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Me levanté, le dejé sitio para que pasara y le señalé la butaca contigua.

– Por favor.

– Se le ve cansado -dijo-. ¿Ha estado trabajando mucho últimamente?

– Sí y no. Más de lo que suelo. Menos de lo que supongo que todavía podría aguantar.

– Me llama la atención esa manera de hablar de usted -observó-. Siempre anda con el todavía a cuestas, y siempre que se lo oigo me entra la misma curiosidad. ¿Sería una indiscreción preguntarle cuántos años tiene?

– ¿Por qué iba a serlo? Treinta y ocho.

– Sé por experiencia que son suficientes para tener una pesada carga que arrastrar. Pero le aseguro a usted que no hay nada que se compare a la impotencia que se padece a partir de los setenta. Amigo, esto sí que es claudicación. Un día te levantas y eres un fardo inútil, sin paliativos.

– No se me queje, don Eladio. No es su estilo.

– Yo no me quejo. También sé que es bueno haber sobrevivido para verse envejecer. Trato de ofrecerle algún aliciente.

– ¿Aliciente?

– Sí, mi envidia. Le envidio, porque usted puede coger un autobús y marcharse de aquí. Por eso me subleva verle así, como si fuera uno más de los jubilados que infestan este lugar.

– No puedo irme de aquí, don Eladio.

– Tonterías. ¿Qué se lo impide?

– ¿Se trata de una sugerencia? No creía que mi presencia le molestara.

– No diga bobadas. Sé que usted está aquí por renuncia. Es más de lo que tengo derecho a preguntarle, pero me gustaría conocer la causa. No creo que sea bastante para condenarle a los años grises que le esperan si se queda aquí.

– Es una larga historia, don Eladio. O quizá no sea precisamente larga. Podría contarse en tres palabras, a decir verdad. Es, más que nada, penosa. A lo que yo no tengo derecho es a torturarle con ella. Pero no debe preocuparse por mi futuro. Mis años siempre han sido grises, por lo que puedo recordar.

Las manos del anciano se apretaron al bastón y su mirada se perdió en el horizonte oscuro. A un kilómetro y medio se veían las luces del pueblo. Mucho más allá, tenues destellos intermitentes en la oscuridad que intentaba engullirlas, las de otro pueblo de la comarca.

– ¿Sabe, Juan? Llevo doce años y medio en este balneario. Me cuesta toda mi pensión y parte de mis ahorros. Quizá dentro de dos años no pueda pagarlo. De manera que sería bueno que antes de dos años lograse morirme. No dejo herederos, mis amigos han muerto o los he olvidado, y como única familia recuerdo tener una sobrina a la que jamás se me ocurrirá incordiar con mis miserias. Puede resultarle chocante, pero ahora vivo mejor que cuando tenía su edad. ¿Sabe dónde estaba yo con su edad?

– No.

– Le diré antes dónde estaba con veintitrés años. Recluido en un caserío, en Vizcaya, preparando Notarías. ¿Le sorprende?

– No.

– Porque juega con ventaja. Pues bien, con su edad estaba en Ifni, con el Tercio. Fui voluntario. Estaba a punto de ascender, a punto de conseguir para el resto de mi carrera militar un cómodo puesto administrativo. Y me fui allí, y no me mataron. Aunque fue una guerra de verdad. He visto morir a cincuenta hombres en menos de dos días, no mucho más lejos de mí de lo que usted lo está ahora. Pero yo, que fui a buscarla, escapé a la muerte. Fue mi forma de aprender que no es bueno desear demasiado una cosa, porque se acaba siempre espantándola.

– Creo que es la primera vez que me cuenta batallas, don Eladio.

– Se equivoca. No le voy a contar nada de la guerra. Todo se reduce a una cosa: mueren los mejores y algunos de los peores, y los demás, si se descuidan, quedan atrapados en su recuerdo. Depende de la voluntad que se tenga para arrancárselo. Yo creo haberlo conseguido, en parte. Cuando alguno de los pocos que saben que existió me pregunta cómo fue aquella guerra, sólo respondo: a tiro limpio. Y cambio de tema. A algunos les parezco un maleducado. Pero es un asunto peligroso, demasiado para supeditarlo a las reglas de la urbanidad.

