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Alfredo se quitó el sombrero y se secó la frente brillante. Vació de un trago el aperitivo que le sirvieron. Su cuñado estaba ya de pie y consultaba su reloj. Me dispuse a seguirlos. Sin duda tomarían un taxi. Intentaría hacer lo mismo y no perderlos de vista: difícil maniobra. En fin, era ya mucho haber descubierto su presencia. Esperé para salir a que se encontraran en la acera. No hicieron seña alguna a ningún chófer y atravesaron la plaza. Se dirigieron charlando hacia Saint-Germain-des-Prés. ¡Qué sorpresa y qué alegría! Penetraron en la iglesia. Un policía que ve al ladrón penetrar en la ratonera no experimenta una sensación tan deliciosa como la que me embargaba en aquel momento. Les di mayor ventaja; hubieran podido volverse, pues si mi hijo era miope, mi yerno gozaba de una vista excelente. A pesar de mi impaciencia, me esforcé en permanecer dos minutos sobre la acera. Luego, a mi vez, entré en el templo.

Era un poco más de las doce. Avanzaba con precaución por la nave casi vacía. No tardé en darme cuenta de que lo buscado no se encontraba allí. Inmediatamente se me ocurrió pensar que tal vez me hubieran visto y que habían entrado en la iglesia para despistarme, saliendo después por una puerta lateral. Volví sobre mis pasos y me dirigí a la nave lateral, a la derecha, y me oculté tras las enormes columnas. Y de pronto, en el lugar más obscuro del ábside, a contraluz, descubrí a los dos. Se habían colocado a ambos lados de un tercer personaje de espalda humilde y abombada, cuya presencia no me sorprendió. Era, precisamente, la misma persona que yo había esperado que se deslizara entre las mesas al encuentro de mi hijo legítimo: era el otro, la pobre larva, Roberto.

Había presentido esta traición, pero, por pereza o fatiga, no me había entretenido en pensar en ella. Desde nuestra primera entrevista me pareció que aquella criatura miserable, aquel siervo, no tendría escrúpulos, y que su madre, atormentada por los recuerdos judiciales, le aconsejaría que se pusiera en connivencia con la familia y vendiera su secreto lo más caro posible. Contemplé la nuca de aquel imbécil. El estaba sólidamente encuadrado entre dos burgueses, uno de los cuales, Alfredo, era lo que se llama un hombre de buena pasta -un hombre, además, muy apegado a sus intereses, pero esto era lo que le valía-, y el otro, mi querido Hubertito, tenía los dientes largos y en sus ademanes esa autoridad cortante que ha heredado de mí y contra la cual Roberto no tendría escapatoria. Los observaba tras la columna como se observa a una araña que ha apresado a una mosca, habiendo decidido interiormente destruir a la vez a la mosca y a la araña. Roberto bajó un poco más la cabeza. Debió de haber comenzado diciéndoles:

– Partes iguales…

Se creía el más fuerte. Pero el imbécil se había entregado a ellos en el momento de conocerlos y tendría que pasar por donde ellos quisieran. Y yo, testigo de aquella lucha, que era el único en saber lo inútil y vana que era, me sentí como un dios, dispuesto a exterminar a aquellos débiles insectos con mi poderosa mano, a aplastar con el pie a aquellas víboras enroscadas. Y reía.

Apenas habían transcurrido diez minutos cuando Roberto guardó silencio. Huberto hablaba copiosamente, sin duda dictando órdenes, y el otro asentía con pequeños movimientos de cabeza. Vi redondearse sus sumisos hombros. Alfredo, recostado en la silla de anea como en una butaca, tenía el pie derecho cruzado sobre la rodilla izquierda y se balanceaba con la cabeza vuelta. Y yo veía su gruesa cara desvanecida, biliosa, negra a causa de la barba.

Por fin se levantaron. Los seguí subrepticiamente. Caminaban despacio; Roberto iba en medio, con la cabeza baja, como si anduviera esposado. Tras sus espaldas, sus gruesas y rojas manos apretujaban un sombrero flexible de un color gris sucio y descolorido. Yo creía que nada podría asombrarme más. Me engañé: mientras Alfredo y Roberto se dirigían a la puerta. Huberto sumergió su mano en la pila del agua bendita y, vuelto al altar mayor, se santiguó.

Nada me apremiaba ya; podría permanecer tranquilo. ¿Para qué seguirlos? Sabía que aquella misma noche o al día siguiente Roberto me daría prisa para llevar a cabo mis proyectos. ¿Qué le diría? Había tiempo de reflexionar. Comencé a sentir fatiga. Me senté. De momento, lo que dominaba mis pensamientos hasta ocultar todos los demás era la irritación que me había producido el piadoso ademán de Huberto. Una muchacha de modesto aspecto y cara vulgar dejó a su lado una sombrerera y se arrodilló ante la fila de sillas que se hallaba ante la mía. Estaba de perfil, con el cuello un poco doblado y los ojos fijos en el pequeño y distante sagrario que Huberto, una vez cumplido su deber familiar, había saludado tan respetuosamente. La muchacha sonreía un poco y no se movía.

Entraron luego dos seminaristas: uno de ellos, alto y delgado, me recordó al abate Ardouin; el otro era más bajo y sonrosado. Se inclinaron y parecieron, ellos también, atacados de inmovilidad. Miré a donde ellos miraban: quería ver lo que veían.

"En fin, aquí no hay nada -me dije-, excepto silencio, frescor y el olor de las piedras viejas en la sombra."

De nuevo atrajo mi atención la cara de la modistilla. Sus ojos estaban cerrados; sus párpados de largas pestañas me recordaban los de María en su lecho de muerte. Sentí muy próximo, al alcance de mi mano, y, sin embargo, a una distancia infinita, un desconocido mundo de bondad. Isa me decía frecuentemente:

– Tú, que no ves más que el mal…, que ves el mal por todas partes…

Era verdad y no lo era.

Capítulo dieciséis

Almorcé tranquilo, casi contento, con un bienestar que no conocía desde hacía mucho tiempo, como si la traición de Roberto, lejos de dar al traste con mis planes, me hubiera facilitado su desarrollo. Pensaba que un hombre de mi edad, cuya vida está amenazada al cabo de los años, no busca muy lejos las razones de sus cambios de humor: son orgánicas. El mito de Prometeo significa que toda la tristeza del mundo radica en el hígado. Pero, ¿quién se atrevería a reconocer una verdad tan sencilla? No me encontraba mal. Digería perfectamente aquel trozo de carne sangrante asada a la parrilla. Estaba contento de que el trozo fuera lo suficientemente abundante que me evitara gastar en otro plato. Tomaría queso para postre: es lo que alimenta más por menos dinero.

¿Cuál sería mi actitud hacia Roberto? Era necesario cambiar más baterías; pero yo no podía fijar mi atención en tales problemas. Por otra parte, ¿qué necesidad tenía de romperme la cabeza con otro plan? Sería mejor que confiara en la inspiración. No me atrevía a confesarme el placer que había de experimentar jugando como un gato con aquel triste ratón. Roberto estaba muy lejos de creer que yo sospechaba algo. ¿Es esto crueldad? Sí; soy cruel. Pero no más que otros, como los demás, como los niños, como las mujeres, como todos aquellos -pensaba en la modistilla que había visto en Saint-Germain-des-Prés-, como todos aquellos que no tienen la mansedumbre del Cordero.

Volví en taxi a la calle Bréa y me acosté. Los estudiantes que llenaban aquella pensión se habían ido de vacaciones. Reposé, pues, en medio de una gran calma. Sin embargo, la puerta de cristales, velada por cortinillas sucias, quitaba toda intimidad a aquella alcoba. Varias pequeñas molduras de madera de un lecho Enrique II estaban desencoladas y reunidas en un joyero de bronce dorado que servía de adorno a la chimenea. Grupos de manchas se distribuían sobre el papel jaspeado y brillante de las paredes. Incluso con la ventana abierta, el olor de la pomposa mesilla de noche, sobre la que había un mármol rojo, llenaba la estancia. Cubría el mármol un tapete del color de la mostaza. Este conjunto se me antojaba un resumen de la fealdad y de la pretensión humana.

Me despertó el ruido de unas faldas. La madre de Roberto se hallaba a mi cabecera, y lo primero que vi fue su sonrisa. Su obsequiosa actitud hubiera bastado para hacerme desconfiar, si no hubiese sabido nada, y advertirme que había sido traicionado. Cierta clase de cortesía es siempre signo de traición. Le sonreí también y le aseguré que me encontraba mejor. Su nariz no era tan gruesa hace veinte años. Para poblar su enorme boca poseía entonces los bellos dientes que ha heredado Roberto. Pero ahora se desvanecía su sonrisa en grandes dientes postizos. Se habría visto obligada a caminar con rapidez, y su hedor ácido luchaba victoriosamente con el de la mesilla de mármol rojo. Le rogué que abriera un poco más la ventana. Lo hizo, volvió a mi lado y me sonrió de nuevo. Ya que me encontraba bien, me advirtió que Roberto se pondría a mi disposición para hacer "aquello". Precisamente al día siguiente, sábado, estaría libre por la tarde. Le recordé que los Bancos estaban cerrados los sábados desde mediodía. Dijo entonces que Roberto pediría permiso para salir el lunes por la mañana. Lo obtendría sin dificultad. Por otra parte, no tendría ya necesidad de tratar con miramiento a sus patronos.