Выбрать главу

También los descargadores de la compañía, naturales de la República, se portaron muy bien a las órdenes de su capataz. Era una tropa de ínfima ralea y sangre muy mezclada, abundando en ella los negros, que andando siempre a la greña con los parroquianos de las peores tabernas de la ciudad, acogieron con alegría aquella ocasión de vengar sus personales resentimientos al amparo de tan favorables auspicios. No se contaba entre ellos ninguno que, en tal o cual día, no hubiera visto con terror el revólver de Nostromo apuntándole a la cara a quema ropa, o que en otra cualquier forma no hubiera sido intimidado por la resolución del capataz.

"Era mucho hombre", decían de él, áspero de lengua cuando se enojaba, propasándose a decir verdaderos insultos, incansable en imponer tareas, y que se hacía temer sobre todo por su retraimiento y hosquedad. Pero, con todo eso, aquel día estuvo al frente de ellos en la lucha contra la canalla, allanándose a dirigir advertencias en son de broma, cuándo a uno, cuándo a otro.

Su manera de ejercer el mando fue alentadora y eficaz, pues realmente todo el daño que el populacho logró causar se redujo al incendio de una -una sola- pila de durmientes de la vía, que por estar creosotados ardieren como teas. El principal ataque dirigido contra los cercados del ferrocarril, las oficinas de la O.S.N. y en especial contra la Aduana, un gran tesoro en lingotes de plata, fracasó enteramente. Aun el hotelito, propiedad del viajo Giorgio, que se alzaba aislado entre el puerto y la ciudad, escapó al saqueo y la destrucción, no por un milagro, sino porque los revolucionarios en el primer momento sólo pensaron en perseguir a los fugitivos, y después les faltó la oportunidad a causa de las duras embestidas de Nostromo y sus cargadores.

Cap ítulo III

Nostromo defendió el hotel de Giorgio como si fuera cosa suya. De recién llegado se le había admitido a vivir en la intimidad de la familia del hotelero, que era paisano suyo. El viejo Giorgio Viola, genovés, de cabeza leonina, poblada de blancas greñas -a menudo llamado simplemente "el Garibaldino" (como los mahometanos reciben esta denominación del nombre de su Profeta)-, era, según palabras textuales del capitán Mitchell, el "respetable amigo casado", por cuyo consejo Nostromo había dejado su barco para probar fortuna en las playas de Costaguana.

El viejo, gran despreciador del populacho, como los republicanos austeros de su laya lo son a menudo, no había dado importancia a los ruidos preliminares de la revuelta. Aquel día continuó su acostumbrado trajín por la casa, en zapatillas, refunfuñando entre sí mil denuestos contra la falta de elevados ideales patrióticos del alboroto y encogiéndose de hombros. Al último se vio sorprendido por la embestida de las turbas. Era entonces demasiado tarde para trasladar a otra parte a su familia; y realmente ¿adonde podía huir con la corpulenta signora Teresa y dos muchachas en aquella gran llanura? Así pues, obstruyó con barricadas todas las puertas y ventanas del hotelito y se sentó con austera gravedad en medio del café, puesto a obscuras, con una vieja escopeta sobre las rodillas.

Su mujer se acomodó en otra silla al lado, murmurando piadosas preces a todos los santos del calendario.

El viejo republicano se ufanaba de no creer en los santos, ni en las oraciones, ni en lo que él llamaba "la religión de los curas". La Libertad y Garibaldi eran sus divinidades; pero toleraba la "superstición", como él decía, en las mujeres, guardando en este punto una actitud silenciosa y digna.

Sus dos hijas, la mayor de catorce años, y la otra dos años más joven, se acurrucaron sobre el enarenado piso, a cada lado de la signora Teresa, reposando la cabeza en el regazo materno, ambas medrosas, pero cada una a su modo, la morena Linda, de negra cabellera, con indignación y enojo, y la rubia Gisela, la menor, poseída de un terror resignado. La patrona apartó por un momento los brazos que tenía puestos sobre sus dos hijas para santiguarse, y luego cruzó las manos nerviosamente.

– ¡Oh! Gian Battista ¿por qué no estás aquí? -gimió en tono algo alto-, ¿Por qué no estás aquí?

