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Realmente la secreta intención de la oferta, aunque sin duda se había procurado mantenerla oculta con meditada capciosidad, se mostraba patente en el texto mismo del documento que le presentaron, con urgencia, a la firma. En la tercera cláusula, que era la más importante, se estipulaba que el concesionario debería pagar al punto al gobierno las regalías o derechos de un quinquenio, calculados sobre el probable rendimiento de la mina.

El señor Gould, padre, se esforzó en declinar aquel fatal favor con repetidas razones e instancias; pero todo en vano. Alegó que no entendía nada de minería; que no tenía medios para poner la concesión en el mercado europeo; que la mina, como negocio en marcha, no existía. Los edificios, destinados al personal y operaciones de la explotación, habían sido quemados; la planta de las excavaciones, destruida; la población de obreros, ahuyentada del lugar hacía muchos años; el camino, borrado por la invasión desbordada de la vegetación tropical, que lo había hecho desaparecer tan completamente como si se lo hubiera tragado el mar; y la galería principal, dormida y cegada en un trayecto de cien metros desde la entrada. Aquello no era ya una mina abandonada, sino una bravía garganta rocosa e inaccesible de la Sierra, donde sólo podían hallarse vestigios de madera carbonizada, montones de ladrillos rotos y algunos trozos informes de hierro comido de orín, todo ello cubierto por la espesa urdimbre de chaparros espinosos que allí vegetaban.

Natural era que el señor Gould, padre, no deseara la posesión perpetua de tan desolada localidad; de hecho, al surgir su mera visión en la mente del concesionario durante las silenciosas horas de vela nocturna, tenía la maléfica virtud de exasperarle y causarle febriles y agitados insomnios.

Pero ocurrió que el ministro de Hacienda de entonces era un hombre a quien, años antes, el señor Gould por desgracia había rehusado conceder una pequeña ayuda pecuniaria, fundando su negativa en el hecho de ser el peticionario un jugador y petardista notorio, con la agravante de pesar sobre él la sospecha de un robo con violencia perpetrado en la persona de un acaudalado ranchero establecido en un distrito remoto, donde el sujeto aludido desempeñaba a la sazón el cargo de juez. Cuando el desairado pedigüeño logró escalar el elevado puesto de ministro, manifestó en público su intención de pagar al pobre señor Gould su disfavor con un donativo adecuado.

Así pues, afirmó una y otra vez este propósito en su despacho de Santa Marta, con voz tan suave e implacable y con guiños tan maliciosos, que los mejores amigos del agraciado le aconsejaron encarecidamente que no intentara el soborno para que se echara tierra al asunto. Hubiera sido inútil. Y aun tal vez peligroso.

Así opinó también una señora francesa, de gran corpulencia y vibrante voz, hija, según decía, de un oficial de elevada categoría (officier supérieur de l'armée), que tenía por residencia un convento secularizado, en el que ocupaba varias habitaciones, inmediatas a las del ministro de Hacienda. Esta rozagante dama, cuando se le acercó alguien en nombre del señor Gould, guardando las formas convenientes y con una cantidad de consideración, movió la cabeza con expresión desmayada. Tenía buenos sentimientos y expresó lo que sentía. No quiso recibir dinero por un servicio que no podía prestar. El amigo del señor Gould encargado de la delicada misión solía decir después que era la única persona honrada que había conocido entre todas las relacionadas con el gobierno de cerca o de lejos.

– Es un cochino asunto que no tiene compostura -había respondido con la entonación bronca y viril que le era natural y empleando frases más propias de una hospiciana que de una huérfana de familia decente. -Es cosa perdida. Pas moyen, mon garçon. C'est dommage, tout de même. Ah! zut! Je ne vole pas mon monde. Je ne suis pas ministre… moi! Vous pouvez emporter vôtre petit sac. (No hay medio, hijo mío. Es lástima, sin embargo. ¡Ah! ¡Fiasco! Yo no robo a mi gente. No soy ningún ministro… ¡ministro yo! Puede usted llevarse su saquito.)

