Ella aplicó su ágil inteligencia a meditar sobre ello, y luego formuló la siguiente réplica, no del todo lógica, pero que él aceptó como perfectamente sagaz, porque realmente era tan…
– Bien, ¿y usted? También usted ha nacido allí.
Carlos tenía prevenida la contestación.
– Es distinto. Yo hace diez años que falto del país. Papá no estuvo ausente tanto tiempo; y de entonces acá ha transcurrido cerca de un tercio de siglo.
Cuando nuestro joven recibió la noticia de la muerte de su padre, ella fue la primera persona a quien la comunicó.
– El asunto de la Concesión le ha matado -dijo.
Había salido de la ciudad inmediatamente y seguido, bajo del ardiente sol del mediodía, el polvoriento camino que conducía en derechura al arruinado palazzo, en cuyo gran salón se encontró cara a cara con ella. La magnífica estancia aparecía despojada de colgaduras, salvo tal cual trozo largo de damasco, ennegrecido por la humedad y el tiempo, que caía inerte sobre algún desnudo entrepaño del muro. Su moblaje se reducía a una poltrona dorada con el respaldo roto, un soporte en forma de columna octogonal que sostenía un pesado vaso de mármol, ornamentado con caretas y guirnaldas de flores y con una rajadura de arriba abajo.
El visitante se presentó blanco del polvo del camino que le cubría las botas, los hombros y la gorra, chorreando sudor por todos los poros de su rostro y empuñando un grueso garrote de roble en la mano derecha, que llevaba desenguantada.
Acercándose ella muy pálida, tocada con un sombrero de paja de ala tendida, cuyo adorno de rosas hacía resaltar el color descolorido de su tez, calzados los guantes, columpiando una sombrilla de color claro, tomada precisamente para encaminarse al sitio en que solía encontrarse con él, al pie de una colina, donde se alzaban tres álamos junto a la cerca de una viña.
– ¡Le ha matado! -replicó Carlos-. Debía haber vivido todavía muchos años, porque en toda nuestra familia ha sido cosa común la longevidad.
La honda emoción que dominaba a la joven no le permitió articular una palabra. Quedóse él contemplando con mirada penetrante y fija la rajada urna de mármol, como si hubiera resuelto grabar eternamente su forma en la memoria; y luego, volviéndose de repente a su interlocutora, repitió con vehemencia dos veces:
– He venido a ver a usted… Sí…, derechamente a ver a usted…
Y se interrumpió embargado por el dolor que le asaltó al pensar en la solitaria y atormentada muerte que su pobre padre había tenido en Costaguana. Tras esto, le tomó la mano y se la llevó a los labios; y al verlo ella, dejó caer la sombrilla para darle unas palmaditas en la mejilla, murmurando:
– ¡Pobre chico!
Mientras se enjugaba los ojos bajo del ala de su sombrero, que caía describiendo una curva honda, su breve estatura, realzada por la sencilla falda blanca que vestía, le daba el aspecto de una chicuela que llorara al verse perdida en la decaída magnificencia del inmenso y nobiliario salón, mientras él seguía de pie a su lado, del todo inmóvil en la contemplación de la urna de mármol.
Poco después salieron para dar un largo paseo, que fue silencioso, hasta que él exclamó de súbito:
– Sin duda la situación de papá era horrible. Pero ¡ah!, ¡si él hubiera sabido tomarla por el verdadero lado!…
Y entonces se detuvieron. Por todas partes se tendían largas sombras sobre las colinas, sobre los caminos, sobre los cercados olivares; las sombras de los erguidos álamos, de los frondosos castaños, de las casas y edificios de labor, de las paredes de piedra; y en el aire vibraba el tañido de una campana, delgado y vivo, semejando el percutiente palpitar de la tornasolada puesta del sol.
Los labios de la joven se entreabrieron ligeramente, como reflejando la sorpresa de que él no la mirase con la expresión acostumbrada. Esta expresión era de aprobación incondicional y de afabilidad atenta. Cuando platicaba con ella, lo hacía con autoridad en extremo solícita y deferente; comportamiento que a ella le agradaba infinito, porque respetaba su independencia, sin abdicar él de su dignidad. Aquella jovencita de corta estatura, con sus menudas manos y pies, y su carita encuadrada airosamente por espesa y abundante cabellera, con su boca un tanto grande, que al entreabrirse parecía aromatizar el ambiente con la fragancia de la franqueza y de la generosidad, tenía el alma fastidiosa de una mujer de experiencia. Ante todas cosas y por encima de todos los cumplidos lisonjeros atendía a que el objeto de su elección la satisficiera en términos de enorgullecerse de él. Carlos ahora no la miraba, y su expresión presentaba cierto dejo violento e impropio, como ocurre siempre que un hombre tiende la vista con fijeza distraída por encima de la cabeza de la mujer con quien habla.
– Bien, sí. Aquello fue inicuo. Le trastornaron del todo al pobre anciano: le quitaron la vida. ¡Oh! ¿Por qué no me permitiría volver a su lado? Pero ahora yo sabré habérmelas con el asunto de la mina.
Después de pronunciar estas palabras con insuperable aplomo, bajó los ojos para mirar a su interlocutora, y al punto se sintió presa del desaliento, la incertidumbre y el temor.
Lo único que al presente le importaba, dijo, era aclarar la duda de si ella le amaba lo bastante y tendría el valor necesario para acompañarle a un país tan remoto. Formuló esta indagación con voz temblorosa de ansiedad… por lo mismo que era hombre de gran resolución.
Sí, le amaba hasta ese punto. Iría con él, aunque fuera al otro lado del mundo. E inmediatamente de hacer estas declaraciones, la futura ama de la casa Gould de Sulaco, que había de dispensar en ella su amable hospitalidad a todos los europeos, sintió que la tierra huía debajo de sus pies, desvaneciéndose del todo junto con el tañer de la campana. Cuando se sintió de nuevo en el suelo, la campana seguía difundiendo sus vibraciones por el valle; llevóse las manos al cabello respirando aceleradamente y registró con la mirada la vereda pedregosa en toda su longitud. Estaba desierta indudablemente. Entretanto Carlos, echando un pie al fondo de una zanja sin agua y polvorienta, recogió la abierta sombrilla, que había caído dando saltos con un marcial tamborileo. Alargósela con seriedad, un poco amilanado.
Emprendieron el regreso, y, después de deslizar ella su mano bajo del brazo de Carlos, las primeras palabras que éste pronunció fueron:
– Es una fortuna que podamos establecernos en una ciudad de la costa. Ya conoces su nombre -prosiguió, mudando desde ahora el tratamiento-. En Sulaco. Me satisface lo indecible que mi pobre padre comprara la casa en ese punto. Es muy espaciosa y la adquirió hace años, a fin de que hubiera siempre una casa Gould en la ciudad más importante del territorio, llamado ordinariamente Provincia Occidental. He vivido en ella, de niño, con mi querida madre, durante un año entero, mientras mi padre estuvo ausente en los Estados Unidos por asuntos del negocio. Tú serás la nueva ama de la Casa Gould.
Y después, en el ángulo habitado del Palazzo, que se levanta sobre los viñedos, las colinas de canteras de mármol, y los pinos y olivos de Luca, le dijo también:
– El nombre de Gould ha sido siempre muy respetado en Sulaco. Mi tío Harry fue prefecto de ese Estado por algún tiempo en la época de la federación y dejó un gran nombre entre las principales familias. Al decir esto, me refiero a las familias netamente criollas, que no intervienen en la miserable farsa de los gobiernos. El tío Harry no era un aventurero. En Costaguana los Goulds no somos aventureros. Era hijo del país y le amaba, pero continuó siendo esencialmente inglés en el modo de pensar. Siguió la bandera política de su tiempo, que era la del sistema federal, pero no era político. Sencillamente se declaró a favor del orden social por puro amor a una libertad bien entendida y por odio a la opresión. No fue hombre de ideas exaltadas o absurdas. Se portó como lo hizo, porque lo creyó justo; de igual suerte que yo voy a tomar posesión de esa mina, porque me parece que debo hacerlo.