– No chocan dos piedras en ninguna parte, sin que el gobernador oiga el ruido, señora.
Palabras que profería golpeándose la oreja con la punta del índice de un modo significativo. A pesar de que el número de mineros solamente pasaba de seiscientos, parecía conocer individualmente a los interminables Josés, Manueles, Ignacios de las aldeas primera, segunda y tercera (tres eran los poblados mineros) que tenía bajo de su gobierno. Sabía reconocerlos no sólo por su caras achatadas y tristes, que a la señora de Gould le parecían iguales, como vaciadas en el mismo molde ancestral de sufrimiento y paciencia, sino, al parecer, también por los matices, graduados hasta lo infinito, de los torsos morenos recargados o cobrizos, cuando las dos tandas de obreros, quedándose en calzoncillos y con casquetes de cuero en la cabeza, se mezclaban en una confusión de miembros desnudos, picos al hombro, lámparas colgantes entre un confuso patuleo de pies calzados con chátaras en el llano fronterizo a la boca del túnel principal.
Era un período de descanso. Los muchachos indios se tumbaban perezosamente a lo largo de la prolongada línea de vagonetas vacías; los cernedores y rompedores de mineral se ponían en cuclillas y fumaban largos cigarros; los canalones de madera en plano inclinado sobre el borde de la plazoleta a la entrada del túnel yacían vacíos y mudos, oyéndose sólo el violento rodar del agua en los canalizos, y el estrellarse con furia contra las turbinas junto con el sordo golpear de los bocartes que pulverizaban la roca argentífera en la plataforma inferior. Los capataces, caracterizados por las medallas de bronce, pendientes sobre sus pechos desnudos, se ponían poco después al frente de sus cuadrillas, y al fin la montaña se tragaba una mitad de la silenciosa multitud, mientras la otra mitad se movía descendiendo en largas filas por los serpeantes senderos que conducían al fondo de la garganta.
Era profunda; y allá en el fondo una línea de vegetación que ondulaba entre las lustrosas superficies de las rocas semejaba un delgado cordón verde, en el que tres nudos terrosos con bananos, palmeras y copudos árboles mercaban la Aldea Una, la Aldea Dos y la Aldea Tres, que servían de morada a los mineros de la Concesión Gould.
Familias enteras habían emprendido la marcha, tan luego como se difundió la noticia del comienzo de los trabajos por el campo de pastizales, en dirección a la garganta de la cordillera del Higuerota, abriéndose camino, como las aguas de una gran diluviada, por los vericuetos y grietas de las azulinas laderas de las Sierras. Primero el padre con sombrero de paja cónico, luego la madre con los hijos mayores y generalmente también un asnillo; todos cargados, excepto el cabeza de familia, y acaso alguna muchacha talluda, orgullo de sus progenitores, que avanzaba, descalza y derecha como el astil de una lanza, con flotantes guedejas de azabache, perfil lleno y altivo, sin otra carga que el guitarrillo del país y un par de blandas sandalias de cuero, atadas con aquél a la espalda. Al ver grupos de esta clase siguiendo, como regueros de hormigas, los senderos cruzados de los pastizales o vivaqueando junto al camino real, los viajeros a caballo se decían:
– Más gente que va a la mina de Santo Tomé. Mañana veremos nuevos grupos.
Y espoleando sus cabalgaduras en la oscuridad del crepúsculo, discutían las noticias de la provincia relativas a la mina de Santo Tomé. Un inglés rico había emprendido su explotación… y acaso no fuera inglés, ¡quien sabe! Un gringo con mucho dinero. Era cierto; los trabajos habían comenzado. Los vaqueros, últimamente llegados a Sulaco con una manada de toros negros para la próxima corrida, al pasar por Rincón, pudieron ver desde el portal de la posada, distante de la ciudad media legua escasa, las luces de la montaña que parpadeaban entre los árboles. Y se había observado también que entre los acompañantes del gringo había una mujer cabalgando no en silla de posta, sino en una especie de arzón y con un sombrero de hombre en la cabeza. Algunos la habían visto caminar a pie por los senderos que conducen a lo alto de la montaña. Parece que era ingeniera.
– ¡Qué disparate! ¡Imposible, señor!
– ¡Sí! ¡Sí! Una americana del Norte.
– ¡Ah! Bien. Si vuestra merced lo sabe de buena tinta, me callo. Una yanqui. Por fuerza tenía que ser algo así.
