– Dos muertes -comentó Aguirre.
– Tres. No olvide a Ulrich Helm. Pienso como ella. Esas monedas no traerán más que complicaciones. Bueno. Les he dicho todo lo que sé, ahora quiero conocer los detalles de la muerte de Hillermann, o como ustedes prefieran llamarlo.
– Desde que supo que alguien preguntó por él, bueno eso lo sabemos recién, se tornó extraño -empezó a decir Aguirre-. Eramos amigos, todos lo apreciaban por acá. Hace unos cuatro días me sorprendió al pedirme que le ayudara a redactar un testamento, en él deja todos sus bienes a Griselda, una mujer viuda que lo acompañó durante unos veinte años. Escribí lo que me dictó, firmé como testigo y remití todo al notario de Porvenir. Esa fue la última vez que lo vi. Quien más sabe es Griselda, ella estuvo con él ayer por la tarde. Como siempre, fue a prepararle algo de comer y lo dejó a eso de las diez de la noche. Según ella lo dejó bien, tal vez un poco alegre por unas copas de vino que bebió mientras comía. Lo dejó, se alejó un kilómetro, y, de pronto, una de esas intuiciones de mujer la hizo volver. Estaba muy cerca de la casa cuando escuchó las detonaciones. Lo encontró muerto, con la escopeta todavía entre las piernas. Yo revisé el cadáver y puedo asegurar que se suicidó.
Griselda salió de la casa en su cabalgadura y se vino directamente a avisarnos de la desgracia. ¿Qué más ocurrió? Salimos casi de inmediato y todavía no amanecía cuando llegamos a la casa de Franz. Anoche estaba Ledesma con nosotros, es un capador de borregos que recorre las estancias. A él lo mandamos a Puerto Nuevo para que avisara a la policía. Más tarde se nos unió con una pareja de carabineros -concluyó Aguirre.
– Debo ir a la casa del difunto. ¿Pueden ayudarme?
– Claro. Deje que amanezca y partimos. Los caballos necesitan unas horas de descanso -indicó Mansur, pero no pudo seguir hablando pues en ese preciso instante escuchamos los cascos de un caballo acercándose al galope.
Mansur salió a la puerta.
– Doctor. Es el animal de Griselda -llamó desde afuera.
Ana sellevó las dos manos a la boca.
– Mierda. Griselda se quedó sola allá -masculló Aguirre.
Saltamos de las sillas y el ruido despertó al abuelo.
– El viejo Franz. Usted también quiere ir donde el viejo Franz. No me pegue. Le diré cómo se llega -gimió buscando el amparo de Etelvina.
– Tranquilo, abuelo. Estás soñando -dijo Aguirre.
– No. El otro hombre que preguntó por el viejo Franz me pegó. Ahora me acuerdo. No dejen que me pegue.
– ¿.Cuándo le pegó el otro hombre, abuelo? Acuérdese. ¿Cuándo?
– No lo sé. Venía en un carro verde. No tenía caballo.
Salimos. Mansur maldecía el cansancio de sus caballos. Aguirre tomó una lámpara y nos lanzamos a revisar el camino. No nos costó dar con las huellas de neumáticos y con la enorme pista dejada por Galinsky: al borde del camino brillaba una cajetilla de alemanísimos cigarrillos Revals.
– ¿Por dónde? pregunté ya trepado a la motocicleta.
– Derecho hasta el puesto postal. Luego siga la quebrada. Lo seguimos en una hora -respondió Aguirre.
Empezaba a amanecer cuando topé con la construcción levantada sobre pilotes. Antes de salir del camino detuve el vehículo, levanté el asiento y tomé la Browning. El sonido de la bala entrando en la recámara fue el primer signo de vida que escuchó la pampa.
5 Tierra del Fuego: un encuentro fraterno
El Land Rover había dejado huellas más que notorias en la pampa de coirones. Las seguí a toda velocidad hasta el pie de la ascendente quebrada.
Galinsky no se tomó el trabajo de esconder el vehículo, actuaba con entera confianza e incluso se permitió el descuido de dejar los papeles del alquiler en la guantera. En ellos aparecía su nombre con todas sus letras. Abrí la tapa del motor, arranqué todos los cables del encendido y empecé a subir por un borde de la quebrada.
