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– Era indispensable. Óscar sólo cumplía mis órdenes en cuanto que se ajustaban a lo que le había pedido Pablo antes de morir. No podía prescindir de toda la liturgia. Pero tampoco lo habría hecho si hubiera podido. Tenía cierta curiosidad por conocerte.

– Comprendo. Supongo que esa curiosidad era lo que te inspiraba la otra tarde. ¿Qué habría ocurrido si hubiera aceptado alguna de tus insinuaciones?

– Nada que no pueda ocurrir ahora, si te quitas de encima ese triste disfraz de justiciero. Piensa un poco, Galba. Ahora no tienes nada. Eres pobre pero también eres libre. Tal vez merezca la pena probar. No puedes jurar que no va a gustarte.

Me puse en pie y caminé hasta el otro extremo de la habitación. Examiné los cuadros que había en la pared y enderecé alguno. Después regresé hacia ella. Esperaba paciente mi respuesta a su sugerencia. Sonreí y le dije:

– Vamos a ir a dar una vuelta. Será mejor que te vistas. Elige ropa cómoda.

– Olvidas que hay dos policías abajo.

– Por eso te digo que te pongas ropa cómoda. Vas a tener que saltar desde una ventana y correr.

– Supón que no me muevo de este sofá.

– Te mataría ahí mismo y nunca sabrías a dónde te habría llevado.

– ¿Merecerá la pena saberlo?

– Quizá. Date prisa. Ya hemos gastado mucho tiempo. En cualquier momento pueden echar abajo la puerta. No creo que quieras ir a la cárcel.

– Quizá no -dijo, levantándose. Pasó rozándome y anduvo con un armonioso contoneo el trecho que había hasta la puerta de su dormitorio. Antes de cerrarla tras ella se cercioró de que había estado mirándola irse.

Sentí un nudo en la garganta. Ahora tenía menos de un minuto para afirmar en mi alma y en mi mano la fe y la rabia que debían moverlas. Antes de un minuto el paso estaría dado y ningún titubeo sería admisible. Invoqué a todos aquéllos por quienes iba a hacerlo. Por Inés, irreal y melancólica. Por Claudia, en quien se había torcido mi vida. Incluso por Pablo, que había padecido el destino de morir desquiciado y solo. Creí o soñé que todos estaban conmigo en aquel penúltimo segundo, a pesar de las traiciones y el desastre. Creí, en fin, y embriagado de nostalgia y confusión, abrí la puerta.

Lucrecia estaba erguida ante el espejo. La bata había caído a sus pies. Apenas se sorprendió al verme entrar. Apenas se movió. Me dejé gobernar por la memoria y ella decidió que recitara:

– Lesbos, tierra de cálidas y lánguidas noches. Enamoradas de sus cuerpos, las muchachas de ojos profundos se acarician ante sus espejos.

– Lesbos, ierre des nuits chaudes et langoureuses -tradujo ella, plácidamente.

– Sabía que habrías leído a Baudelaire. El francés suena en tu voz casi tan bien como sonaba en la de Claudia.

– Maldito cabezota -protestó-. ¿Todavía preferirías que fuera ella quien estuviera desnuda ante ti?

– Naturalmente -repuse, mientras me quitaba la chaqueta.

Abrió la cama y se tumbó sobre ella, desafiante y altiva. Presenció con displicencia la oscura ceremonia de mi desvestimiento. Cuando terminé me tendió los brazos sin dulzura, viciosa y cruelmente. La contemplé durante medio minuto para que me creciera el deseo. A su manera era limpia, hechizante. Aquel cuerpo frío, escarpado. Sus pequeños pechos terminaban en unos pezones pálidos y puntiagudos. Su esqueleto se marcaba como una promesa de dureza en todas las orillas de su piel. Avancé sin prisa dejando que me midiera y tal vez me despreciara. No me daba vergüenza, no tenía miedo. Me concentraba en ser capaz de llegar hasta el final, simplemente, y para ello me empeñaba de un modo casi mecánico en hacer el catálogo de las venenosas delicias con que ella podía tentarme.

Me abrazó como las bridas abrazan al caballo, clavándome las uñas, los codos, los muslos. Su barbilla se afianzó en mi hombro y empezó a emitir sonidos ahogados y precariamente humanos. Me acometía con saña, como si quisiera aplastarme desde abajo. Tenía mucha fuerza, pero aunque yo era viejo y hacía años que no realizaba más ejercicio que mover ancianos para limpiarlos, seguía siendo un hombre y era más fuerte que ella. Comencé a devolverle los golpes, a apretar su estrecha caja torácica hasta sentir que sus pechos desaparecían y la tensión de sus brazos aflojaba. Noté que le faltaba el aire, porque los ruidos que salían de su boca también se apagaron. Insistí hasta que estuvo doblegada y casi exánime, pero ella no me pidió que me detuviera. Entonces me incorporé y apoyé mis manos en su garganta. Aunque no eran tan grandes como las de Óscar, sobraban para partir la tráquea que había en aquel delgado cuello. Coloqué los pulgares sobre ella y oprimí con el resto de los dedos sus clavículas. Por los ojos de Lucrecia atravesó un destello de excitación. La dejé dudar momentáneamente si aquello no era el final, pero terminé explicando:

– Vamos a hacerlo así. Si me parece que no pones interés apretaré con todas mis fuerzas.

Lucrecia sonrió y se preparó, con docilidad. En aquel instante yo tenía que luchar contra el recuerdo de todas las mujeres sin rostro ante las que había fracasado. Pensé que ella no era una mujer, que aquello no era un acto de amor, ni de piedad, ni de lujuria, ni de cualquiera de las cosas que lo hubieran justificado en otras ocasiones. Aquel cuerpo era el emblema de cuanto me había herido: era Pablo trastornado, ajustando los detalles de la trampa que había provocado tanto daño inútil; era Claudia arruinándome la juventud, corrompiéndome la lealtad; era yo, que no había sabido esquivarla; y era ella misma, Lucrecia, intrusa absurda en nuestro infortunio. No experimenté más placer que el de constatar que el vigor que había podido creer imposible no me abandonaba. Entré en aquel templo de dioses áridos y no me importó que estuviera helado y anegado de niebla. Reiteré mi ataque una y otra vez, ignorándola, enfrentándome no a lo que ella quería ser sino a lo que mi odio había decidido que fuese. Cuando supuse que podía estar en sazón, me sometí a la prueba definitiva. Vividamente, la sonrisa de Claudia mientras Óscar me ultrajaba se dibujó en mi pensamiento. Redoblé mi furia, y con el júbilo más negro que jamás he sentido advertí que aquella sonrisa ya no podía debilitarme. Lucrecia empezó a temblar, pero no paré hasta que gritó que lo hiciera. Entonces solté su cuello, me incliné sobre ella y la besé en los labios. Después, le susurré al oído:

– Te quiero, Claudia. Ahora estamos en paz.

Sabía que aquello la humillaría. Me empujó, tratando de separarse. Pero yo aguanté hasta que se cansó de intentarlo. Con su voz más brutal exigió:

– Suéltame, cerdo.

Me incorporé y disfruté viendo su cara todavía sucia de placer y ahora inundada de ira. Era pequeña, débil, equivocada. Si acaso lamenté que fuera tan poco, por lo que decepcionaba mis expectativas. Tenía que conformarme con ella y en cierto modo me desalentaba la perspectiva de rematar la tarea que me había llevado allí. Pero no podía dejar nada por hacer.

Me levanté y fui hasta la silla sobre la que había puesto mi ropa. Me vestí rápidamente. Luego cogí mi Astra y pasé el dedo por su cañón frío y liso. De pronto me poseía una mortal indolencia, deseaba estar ya lejos de allí. Me volví hacia ella. Se había sentado sobre la cama y me observaba con la barbilla levantada.

– Vas a hacerlo, después de todo -dijo.

– Tengo que hacerlo. Si ahora me voy de aquí y te dejo podrías tener un hijo mío.

– No te preocupes por eso. Mis ovarios no funcionan. La enfermedad tiene un nombre complicado.

– Era una excusa. Tengo que hacerlo porque soñé que lo hacía. Ya sabes.

– Tienes que hacerlo porque sigues sin entender nada.

– Es posible, Lucrecia. Pero ante la duda prefiero atender mis motivos y desoír tus consejos.