Y subrayaban este comentario riendo un poco con cierta extrañeza despectiva, mientras su mirada recelosa escudriñaba las sombras del camino, porque se está expuesto a tropezar con mala gente viajando de noche por el campo.
Volviendo a don Pepe, éste no sólo conocía individualmente a los hombres, mas parecía capaz de clasificar también a las mujeres, muchachas y mozalbetes de su dominio con sólo echarles una mirada atenta y reflexiva. Únicamente la chiquillería era la que le tenía perplejo. Con frecuencia se les veía a él y al padre paseando juntos con aire meditabundo por la calle de alguna de las aldeas, poblada de niños morenos y pacíficos, y los contemplaban haciéndose preguntas en voz baja, como si intentaran averiguar la procedencia de cada uno; o bien, cuando tropezaban en el camino con algún arapiezo vagabundo, desnudo y serio, con un cigarro en la boca y tal vez el rosario de su madre sustraído a la vigilancia de ésta para adornarse con él, llevándolo pendiente del cuello en una sola vuelta que descendía hasta su redondeado abdomen, entraban en vivas discusiones sobre quién podría ser el padre de tal criatura. Los pastores espiritual y temporal de la grey de la mina eran excelentes amigos. No estaban en tan íntimas relaciones con el doctor Monygham, que había aceptado de la señora Gould el cargo de médico de la colonia minera y vivía en el edificio dedicado a hospital. Pero en realidad no había nadie que tratara en amistosa confianza al señor Doctor, cuya gibosa espalda, cabeza gacha, boca burlona y agresiva mirada aviesa le daban un aspecto reservado y arisco. Las otras dos autoridades trabajaban en buena armonía. El padre Román, enjuto, pequeño, vivaracho, con rostro arrugado, grandes ojos redondos, barbilla aguda, y casi siempre una gran caja de rapé en la mano, era un veterano de los campos. Había ayudado en sus últimos momentos a muchas almas sencillas, arrodillado junto a los moribundos en las laderas de los cerros, entre los altos herbales, en la umbría espesura de los bosques, para oír la postrera confesión, medio asfixiado por el humo de la pólvora que le cegaba ojos y narices, y aturdido por el estruendo de las descargas y el silbido y golpeteo de los proyectiles. Y ¿qué mal había en pasar un rato jugando con una grasienta baraja en la casa parroquial, al caer la tarde, antes que don Pepe girara su última ronda para ver si los vigilantes de la mina -cuerpo organizado por él- ocupaban sus puestos? Para cumplir ese deber, que ponía término a la labor del día, don Pepe se ceñía su vieja espada en la galería exterior de una casa de madera, revocada de blanco, de estilo norteamericano inconfundible, a la que el padre Román llamaba casa parroquial. Cerca de ella un edificio largo, negruzco y achatado, sobre cuya cubierta se alzaba una espadaña, semejante a un vasto granero con una cruz de madera en el gablete, constituía la capilla de los mineros. Allí el padre Román decía misa diariamente ante el sombrío retablo de un altar, que representaba la Resurrección, mostrando la gran losa del sepulcro volcada en un ángulo, la imagen del Redentor, defectuosamente pintada, suspendida en el aire en el centro de un óvalo de luz pálida, y en primer término un legionario de tostado rostro, con un yelmo en la cabeza, derribado en el bituminoso suelo. "Este cuadro, hijos míos, muy lindo y maravilloso -solía decir el padre a sus feligreses-, que contempláis aquí, gracias a la munificencia de la esposa de nuestro Señor Administrador, ha sido pintado en Europa, país de santos y milagros, mucho mayor que nuestra Costaguana." Y luego tomaba con unción un polvo de rapé. Pero en una ocasión un oyente curioso quiso saber hacia qué parte caía Europa, si costa arriba o costa abajo; y como el padre Román no había salido nunca de su patria, ni se cuidaba de otra cosa que de cumplir los deberes de su ministerio, se encontró desarmado ante la pregunta, y para disimular la perplejidad, se puso muy grave y severo. "Indudablemente es un país muy distante del nuestro, pues los grandes veleros tardan meses en llegar. Pero a vosotros los mineros de Santo Tomé, pescadores ignorantes, lo que os importa es pensar seriamente en libraros de las penas eternas, en vez de meteros a averiguar la magnitud de la tierra con sus países y ciudades, cosas que no están a vuestro alcance."