Este juicio le halagaba, porque hasta entonces los únicos informes que había podido dar a sus íntimos acerca de Carlos fueron:
– Mi cuñado se encontró con él en una de esas viejas ciudades alemanas de poco fuste, situada cerca de unas minas, y me lo envió con una carta. Es uno de los Goulds de Costaguana, inglés de pura sangre, pero nacido en el país, como sus otros antecesores. Su tío se metió en política, fue el último gobernador del estado de Sulaco y murió fusilado después de una batalla. El padre del recomendado figuró entre los primeros comerciantes de Santa Marta, procuró aislarse de la política y murió arruinado después de una porción de revoluciones. Y ahí tienen ustedes el asunto de Costaguana en dos palabras.
Por supuesto, el ascendiente de que gozaba era tal, que ni los amigos de mayor confianza se propasaban a preguntarle por los motivos de sus determinaciones. Los demás quedaban en libertad para entregarse a respetuosas conjeturas sobre los secretos designios que le animaban en sus empresas. Ocupaba un puesto tan elevado en la consideración pública, que la protección dispensada con ilimitada prodigalidad a las "formas de Cristianismos más puras" (hecho comentado burlonamente por la señora de Gould en lo relativo a construir templos de paredes desnudas y sin imágenes) era, no obstante, considerada por sus conciudadanos como la expresión de un espíritu piadoso y humilde. Pero en los círculos financieros a que pertenecía, se comentaba con discreta jovialidad, aunque sin traspasar las lindes del respeto, el asunto de la mina de Santo Tomé. Era un capricho del gran hombre. En el colosal edificio Holroyd (enorme mole de hierro, cristales y bloques de cemento armado, en la esquina de dos calles, coronado en lo alto por una red de hilos telegráficos que irradiaban en todas direcciones) los jefes de los principales departamentos cambiaban entre sí miradas maliciosas; lo que significaba que no se les permitía intervenir en el secreto del negocio de Santo Tomé. El correo de Costaguana -nunca grande; un paquete algo pesado- se llevaba cerrado al despacho particular del gran hombre, sin que de allí salieran jamás instrucciones ni órdenes relacionadas con tal correspondencia. Entre los escribientes se cuchicheaba que el principal la contestaba personalmente -no ya dictando, sino escribiendo la respuesta de su puño y letra- y se suponía que todas esas cartas eran pasadas a su copiador particular, inaccesible a los ojos profanos.
Algunos jóvenes lenguaraces, piezas insignificantes de la pequeña maquinaria en aquella fábrica de grandes negocios, que contaba quince pisos, manifestaron sin rebozo su opinión de que el gran jefe había hecho al fin alguna tontería y se avergonzaba de su locura; otros empleados, de mayor edad y también poco importantes, dominados por el sentimiento de veneración romántica al negocio que había devorado sus mejores años, solían murmurar, con misterio, mostrando estar enterados, que aquello era una señal portentosa, y que la firma Holroyd tenía intención de posesionarse en breve de la República de Costaguana toda entera, con almas, vidas y haciendas.
De hecho, los que acertaban eran los que suponían ser todo ello un capricho del eminente financiero. Había sentido el antojo de interesarse personalmente por el asendereado asunto de la mina de Santo Tomé con la historia de depredaciones y matanzas; y tanto interés llegó a cobrarle que le dedicó preferentemente la primera temporada de vacaciones que había disfrutado en un período larguísimo de años. Aquí no se trataba de realizar una gran empresa; no era cuestión de negociar con una compañía de ferrocarriles o una corporación industrial. Míster Holroyd quería probar lo que daba de sí la firmeza de carácter de un hombre. Le agradaría ver coronada por el éxito esta su intervención en un terreno nuevo, por vía de descanso reconfortante; pero junto con ese sentimiento alimentaba el propósito de abandonar totalmente el negocio al primer síntoma de fracaso. Al fin, todo se reducía a dejar en la estacada a un hombre. Por desgracia la prensa había propalado a los cuatro vientos su viaje a Costaguana. Aunque estaba satisfecho de la manera con que Carlos Gould llevaba el asunto, se confirmó en la idea de conceder su apoyo financiero. En la última entrevista, media hora o cosa así antes de cruzar el patio, sombrero en mano, detrás del tronco plateado que arrastraba el carruaje de la señora de Gould, había dicho en la habitación de Carlos:
– Siga usted adelante con entera libertad de acción, y yo me encargo de ayudarle, mientras sepa sostenerse. Pero esté usted seguro de que, si surgen graves contingencias, sabremos retiramos a tiempo.