La motocicleta resbalaba en el pasto aceitoso, pero el vigoroso motor se imponía obligándola a brincar hacia adelante. Me sentía como un jinete del séptimo de caballería, una suerte de vengador llamado a llegar en el momento oportuno al escenario de la tragedia para evitarla, una soberana estupidez que comprendí cuando me faltaban unos cincuenta metros para alcanzar la cumbre de la loma; si continuaba en la moto, el sonido del motor alertaría a Galinsky.
Seguí subiendo a pie. En el cielo sin nubes planeaban en círculos unos pájaros negros. Pocos metros antes de la cumbre me tiré sobre la hierba y alcancé la altura a fuerza de punta y codos. Abajo se veía una casa. La incipiente luminosidad matinal hacía relucir el techo de calaminas. Decidí bajar dando un rodeo que me asegurase tener siempre el sol a la espalda.
Al llegar junto a la cruz de madera clavada sobre un montículo descubrí que iba perdiendo plumas blancas. El anorak de Pedro de Valdivia no resistió el descenso sobre los codos. Tenía una deuda más con el petisito. En la cruz leí dos palabras: FRANZ STAHL, y un par de metros más adelante vi algo que me obligó a sacar la Browning del bolsillo. Había dos perros muertos, eliminados por un buen tirador, pues ambos animales mostraban las cabezas reventadas.
"Bueno, Belmonte, llegó la hora de demostrar que todavía sirves para algo", me dije al correr zigzagueando hacia la puerta posterior de la casa. Entré acompañado de la nube de polvo y astillas que saltaron junto con las bisagras. Caí buscando una cabeza donde meter varios proyectiles 765, pero no vi más que el desorden provocado por el paso de un huracán o de un buscador de tesoros sin tiempo que perder.
Lentamente me alcé sobre las dos patas. Repasé los vestigios de la búsqueda realizada por Galinsky de derecha a izquierda manteniendo el índice soldado al gatillo. Entonces vi a la mujer.
He visto muchos muertos y en todos ellos siempre advertí algo grotesco, como si el instante en que les abandona la vida les hubiera llegado de manera tan súbita que no alcanzan a disponer los cuerpos de una manera digna o armónica. La mujer tenía los brazos atados por las muñecas al borde de una alta chimenea. Las piernas fláccidas y dobladas hacían que sus brazos se vieran muy largos al tener que soportar todo el peso del cuerpo. Estaba desnuda de la cintura para arriba y tenía la cara y el tronco llenos de quemaduras.
Dejé la pistola en el borde de la chimenea para cortar las cuerdas con una mano y con el otro brazo sostener el cuerpo de la mujer. La tendí en el suelo. Una expresión de horror indicaba que había muerto en medio de las torturas. Mientras la cubría con una sábana pensé que, si ella había compartido el secreto de Hillermann, con seguridad lo había traicionado. Galinsky se mostró como un verdugo eficaz; todas las quemaduras afectaban solamente a la piel, sin llegar a chamuscar las carnes para evitar el desmayo de la víctima. En esos momentos estaría lejos. Me maldije por no haber inutilizado también la motocicleta luego de abandonarla a media subida. Me incorporaba, cuando algo frío presionó mi oreja derecha.
– Muévete despacio. Con mucho cuidado -dijo el dueño del cañón.
Me dejé empujar hasta una silla.
– Asiento. Y con las manos tocándose los hombros.
Obedecí. Despegó el cañón de mi oreja y sin dejar de apuntarme se sentó en el borde de una mesa.
– ¿Quién eres? -preguntó.
– Eso no importa, Frank Galinsky.
El hombre que me apuntaba con una Colt nueve milímetros medía su buen metro noventa. Tenía el cabello rubio, bien cortado, y sus ojos azules no pudieron evitar la expresión de sorpresa.
– ¿De dónde sabes mi nombre?
– Dejaste muchas pistas. Demasiadas. El Mayor no volverá a confiar en ti.
– Veo que sabes mucho. ¿Qnién diablos eres?
– Me llamo Juan Belmonte. Nunca antes nos vimos, hasta ahora.
– Como el famoso torero. Háblame de mis errores.
– Uno: debiste limpiar la casa de Moreira luego de matarlo. Estuve allí y di con la llave de la casilla. Dos: le escribiste usando las iniciales de tu chapa, Deckname: Werner Schroeders. Eso dice en tu acta de la policía alemana. Tres: dejaste vivo al viejo de la pulpería. Son muchas fallas para un ex oficial de inteligencia. Demasiadas para un hombre de Cottbus.