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– Supón que te deseo -ofreció, con una humildad deliberadamente sucia.

– Supón que me he cortado el pito -murmuré, y salí, dando un portazo.

El cielo estaba gris y el aire de la sierra batía furiosamente las laderas. Aunque pareciera mentira, era mayo. Me sentía envilecido y desquiciado, como si acabara de comerme el hígado de un niño. También me había trastornado su cuerpo claro, incitante, su solicitud casi rendida al cabo de tantos años; aunque fuese un subterfugio, aunque entre ambos se interpusiera mucho más que el peso amargo de los buenos días perdidos y la miserable culpa ganada, mucho más que el hueco absurdo que era todo lo que quedaba de Pablo.

A un costado de la casa había una especie de cobertizo. Allí encontré la pala. Entré de nuevo en la casa para sacar el cuerpo. Claudia estaba ajustándose unos pantalones. Inició una sonrisa, pero yo aparté los ojos. El muerto pesaba indeciblemente, como correspondía. Su cráneo dejó un reguero de sangre sobre el suelo. Tuve náuseas, y agradecí que el nueve corto no fuese suficiente para vaciar sus sesos a la distancia desde la que le había tirado. Me costó un calvario cavar un agujero en el que cupiese. Disimulé la tumba como mejor pude y devolví la pala a su sitio. Cuando entré, Claudia había limpiado la sangre y estaba lista para marcharnos. Cogí el revólver de la mesilla y la navaja del suelo. El revólver me lo guardé y la navaja se la tendí a ella.

– Toma, guárdala. Por si esta noche le echas de menos y quieres volver a sentir el cosquilleo de la hoja en el vientre.

– Prefiero sentir otras cosas en el vientre. O prefería.

De modo que también me guardé la navaja. De pronto, me había convertido en un coleccionista de armas.

Tardó un poco en subir al coche. Calculé que estaba echándole la llave a la puerta, pero cuando arrancó y empezamos a alejarnos de allí, vi por el retrovisor que había estado haciendo otra cosa. La casa estaba ardiendo. Claudia sonreía, malévola, con la mirada fija en el camino.

– Eso no ha sido una buena idea -observé.

– ¿Por qué? -preguntó, suave y rápida.

Meneé la cabeza y pensé en la Guardia Civil, en el cadáver, en que había olvidado recoger el casquillo. Daba igual, identificarían el arma por el proyectil, en cualquier caso. Y también estaba el coche en el que él había venido, apenas oculto tras unos árboles a escasa distancia de la casa. Confusamente, traduje para ella:

– Te has dejado mucha ropa en el armario.

– Dejo otras cosas, peores que la ropa. Recuerdos de cuando no era una perra, de cuando no le había obligado todavía a buscarse un modo de morir.

– No creo que pienses eso.

– Pero tú sí lo piensas.

– Yo no soy nadie.

– Ahora eres un asesino, por mí. Bueno, puede que no lo hayas hecho por mí, pero yo sí te debo algo. Quizá incluso deba compartir tu manera de ver las cosas.

– No te lo aconsejo. Ahora mismo, por ejemplo, no sé ni siquiera dónde estoy. No sé si me he dejado utilizar como un idiota o si la idiota eres tú, por haberme llamado. Querías que le matase y lo he hecho, pero no sé quién era él, y nunca he sabido quién eres tú. Intuyo que simplemente dices eso para reírte de mí. Si es así, que te aproveche.

– No te desprecies. Sólo ha pasado que no tuviste suerte. Eras mejor que él. Por eso no me fui contigo.

– Vaya. Ya tengo tu admiración. Ahora sólo falta que Satanás me bese el culo, y mi vida habrá merecido la pena.

– Eres un cabrón, Juan.

– Yo no diré lo que tú eres.

