaba lentamente, esquivando los baches demasiado grandes y las pozas de profundidad sospechosas. Así lo sorprendieron los primeros albores del amanecer. La luna seguía brillando, como si dudara de la costumbre del sol que empezaba a emerger de las aguas del Atlántico. El conductor iba atento a los accidentes del camino. Apagó los focos. Su concentración le impidió ver la mirada de odio que le prodigaban los entumecidos teros desde lo alto de los postes del telégrafo, ni las nutridas bandadas de garzas que empezaron a surcar el cielo hacia el noroeste en cuanto el sol impuso su magnificencia. Aquellas aves venían de lejos, de tanto o más lejos que Galinsky, desde Las Malvinas o de Las Georgias del sur, buscando el abrigo de los fiordos al norte de la península de Brunswick.