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La señora de Gould no lo había olvidado.

– Sí, me lo leíste, Carlitos -murmuró-. Y por cierto que me impresionó mucho. ¡Que pena tan desgarradora debió de atormentar a tu padre!

– No se resignaba a ser robado. Eso le exasperaba -explicó Carlos Gould-. Pero el pasaje mencionado no dejaba de contener un gran fondo de verdad. Lo que aquí se necesita es legalidad, buena fe, orden, seguridad. Todo el mundo puede discursear sobre ese tema; pero yo prefiero poner mi confianza en promover el desenvolvimiento de los intereses materiales. Con sólo que lleguen a adquirir estabilidad en los comienzos, ellos mismos impondrán las únicas condiciones en que pueden continuar existiendo, esto es, el orden, la paz, la justicia. En este sentido es como está justificado el que yo pretenda hacer dinero frente a la ilegalidad y el desorden. Y digo que está justificado, porque la seguridad exigida para la índole misma de la explotación se extenderá necesariamente a un pueblo oprimido. Un estado social en que impere una justicia más perfecta vendrá después. Ese es nuestro rayo de esperanza. (El brazo de Carlos tocó un momento a la menuda figura que tenía a su lado.) Esperemos, pues, que la mina de Santo Tomé sea el resquicio abierto en las tinieblas, que mi pobre padre desesperó de ver jamás.

Ella le contempló con admiración. Carlitos entendía a fondo el asunto y concretaba en una elevada y vasta aspiración la vaguedad de sus ambiciones generosas.

– Carlos querido -le contestó-, tu desobediencia tiene una finalidad espléndida.

De pronto se separó de ella en el corredor, para ir por su sombrero gris flexible prenda del traje nacional que se amoldaba con sorprendente perfección a su atavío inglés. Volvió con una fusta en la mano abotonándose un guante de piel; su semblante reflejaba la firme resolución de no cejar en el plan concebido. Su mujer le aguardó en la parte superior de la escalera, y antes de despedirla con un beso, puso término a la conversación con estas palabras:

– Una cosa hay perfectamente clara para nosotros, y es el hecho de que no es posible retroceder. ¿Adonde iríamos a comenzar una nueva vida? Por tanto aquí estamos con todo lo que somos y valemos.

Luego se inclinó con cariño, no exento de compasión, sobre el rostro levantado de su esposa. Carlos poseía las cualidades necesarias para salir triunfante en su empresa, porque no se forjaba ilusiones y tomaba la realidad tal cual era. La concesión Gould tenía que luchar a vida o muerte, utilizando por el momento las armas que pudiera hallar en el pantano de una corrupción que, por ser tan general, llegaba casi a parecer cosa normal y corriente. Estaba resuelto a doblegarse a las circunstancias, para procurarse los medios de combatir. Por su mente cruzó la idea de que la mina de plata que había matado a su padre acaso le hubiese fascinado a él arrastrándole a ir mis allá de lo que pensaba, y con la vivaz lógica de las emociones dedujo que todo el valor de su vida se hallaba comprometido en sacar triunfantes sus designios. No era posible retroceder.

Capítulo VII

El cariño inteligente de la señora Gould la llevaba sin esfuerzos a compartir los sentimientos de su esposo. Los proyectos de éste comunicaban a la vida interés y emociones, y ella era demasiado mujer para no gustar de ambas cosas. Pero a la vez la acobardaban un poco; y cuando don José Avellanos, meciéndose en su silla americana, se propasaba a decir: "Aunque fracasara usted, mi querido Carlos; aunque alguna contingencia adversa diera al traste con todos sus esfuerzos -¡lo que Dios no permita!-, habría usted merecido bien de su patria", la señora Gould alzaba los ojos de la mesa de té y los fijaba profundamente en el impasible semblante de su marido, que seguía agitando la cucharilla en la taza, como si nada hubiera oído. Y no es que don José creyera en la inminencia de un desastre; al contrario, no se cansaba de elogiar la cordura, tino y valor de Carlos. Su carácter inglés, firme como una roca, constituía su mejor salvaguardia, afirmaba don José; y, volviéndose a la señora de Gould, añadía: "Así como la de usted, querida Emilia" (la trataba con la familiaridad autorizada por sus años y antigua amistad); "usted es una patriota tan neta, como si hubiera nacido entre nosotros".

Esto último podía ser mas o menos cierto. La señora de Gould, al acompañar a su esposo por toda la provincia en busca de trabajadores, había conocido el país observándolo con mirada más atenta y penetrante que cualquiera costaguanera castiza. Vestida de amazona, con traje deslucido por la brega del viaje, la cara blanca de polvos de tocador como busto de escayola, protegida además por una mascarilla de seda, durante las horas de sol abrasador, cabalgaba en un bonito y ligero pony en el centro de un grupo de jinetes. Dos mozos de campo, pintorescas figuras, de enormes sombreros, espuelas calzadas sobre los talones descalzos, calzoneras bordadas de blanco, jubones de cuero y ponchos estriados, caminaban delante, las carabinas a la espalda, oscilando al compás del paso de los caballos. A retaguardia iba una tropilla de acémilas, a cargo de un enjuto muletero de rostro moreno, que montaba su orejuda bestia, sentado a horcajadas cerca de la cola, con las piernas muy echadas hacia delante y el sombrero de ala ancha al cogote formando una especie de halo alrededor de su cabeza. Para comisario y organizador de la expedición había sido recomendado por don José un veterano oficial de Costaguana, comandante retirado, de humilde origen, pero protegido por las principales familias a causa de su opiniones blanquistas. Las puntas de su bigote entrecano le caían muy por debajo de la barbilla, y, cabalgando a la izquierda de la señora Gould, recorría con su bondadosa mirada el paisaje, señalando sus particularidades topográficas, diciendo los nombres de los pequeños pueblos, de las extensas fincas, de las haciendas que con sus alisados muros semejaban largas fortalezas coronando los oteros del valle del Sulaco. Ofrecía éste a la vista verdes campos cultivados con plantas tiernas aún, llanuras, bosques, lucientes ramales de agua; un conjunto semejante a un parque, dilatándose desde el vapor azul de la sierra lejana hasta los confines de un inmenso horizonte de praderas y cielo, donde flotaban nubarrones blancos, que parecían caer lentamente en la oscuridad de sus propias sombras.

Mozos de labor rasgaban la tierra con arados de madera, tirados por yuntas de bueyes, empequeñecidos por la vasta extensión en que se movían, como luchando con la inmensidad misma. A lo lejos galopaban figuras de vaqueros, y las grandes vacadas pacían, abatidas las cabezas de uniforme cornamenta, en una línea ondulante que se prolongaba hasta donde la vista podía alcanzar cruzando los amplios potreros.

Junto al camino, una frondosa plantación de algodoneros sombreaban un rancho techado con cañas y bálago; las cansinas hileras de indios cargados se quitaban los sombreros y miraban con ojos tristes y mudos a la cabalgata que levantaba el polvo del camino real, construido por sus antepasados. Y la señora Gould, cada día de viaje, parecía comprender y sentir más de cerca el alma del país, que se le revelaba en su tremendo estado interior, no afectado por el somero tinte europeo de las ciudades de la costa; país inmenso de llanuras y montañas, que sufría en silencio, aguardando la redención venidera en una patética inmovilidad de paciencia.