Ya habíamos tomado una carretera en condiciones, después de recorrer aquella senda de cabras. El coche era uno de esos incómodos todoterreno que se habían puesto de moda hacía años entre la gente a la que Claudia, incluso después de casarse con Pablo, no había dejado de pertenecer. Se movía mal por los caminos para los que se le suponía concebido y todavía peor, según comprobé unos minutos más tarde, en la autopista. El motor rugía como un condenado pero todo el mundo nos adelantaba. Había comenzado a llover y los limpiaparabrisas reiteraban incansables su monótono barrido. Por la izquierda, en dirección contraria, hacia las cumbres, trepaba el tren que yo había cogido por la mañana, hasta una estación desierta desde la que había tenido que darme una caminata espantosa para llegar a la casa. Anochecía, y las facciones de Claudia se volvían azuladas. En aquella tarde enloquecida, la luz llegaba ahora desde un resquicio que las nubes dejaban momentáneamente a un cuarto creciente de luna. El tráfico fue aumentando a medida que nos acercábamos a la ciudad. En una ojeada casual al cuadro, vi que apenas quedaba gasolina. Claudia permanecía absorta en la ruta. Extenuado, me dejé caer en un espejismo de la memoria, y jugué a sentirme como si pudiéramos regresar igual que regresábamos entonces, cuando desde la estación, o desde el aeropuerto, o desde la carretera por la que llegáramos, volábamos al Retiro y teníamos que contenernos para no cometer el acto ridículo de besar la tierra. Si aquella noche hubiéramos perpetrado la estupidez de ir allí, sólo habríamos visto la miseria de los vagabundos, de las estatuas rotas y las fuentes sin agua, de aquella sobada pero inagotable desesperación de no ser los mismos.

Claudia conducía bruscamente por las calles de la ciudad. Desde la mayor altura de su vehículo se imponía sin miramientos al resto de los conductores, incluyendo a los taxistas. Se metía por donde quería y arrinconaba a sus rivales con saña. Ahora comprendía el origen de las tres o cuatro abolladuras que lucía la carrocería de su pequeño blindado. Pronto estuvimos ante la lóbrega fachada de mi pensión. Subió el todoterreno a la acera y frenó un milímetro antes de derribar la señal que prohibía aparcar allí. Apagó las luces y quitó el contacto. Bien pudo ser sólo una falsa impresión, pero creí notar que estaba aturdida. Aguardé a que me pidiera algo. Que la acompañara a casa, o que matase a otro. A lo primero me habría negado, pero quizá no a lo segundo, si me dejaba emborracharme antes. Al cabo de un rato de mirar al otro lado del parabrisas, me aclaró:

– Ya no te necesito más. Olvídanos, a mí y a Pablo. Vete de Madrid, vuelve a ese balneario donde te pudres. Aquí no queda nada, ya lo has visto.

– ¿Y tú? No creo que el gigante estuviera solo. Ni siquiera creo que fuese importante. ¿Por qué ese empeño en que acabara con él?

– Te he dicho que lo dejes, que lo olvides. Confía en mí y vuelve allí antes de que nadie se preocupe por tu ausencia. A partir de aquí me las arreglo sola.

La dejé representar aquel papel, apoyándola con un breve silencio. Esto era artificio, pero lo que le dije después me salió del alma.

– Quién te habría imaginado así como eres y estás ahora, aquella noche en que te conocimos. Llevabas un vestido rosa, de fiesta, aún puedo recordarlo. Eras la muchacha que siempre habíamos esperado que apareciera en una noche de verano, paseando sola junto al estanque, hermosa y pensativa. Cuando te vimos, creímos que eras un efecto del alcohol.

– Vuestra desgracia fue que yo también estuviera borracha. Si hubiera estado sobria os habría esquivado.

– No lo hiciste. Te paraste y nos recitaste a Rimbaud:

Voici plus de mille ans que la triste Ophélie

Passe, fantôme blanc, sur le long fleuve noir.

– Para vosotros era poesía. Para mí era Madame Renard y el Liceo. La sórdida sensibilidad de un hatajo de lesbianas lánguidas.

– Eso no importaba, incluso nos habría excitado saberlo -supuse, con amargura.

– Déjalo, Juan, no remuevas la basura. Adiós.

– Sólo una pregunta.

– Qué.

– ¿Qué era lo que buscaba ese tipo?

– No tengo la menor idea.