No invocaba con estas palabras al santo mismo, sino a Nostromo, que le tenía por patrón. Y Giorgio, inmóvil en la silla a su lado, no pudo permanecer indiferente ante aquellos quejosos y desatados llamamientos.

– ¡Tranquilízate, mujer! ¿A qué viene eso? Está donde le llama el deber -murmuró el marido en la oscuridad.

Pero ella replicó anhelante:

– ¡Calla! Que me falta la paciencia. ¡El deber! ¿Y yo, que he sido para él una segunda madre, no soy nada? De rodillas le pedí esta mañana: "No te vayas, Gian Battista…; quédate en casa, Battistino…; ¡pon los ojos en estas dos inocentes criaturas!"

La señora de Viola era también italiana, natural de Spezzia, y, aunque bastante más joven que su marido, entrada ya en los cuarenta. Era de rostro hermoso, que había tomado un tinte amarillo, porque no le probaba bien el clima de Sulaco. Tenía una voz de hermoso contralto, bien timbrada. Cuando, cruzados reciamente los brazos sobre su amplio pecho, reñía a las regordetas chinas, que trabajaban en el arreglo de la ropa blanca, o pelaban las aves destinadas a la cocina, o machacaban maíz en morteros de madera en las casetas de barro situadas detrás de la casa, lo hacía emitiendo una nota de tan apasionada, vibrante y dolorida expresión, que el perro de guarda, atado a su cuchitril, daba un salto sacudiendo rumorosamente su cadena. Y Luis, el mulato, de piel color canela, bigote incipiente y gruesos labios negruzcos, suspendía su faena de barrer el café con una escoba de hojas de palma, sintiendo correr un suave escalofrío a lo largo de su espalda, mientras sus lánguidos ojos de almendra permanecían cerrados en prolongado transporte.

Pero tanto el moreno como las chinas, que formaban la servidumbre de la Casa Viola, habían huido de madrugada al estallar los primeros clamores de alboroto, prefiriendo ocultarse en la llanura antes que fiarse de la protección que les ofrecía el hotel; preferencia nada censurable, dado que fuera o no verdad, se creía generalmente en la ciudad que el Garibaldino tenía dinero enterrado en el piso de greda de la cocina.

El perro, que era un animal peludo y colérico, ora ladraba con furia, rompía en lastimeros aullidos, en la parte trasera del establecimiento, saliendo y entrando en su caseta, según que le dominara la ira o el miedo.

Explosiones de gran vocerío resonaban de pronto y se extinguían, a modo de violentos rafales, en la extensión de la llanura, alrededor de la casa, protegida interiormente por barricadas; y el espasmódico crepitar de las detonaciones creció sobreponiéndose al clamoreo. A veces había intervalos de un silencio solemne y pavoroso; mientras las brillantes líneas de luz solar que, penetrando por las rendijas de las persianas, cruzaban el café sobre las sillas y mesas en desorden, hasta proyectarse en la pared opuesta, parecían dar a la situación una nota extrañamente alegre y apacible.

El viejo patrón había elegido para refugio aquel cuarto de paredes encaladas y desnudas. No tenía más que una ventana y una sola puerta que se habría frente a un camino polvoriento, guarnecido a uno y otro lado por setos de áloes entre el puerto y la ciudad; ruta que solían frecuentar pesadas carretas arrastradas por yuntas de bueyes, que llevaban por guías muchachos montados a horcajadas.

En una pausa de silencio Giorgio amartilló su escopeta. El fatídico tic-tac del gatillo arrancó un ahogado gemido a la rígida figura de su mujer, sentada al lado. Un repentino y amenazador griterío que estalló cerca del hotel, se convirtió un instante después en confuso murmullo de protestas. Alguien pasó corriendo por delante de la casa, y en el momento de acercarse a la puerta se oyó su anheloso respirar; junto a la pared se notaba gente que hablaba en voz baja y bronca con ruido de pisadas; una figura apoyó su espalda contra la ventana, borrando las brillantes franjas de luz trazadas al través del cuarto. Los brazos de la signora Teresa, rodeados a las formas arrodilladas de sus hijas, las estrecharon con un apretón convulsivo.