Observé su gesto orgulloso, su frente amplia y su ceño enérgico. Tenía los ojos húmedos, pero resistía. Había hecho de la resistencia su modo de entender el mundo.

– ¿Por qué me cuenta todo esto a mí? -le interrogué-. No sabe si merece la pena el riesgo, si yo merezco su confianza.

– Creo saberlo. Puedo imaginar muchas cosas de usted, porque yo he sido como usted.

– ¿Está seguro? Yo he abusado de personas indefensas, he traicionado a mi mejor amigo y creo que quise, o quiero, a la peor de todas las mujeres que encontré.

No sé por qué dije eso. No sólo no se lo había dicho a nadie, en diez años; ni siquiera lo había dicho a solas, ni siquiera me había permitido pensarlo, así de nítidamente. Oí mi propia voz como si fuera la de un extraño. Un pobre idiota que se apresuraba a confesar su intimidad al primero que se sinceraba con él, como si quisiera impresionarle, en una insensata competición de confidencias. Entonces me di cuenta de que la inminente visita de Claudia me afectaba mucho más de lo que conscientemente había consentido en admitir.

– Efectivamente, su historia podía contarse en tres palabras -juzgó, malicioso, el viejecillo-. Y le diré algo: nos parecemos todavía más de lo que había pensado.

Súbitamente exasperado conmigo mismo, intenté una defensa indigna:

– No me diga que se fue al Tercio por una mujer, don Eladio.

– ¿Por qué no? Dudo que sea usted de los que no conciben que la memoria de los ancianos pueda guardar violentas historias de amor.

– Desde luego.

– Pero no fue ésa la causa. Me fui al Tercio para purgar traiciones, lo mismo que usted hace aquí. No deseo contarle la historia; no esta noche, al menos. Lo que me importa decirle es otra cosa. Que regresé y continué purgando, y no dejé de negar la vida. En justicia, la vida me había enseñado una cara tan miserable que nada podía disuadirme de mi actitud. Pero esto es lo que he aprendido en treinta años de negación: no vale la pena ser riguroso. Al final, ahora, poco importa si uno fue piadoso o un desalmado, si fue coherente o un juguete del viento. Creo que nadie se molesta en juzgarnos, porque no valemos el trabajo de pensar para nosotros un castigo o una recompensa. Los únicos que pierden son aquellos que cometen la ingenuidad de juzgarse a sí mismos. Yo he perdido y sé de lo que estoy hablando. Podría verle caer en mi mismo error sin mover un dedo, porque eso me ayudaría a creerme menos estúpido. Pero no quiero vivir de esos consuelos. Prefiero avisarle de que todo lo que hace es innecesario, por si desea escucharme.

Procuré sonreír, ser honrado con aquel anciano que parecía estar siéndolo conmigo.

– No hará falta que le diga que ya no busco nada, don Eladio. Tampoco creo que le sorprenda si le confío que, más que pagar por lo que hice, me importa esconderme y alejarme de todo aquello.

La noche era muy limpia. Se oyó el ulular de una lechuza y una estrella fugaz cayó en veloz diagonal hacia el Oriente. Don Eladio permanecía absorto en los lomos oscuros de las encinas que se extendían bajo el promontorio desde el que las mirábamos.

– Tampoco yo voy a sorprenderle si adivino que sueña con frecuencia que vuelve allí, y que tiene derecho a pisar donde pisó, a pelear, incluso a poseer a esa mujer -sentenció el anciano, mientras le brillaba la mirada-. Si yo fuera un mentecato le diría que tiene que ir a ganar su batalla al lugar donde está. Lo que le digo es que más vale que a uno le destruyan las cosas que reconoce su corazón, y no acabar como un perro, en tierra extraña.

Descubrí que en aquel viejo la rabia estaba intacta. Que lo mismo que estaba dándome aquel consejo podía odiarme y me lo haría ver con la misma falta de miramiento. Quizá intentaba enardecerme. Como última defensa, traté de atajar aquella tentativa: