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debacle. El Partido. Salud.

– Feo discurso, Moreira. Jamás pensé que se les derrumbaría el castillo de esa manera. Después de los rusos, los chinos y los italianos, ustedes tenían el cuarto partido comunista mejor organizado del planeta.

– Todo fue una estafa. ¿Preparo otra ronda?

– No. ¿Lo tienes?

– El matarratas. Sí.

Moreira fue hasta el cuarto de baño. Al retirar los pernos que fijaban el espejo a la muralla se vio retratado y sintió vergüenza. Se había mostrado como un sujeto desesperado, a punto de perder el control, ¿y para qué puede servir un hombre en semejante estado? Era pura escoria. quitó el espejo y con la ayuda de una pinza movió el ladrillo que tapaba la boca del barretín.

Antes de volver a la sala se enjuagó la cara. Al poner sobre la mesa el bulto envuelto en una toalla respiró confiado. No estaba tan al fin del camino. Ahí tenía la prueba.

Werner desenvolvió el bulto.

– ¿Crees que podría volver a Berlín?

– Colt nueve milímetros largo. Es una excelente pistola. Y este tubo, ¿qué diablos es?

– Tecnología criolla. Un silenciador. Empezamos a fabricarlos antes del setenta y tres. Es algo muy simple; un tubo de acero al que por dentro se le soldan cojinetes formando una espiral en sentido contrario a las estrías del cañón. Amortigua un ochenta por ciento del estampido. Se acopla por fuera del cañón y, aunque queda fijo, conviene sujetarlo con una mano para que el retroceso no lo desvíe.

– Admirable. ¿De veras funciona?

– Nunca te fallé. Werner. Respóndeme.

– Berlín. Ni lo pienses. ¿Ignoras la caza de brujas que se desató? No faltaría alguien que te reconociera, y por el momento cualquier delación confirma el pedigrí democrático del delator.

– Pero hay compañeros que podrían echarme una mano.

– Olvídalos. Se delatan unos a otros. Es una forma de sobrevivir, y debes saber que los alemanes somos campeones en eso. Al finalizar la segunda guerra cada vecino vendió al otro por una barra de chocolate o cigarrillos. Ahora lo hacemos por vídeos, autos, vacaciones en Torremolinos, trabajo.

– No lo puedo creer. Eran miles, cientos de miles los compañeros. Yo los vi desfilar con los puños en alto, las antorchas, las camisas azules de la FDJ. Yo estuve allí. El anticomunismo no puede haberse impuesto tan fácilmente.

– Eso no existe. El comunismo no existe, de tal manera que nadie puede ser anticomunista. Ahora todos somos anti RDA. ¿No lo entiendes? Todo lo que hicimos como RDA fue malo, perverso, podrido, avergonzante. Durante cuarenta años nos alimentamos de basura, nos vestimos con harapos, follamos con gonorreicas y tuvimos hijos cretinos. Pero eso se acabó, y ahora, a cambio de una delación sincera, Occidente nos perdona, nos redime, nos mete en un útero climatizado, nuestros cordones umbilicales se conectan a una lata de Coca-Cola, y enseguida nos expulsa por la vagina de doña Mercedes Benz. Aleluya, Moreira. Hemos nacido de nuevo.

– No hablas en serio, Werner. ¿Me crees un imbécil? Me estás provocando, me estás probando. No soy tonto. Estás aquí por algo, Werner. Por algo has conservado la llave de la casilla. Vienes a cumplir una misión y me necesitas. Como en los viejos tiempos.

– Correcto. ¿La revisaste?

– Funciona perfectamente. Todavía me consideran, ¿verdad?

– Eres nuestro hombre al otro lado del Atlántico. Véndame los ojos. Como en los viejos tiempos.

Moreira obedeció, y para asegurarse de que el pañuelo estaba bien puesto hizo el amago de darle un puñetazo deteniendo la mano a escasos centímetros del rostro vendado. El alemán no reaccionó.

– Desármala, Moreira.

Con movimientos precisos, Moreira quitó el cargador, soltó los pasadores de seguridad, ahuecó una mano para recibir el resorte recuperador, desacopló el cañón del ánima, y en pocos segundos la pistola se convirtió en un rompecabezas de piezas diseminadas.

– Listo, Werner. Empieza.

– Toma el tiempo, Moreira.

Las manos del alemán se movieron como dos autómatas, rápidas, precisas. Cada dedo asumió la tarea de sostener o empujar una pieza, y no se detuvieron hasta que la pistola recuperó su forma definitiva y mortal con una bala en la recámara.

– Tiempo.

– Un minuto y cinco segundos. No está mal Werner.

– Envejezco. Siempre lo conseguí en menos de un minuto. Veamos qué tal lo haces tú.

– Tienen que darme una chance. La inactividad me está volviendo loco. Nunca les fallé. Lo sabes Werner.

El alemán le vendó la vista, también se aseguró de la temporal ceguera y lo miró detenidamente.

– Un cuadro militar se sobrepone a cualquier situación. Eso de volverse loco no suena consecuente, Moreira.

– Lo sé. Y por eso tengo miedo.

– Tengo algo para ti, Moreira. Harás un largo viaje. No. No te quites el pañuelo de los ojos. Quiero comprobar que estás en forma.

– Lo sabía. Apenas vi tu nota supe que no me dejarían tirado. Revuelve bien las piezas. Siempre fui el mejor en este juego.

Pero Frank Galinsky no desarmó la pistola. Acopló el silenciador de fabricación criolla y apuntó a la cabeza del hombre con la vista vendada.

Moreira recibió el tiro entre los ojos y se fue de espaldas con silla y todo. En el suelo, alcanzó a quitarse el pañuelo que le cubría los ojos, mas desde esa perspectiva humillante no pudo ver al alemán sentado al otro lado de la mesa. Lo último que vio fue la mueca cínica del cascanueces sajón.

3 Tierra del Fuego: intimidades

El viejo se quitó la parte superior del grasiento mameluco azul y se sentó en la cama para que Griselda le sacara la parte de abajo. Enseguida se tendió mirando al techo de calaminas nuevas que reflejaban los destellos de la lámpara en sus ondulaciones. La mujer le preguntó si quería ponerse el camisón de dormir y el viejo le respondió que prefería quedarse así, vestido con los calzoncillos largos y la camiseta de franela, prendas que a fuerza de sudadas iban tomando la misma coloración cenicienta de su pellejo. De espaldas sobre la cama, suspiró y luego dejó que escapara de su garganta un murmullo indescifrable, propio de un hombre al que los años empiezan a confundirle los dolores y las dichas.

– ¿Se siente mal, don Franz? -preguntó la mujer.

– Cansado no más. ¿Y qué le importa, vieja intrusa?

– Eso le pasa por terco. Mire que ponerse a cambiar el techo al final del verano y sin permitir que le ayuden. Todavía no entiendo por qué lo hizo. El otro techo, el de coirones, era mucho mejor. Se va a helar con las calaminas.

– Pamplinas. Pronto cae la nieve y entonces todo muy caliente. Los esquimales viven en casas de hielo. ¿Sabe qué son los esquimales? Qué va a saber, vieja tonta.

– Usted es un loco,-como todos los gringos. Y tápese, que se le ven las partes.

– Si tú no cose botones se sale la pija. No es mi culpa. Y si la pija molesta, mira otra cosa, vieja peluda. ¿Qué hizo de comida?

– Sopa de pollo. Ya sabe que no debe comer cosas pesadas por las tardes. Se lo dijo el doctor Aguirre.

– Macanas. Sopas tontas. ¿Qué sabe ese veterinario? Quiero mascar, ¿comprende? Ahí fuera hay un costillar de… ¿cómo se llama la oveja cornuda que traiga Jacinto?

– Cabrito, don Franz. Cabrito. Jacinto trajo un costillar de cabrito. Es increíble que después de tantos años aquí todavía no aprenda a hablar como un cristiano.

– Yo hablo castilla mejor que tú, vieja patuda. Haga un asado y ponga música. Mucha música.

– Como quiera. Le asaré un pedazo de "oveja cornuda", pero no reclame si más tarde le duelen los bofes.

Desde la cama, el viejo Franz vio a Griselda quitar el paño bordado que cubría la victrola. La mujer levantó la tapa de madera, giró la manivela del magneto, de un armario sacó un lote de discos de carbón, y escogió el favorito del viejo. El brazo con la aguja cayó sobre los surcos, y la estancia se llenó primero con el ruido de diminutos y voraces dientes roedores empeñados en abrir un agujero en el tiempo y que al conseguirlo dejaron que por él se filtrara una voz varonil entre melancólica y desganada, cantando una canción más invitadora a marchar que a perderse entre las vueltas de un baile de salón. Griselda no entendía ni una palabra de lo que aquel hombre cantaba, pero sentía que esa voz quebrada debía de despertar grandes pasiones en la inimaginable patria del viejo. Cada vez que la escuchaba, concluía en que ésa era la voz de los navegantes cuando estaban en altamar.

La mujer avivó el fogón. Con una pala de mango corto separó dos montoncitos de brasas y las puso debajo de la parrilla. Enseguida salió a la limpia noche otoñal, como siempre, se santiguó bajo los miles de estrellas que guardan las almas de los náufragos y cortó una generosa porción del costillar de cabrito que se oreaba colgado de un alambre. Regresó a la vivienda, tiró la carne a la parrilla y la condimentó con sal de piedra y palitos secos de romero. Desde la cama el viejo le gritó que tostara bien las grasas, que le sirviera un vaso de vino y que diera vuelta el disco.