A lo cual Carlos se había limitado a contestar:
– Puede usted empezar a expedir la maquinaria tan luego como guste.
Y al gran hombre le había caído en gracia la calma imperturbable de su consocio. El secreto de esa impasibilidad estaba en que a Carlos le satisfacían aquellas condiciones. De ese modo la mina conservaba el carácter mismo con que él la había concebido siendo muchacho, esto es, un negocio rodeado de fatídicas amenazas: y además continuaba dependiendo sólo de él mismo. Era una empresa seria, y también él la tomaba con ahínco.
– Por supuesto -le dijo a su mujer, aludiendo a la última conversación con el huésped que acababa de partir, mientras paseaban despacio yendo y viniendo por el corredor, seguidos de la mirada hostil del loro-, por supuesto, un hombre de su condición puede tomar o dejar, cuando le place, cualquier asunto. No tolerará verse derrotado. Puede ocurrir que lo deje, o que se muera mañana; pero los grandes intereses de plata y hierro le sobrevivirán y algún día se apoderarán de Costaguana junto con el resto del mundo.
Habíanse parado junto a la jaula. El loro, cogiendo el sonido de una palabra perteneciente a su vocabulario, se sintió impulsado a intervenir. Los loros son a veces muy humanos.
"¡Viva Costaguana!", gritó con intensa obstinación, y al instante siguiente, erizando las plumas, tomó un aire de somnolencia esponjosa tras los dorados y brillantes alambres.
– ¿Y crees tú en el fundamento de esos proyectos de dominar las riquezas del mundo? -interrogó la señora Gould.
– A mi me parece el más odioso materialismo, y…
– Hija mía, eso no me importa -interrumpió su marido en tono de blanda reconversión-. Yo me limito a utilizar su apoyo pecuniario. En cuanto a los demás, ¿qué se me da a mí de que ese modo de hablar sea la voz del destino o un simple trozo de elocuencia hueca y estruendosa? Por cierto que de esa clase de elocuencia se produce bastante en ambas Américas. El clima de Nuevo Mundo parece favorable al arte de la declamación. ¿Recuerdas cómo el querido Avellanos perora durante horas seguidas en sus visitas?
– ¡Oh, pero es distinto! -protestó la señora Gould, casi enfadada.
El ejemplo no venía al caso. Don José era una excelente persona que hablaba divinamente y ponderaba con entusiasmo el gran valor de la mina de Santo Tomé.
– ¿Cómo puedes compararlos, querido? -increpó recriminándole-. El ha sufrido… y tiene aún esperanzas.
A la señora le sorprendía que realmente fueran personas muy entendidas en negocios -cosa que no discutía- los extranjeros recién salidos de su casa, porque en muchos asuntos clarísimos se habían mostrado extrañamente estúpidos.
Carlos Gould, con una calma circunspecta y vigilante, que le granjeaba al punto la viva simpatía de su mujer, aseguró a ésta que no había pretendido establecer ninguna comparación. El mismo era también americano, y quizá pudiera desplegar ambas clases de elocuencia… "si fuera cosa que mereciera intentarse", añadió con firmeza. Había respirado el aire de Inglaterra por más tiempo que ninguno de los suyos en el transcurso de tres generaciones; y esta circunstancia le hacía ver las cosas con un criterio que en ocasiones tal vez necesitara ser disculpado. Su pobre padre fue hombre de palabra fácil y abundante, con sus ribetes de elocuencia. Y a propósito de esto preguntó a su mujer si se acordaba de cierto pasaje contenido en una de las últimas cartas del finado, en el que éste expresaba su convicción de que "Dios parecía mirar airado a estos países, porque a no ser así, habría dejado brillar un rayo de esperanza por algún resquicio abierto en la terrible noche de intrigas, muertes y crímenes que se cernía sobre la Reina de los Continentes".