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Le habló en tales términos, movido por los recuerdos de la niñez pasada en su país natal, por la perspectiva de felicidad doméstica que vislumbraba en compañía de la joven y por la meditada y firme resolución de probar lo que podía hacerse con la Concesión de Santo Tomé. Añadió que necesitaba separarse de ella por algunos días para buscar a un americano de San Francisco, que se hallaba viajando por Europa. Le acompañaba su mujer, pero parecían dos seres extraños el uno al otro, y poco amigos del trato social, pues se pasaban el día entero tomando apuntes de portadas antiguas y esquinas de casas medievales, coronadas por torrecillas. Carlos Gould esperaba hallar en él un valioso apoyo y un socio seguro para la explotación de la mina. El americano se interesaba en esa clase de empresas, conocía algo de Costaguana y tenía alguna noticia de los Gould. Habían hablado del proyecto con cierta intimidad, que contribuía a facilitar la diferencia de edades. Carlos necesitaba ahora hallar a ese capitalista, hombre de entendimiento sagaz y genio comunicativo. La fortuna de su padre en Costaguana, que él suponía considerable aún, parecía haberse fundido en el encanallado crisol de las revoluciones. Fuera de unas diez mil libras, depositadas en Inglaterra, lo que restaba se reducía, al parecer, a la casa de Sulaco, a un vago derecho sobre una explotación forestal en un distrito remoto y salvaje y a la concesión de Santo Tomé que había acompañado a su infeliz padre hasta el borde mismo de la tumba.

Carlos explicó a su compañera todas esas cosas. Era tarde cuando se separaron. La joven nunca le había ofrecido una visión tan fascinadora de sí propia. Todo el entusiasmo de la juventud por una vida extraña, por las grandes distancias, por un porvenir en que había algo de aventura, de combate…, un pensamiento sutil de restauración y conquista la había llenado de una excitación intensa que remuneró al autor de la misma con la demostración de un cariño mas franco y de una ternura más exquisita.

La dejó partir por la colina abajo, y tan luego como se vio solo, se puso triste. El cambio inevitable que la muerte de un ser querido introduce en nuestros pensamientos cotidianos se manifiesta a veces en un vago y penoso malestar interior. Carlos sentía el alma traspasada por el sentimiento de que jamás podría, por más esfuerzos de voluntad que hiciera, pensar, de allí en adelante, en su padre, como lo había hecho cuando estaba vivo. Ya no le sería dable volver a contemplar su imagen animada. Esta consideración, afectando el fondo mismo de su personalidad, encendía en su pecho un deseo, triste e irritado a la vez, de poner en juego su actividad. En lo cual su instinto no le engañaba. La acción es consoladora: ahuyenta los pensamientos atormentadores y fomenta las ilusiones halagüeñas. Sólo en el ejercicio de nuestra actividad podemos hallar el secreto de dominar las adversidades del Hado.

Para desplegar sus energías, la mina era evidentemente el único campo. A veces se le imponía la necesidad de saber de qué modo desobedecería los solemnes deseos del finado; y abrazó al fin la firme resolución de que a su desobediencia siguieran los resultados más satisfactorios que podían concebirse, para que esto sirviera de reparación. Ya que la mina había sido la causa de un absurdo desastre moral, precisaba que la explotación de la misma fuera un triunfo moral de verdadera importancia. Era un tributo que debía a la memoria del muerto. Tales eran -hablando con verdad- las emociones de Carlos Gould. Venía meditando la manera de interesar en el negocio a un multimillonario de San Francisco o de cualquier otro punto; e incidentalmente le ocurrió también la reflexión general de que los consejos del hombre, víctima de la preocupación de la mina, no debían servirle de guía saludable. Además es fácil prever los cambios que la muerte de un individuo determinado puede producir en el aspecto general de cualquier suceso.

Algunos años después, la señora de Gould llegó a conocer por experiencia propia la historia de la mina. En sustancia era la historia de su vida de casada. El ascendiente de la elevada posición que los Goulds ocupaban en Sulaco se había comunicado a su menuda persona; pero ella no consintió que las peculiares circunstancias de esa posición ahogaran la vivacidad de su carácter, expresión de una inteligencia penetrante.

Con todo eso, sería erróneo suponer que la señora de Gould tenía un temperamento varonil. Las mujeres de tal condición no son seres de superior eficiencia, sino meros fenómenos de diferenciación imperfecta -interesantes por su esterilidad y desprovistos de importancia.

La inteligencia de doña Emilia, precisamente por ser femenina, la condujo a realizar la conquista de Sulaco, allanando todos los obstáculos con su abnegación y afabilidad. Sabía conversar deliciosamente, pero no era locuaz. La cordura que se funda en las intuiciones del sentimiento, y no halla interés en erigir o demoler teorías, ni en defender prejuicios, carece de verbosidad insubstancial. Las palabras que pronuncia tienen el valor de actos de integridad, tolerancia y compasión. La verdadera ternura de una mujer, como la verdadera virilidad de un hombre, se expresan por un comportamiento que se conquista generales simpatías. Las señoras de Sulaco la adoraban. "Todavía me miran como un ser extraordinario, como algo excepcional", había dicho la señora de Gould en tono de buen humor a uno de los tres señores de San Francisco, a quienes había agasajado en su nueva residencia de Sulaco, al año de su casamiento poco más o menos.

Fueron los primeros huéspedes extranjeros llegados para ver la mina de Santo Tomé. Estos señores hallaron en la señora de la casa un trato afable y jovial, y en Carlos Gould un hombre conocedor del negocio que traía entre manos, y dotado además de gran energía y actividad. Todo ello les predispuso a favor de su mujer. Un entusiasmo genuino, matizado por un leve dejo de ironía, hizo que su conversación sobre la mina les pareciera a sus visitantes absolutamente fascinadora, moviéndolos a corresponder con graves e indulgentes sonrisas, en las que había no poca deferencia. Quizá si hubieran descubierto que se hallaba inspirada por consideraciones idealistas en lo relativo al éxito, se hubieran asombrado de tan singular estado de ánimo, de igual modo que las señoras de Sulaco se maravillaban de su incansable actividad física. Les hubiera parecido "algo monstruoso", para decirlo con las propias palabras de la aludida. Pero los esposos Gould no dejaban traslucir fácilmente los secretos móviles que les impulsaban a tomar con tanto ahínco la antigua y ahora abandonada explotación; y sus huéspedes partieron sin sospechar que hubiera en ello propósito alguno fuera de las ganancias probables en beneficiar una mina de plata. La señora de Gould tuvo preparado su propio carruaje, tirado por dos mulas canas, para conducirlos al puerto, desde donde el vapor Ceres debía trasladarlos al Olimpo de los plutócratas; y el señor Mitchell aprovechó la ocasión de la despedida para deslizar en el oído del ama de la casa la observación confidenciaclass="underline" "Esto señala una época."

La esposa de Carlos Gould estaba encantada con el patio de su casa española. Un anchuroso tramo de escalones de piedra aparecía custodiado en silencio, desde un nicho abierto en el muro, por una Madona, vestida de azul, con el Niño, coronado, en brazos. En las primeras horas de la mañana ascendían, desde el enlosado piso del cuadrángulo inferior, voces apagadas, confundiéndose con el patuleo de caballos y mulos, que eran conducidos en parejas a beber a la cisterna. Sobre el cuadrado pilón de agua una enmarañada vegetación de finos tallos de bambú inclinaba sus estrechas hojas gladiformes entre las que se sentaba el gordo cochero sobre el borde de la pila sosteniendo perezosamente en la mano los cabos de los ronzales. Criadas descalzas iban y venían, saliendo de las achatadas puertas de la planta baja: dos lavanderas, mozas, con canastas de ropa blanca lavada; la panadera, que llevaba en una azafata el pan hecho para el día; Leonarda, la camarera de la señora, con una porción de enaguas planchadas, de blancura deslumbradora a los reflejos del sol mañanero, que ondulaban al ser sostenidas en alto por la mano de la portadora, alzada sobre su cabeza, de cabello negro como el ala del cuervo. Luego el viejo portero renqueaba de un lado a otro barriendo el enlosado; y la casa quedaba lista para el resto del día. En el piso alto las espaciosas habitaciones que ocupaban tres lados del cuadrángulo comunicaban entre sí y con el corredor, guarnecido de una baranda de hierro dulce, y una orla de flores, desde donde la señora de la casa, como las de los castillos medievales, podía ver los que salían y entraban por debajo de la bóveda sonora de la entrada, que imprimía al edificio cierto sello de grandeza señorial.