Por un momento, mordiéndose su rojo labio inferior, debió de deplorar allá en su interior la tiranía de los rígidos principios que gobernaban la venta de su influencia en elevadas esferas. Luego añadió con un tonillo intencionado, en que se traslucía un dejo de impaciencia:

– Allez et dites bien a vôtre bonhomme -entendez-vous?- qu’il faut avaler la pilule. (Vaya usted y dígale a su pobre hombre -¿entiende usted?- que hay que tragar la píldora.)

Después de semejante advertencia, allí no había más que hacer sino firmar y pagar. El señor Gould se tragó la píldora, y su efecto fue como si hubiera tomado un veneno sutil que afectara directamente al cerebro. Inmediatamente la mina fue su obsesión constante; y esa obsesión tomó la forma del Viejo del Mar irremediablemente montado sobre sus hombros, como el que, según se cuenta en Las Mil y Una Noches, había atormentado a Simbad el Marino. Comenzó también a soñar con vampiros que le chupaban la sangre. El señor Gould, sin embargo, exageraba las desventajas de su nueva situación, porque la consideraba influido por su sobreexcitada sensibilidad. La categoría y consideración de que gozaba en Costaguana no era peor que anteriormente. Pero el hombre es una criatura desesperadamente apegada a sus intereses; y la extravagante novedad del atropello inferido a su caudal le trastornó los nervios. Todos los que le rodeaban habían sido robados por las bandas grotescas de asesinos que jugaron a Gobiernos y revoluciones después de la muerte de Guzmán Bento. Sabía ya por experiencia que a ninguna pandilla de cuantas se apoderaban del Palacio presidencial le faltaban competencia y alcances para dejar de cometer sus depredaciones por no poder hallar un pretexto, aun cuando al fin el producto de tales arbitrios no respondiera a las esperanzas concebidas. Cualquier improvisado coronel del ejército de harapientos y gentuza que cayera en la localidad, no se mordía la lengua para exponer a un simple ciudadano sus derechos a recibir una suma de diez mil dólares, exigiendo provisionalmente y a dinero contante por lo menos mil. Esto no lo ignoraba el señor Gould, y, armándose de resignación, había esperado mejores tiempos. Pero lo que le sacaba de quicio era el que se le robara con apariencias de legalidad y de negocio. El señor Gould, padre, hombre de carácter honrado y perspicaz, tenía, no obstante, un defecto, y era el atribuir demasiada importancia a las formas y modalidades externas. De este achaque padecen todos aquellos cuyas ideas están afectadas por prejuicios. En el asunto de la mina veía tal malignidad y perversión de la justicia, que aquel ultraje, conmoviendo hondamente su concepto de la moralidad, de rechazo hería su vigor físico. "Esto acabará matándome", solía repetir muchas veces al día. Y realmente, desde entonces empezó a tener fiebre, dolores hepáticos, y sobre todo la idea fija de la violencia con él cometida, sin poder pensar en otra cosa. El ministro de Hacienda seguramente no llegó a comprender la refinada crueldad de su venganza.

Aun las cartas del señor Gould a su hijo Carlos, muchacho de catorce años, que a la sazón se estaba educando en Inglaterra, dejaron con el tiempo de tratar otros asuntos que el de la mina. El autor de las mismas se quejaba amargamente en ellas de la injusticia, los perjuicios incesantes y la violencia de la forzada adquisición. Dedicaba párrafos larguísimos en exponer las fatales consecuencias anejas a la concesión de la mina por cualquier lado que se la mirase, y a los males futuros, fáciles de prever, expresando su horror ante el carácter al parecer eterno de aquella maldición. Porque la propiedad de la mina se le había otorgado a él y a sus descendientes a perpetuidad. Por tanto rogaba con gran encarecimiento a su hijo que no volviera nunca a Costaguana, ni reclamara allí ninguna parte de su herencia, que a su juicio estaba toda comprometida por la infame concesión; que no la tocara, ni se acercara a ella jamás; que se olvidara de que existía América y emprendiera cualquier profesión mercantil en Europa.