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Este era el precio puesto a una infancia demasiado estudiosa, a una adolescencia malsana. Un muchacho, en pleno crecimiento, no vive impunemente encorvado sobre una mesa y con los hombros encogidos hasta una hora avanzada de la noche, con desprecio de todos los ejercicios del cuerpo.

¿Te fastidio? Me gusta fastidiarte. Pero no quiero saltar ninguna línea. Quiero asegurarme de que procedo con la rigurosidad necesaria. El drama de nuestras dos vidas se hallaba en potencia en esos acontecimientos que tú no has conocido o que has olvidado.

Por otra parte, ves ya, a través de estas primeras páginas, que yo no me guardaré. Hay en esto un motivo para favorecer tu odio… Mas no, no protesto; desde que piensas en mí lo haces para alimentar tu enemistad.

Sin embargo, creo ser injusto con ese jovenzuelo cautivo que yo era, inclinado sobre sus diccionarios.

Cuando leo los recuerdos infantiles de otros, cuando veo ese paraíso hacia el cual todos se vuelven, me pregunto con angustia: "¿Y yo? ¿Por qué esta estepa desde los comienzos de mi vida? Tal vez haya olvidado eso de que los otros se acuerdan, acaso haya conocido análogos encantos…" ¡Ay!, yo no veo nada más que aquel furor encarnizado, que aquella lucha por el primer puesto, que mi odiosa rivalidad con un tal Enoch o con un Rodrigo. Mi instinto era rechazar toda simpatía. Recuerdo que al prestigio de mis éxitos e incluso a esa hurañía propendían determinados caracteres. Yo era un niño feroz para quien pretendía amarme. Detestaba los "sentimientos".

Si mi profesión fuese escribir, yo no podría sacar de mi vida estudiantil una sola página enternecedora. Espera…, una sola cosa, no obstante, casi nada: mi padre, de quien apenas me acuerdo, llegaba algunas veces a convencerme de que no estaba muerto, que un concurso de extrañas circunstancias le había hecho desaparecer. Al volver del liceo subía por la calle de Santa Catalina, corriendo por la calzada, entre los coches, porque el hacinamiento de peatones hubiera entorpecido mi marcha. Subía los escalones de cuatro en cuatro. Mi madre repasaba la ropa blanca cerca de la ventana. La fotografía de mi padre estaba colgada en el mismo sitio, a la derecha de la cama. Me dejaba abrazar por mi madre sin contestarle apenas, y, ya entonces, abría los libros.

Al día siguiente de esa hemoptisis que transformó mi destino comenzaron a transcurrir lúgubres meses en el hotelito de Arcachon, donde la ruina de mi salud consumía el naufragio de mis ambiciones universitarias. Mi pobre madre me irritaba, porque para ella esto no tenía ninguna importancia, y me parecía que se cuidaba muy poco de mi porvenir. Cada día vivía aguardando la "hora del termómetro". De mi peso diario dependía todo su dolor o toda su alegría. Yo, que tanto había de sufrir más tarde sin que mi enfermedad interesara a nadie, reconozco que he sido justamente castigado por mi dureza, por mi intolerancia de niño demasiado amado.

Desde los primeros días empecé a reponerme, como decía mi madre. Literalmente, resucitaba. Engordaba, me fortalecía. Este cuerpo que había sufrido tanto a consecuencia del régimen que yo le había impuesto, florecía en aquel bosque seco, lleno de retama y arbustos en los tiempos en que Arcachon no era más que una aldea.

Al mismo tiempo, supe por mi madre que no tenía por qué preocuparme el porvenir, puesto que poseíamos una saneada fortuna que crecía de año en año. Nada me forzaba a nada, y, sin duda, en el servicio militar me darían por inútil. Yo poseía una gran facilidad de palabra que había asombrado a todos mis profesores. Mi madre quería que estudiara Derecho y no dudaba de que, sin exceso de fatiga, podría fácilmente convertirme en un gran abogado, a menos que no me sintiera atraído por la política… Ella hablaba, hablaba; me descubría de pronto sus planes. Yo la escuchaba enfurruñado, hostil, mirando a través de la ventana.

Empecé las aventuras. Mi madre me observaba con temerosa indulgencia. He sabido después, viviendo entre los tuyos, la importancia que adquieren estos desórdenes en una familia religiosa. Mi madre no veía en ello otro inconveniente que lo que pudiera amenazar a mi salud. Cuando ella se hubo asegurado de que no abusaba del placer, cerró los ojos a mis salidas nocturnas, puesto que volvía a medianoche. No, no temas que te cuente mis amores de aquel tiempo. Sé que tienes horror a estas cosas, y, además, ¡eran aventuras tan pobres!

Ya ellas me costaban muy caro. Y sufría. Sufría viendo que había tan poco encanto en mí que mi juventud no me servía de nada. Creo, sin embargo, que no era feo. Mis rasgos son "regulares", y Genoveva, mi vivo retrato, ha sido una chiquilla muy bonita. Mas yo pertenecía a esa raza de seres de quienes se dice que carecen de juventud: un adolescente triste, sin lozanía. Mi solo aspecto helaba a las gentes. Cuando más cuenta me daba de ello, más tieso me ponía. Jamás he sabido vestirme, elegir una corbata y anudarla luego. Jamás he sabido abandonarme, reír o hacerme el loco. No podía imaginarme que pudiese poseer una cualidad alegre: pertenecía a esa clase de individuos cuya presencia hace que todo salga mal. Además, era quisquilloso, incapaz de tolerar la más ligera broma. Como desquite, cuando quería divertirme asestaba a los demás, sin haberlo querido, golpes que no me perdonaban nunca. Caminaba rectamente hacia el ridículo, a la debilidad que hubiera sido necesario disimular. Con las mujeres, por timidez y por orgullo, adoptaba ese tono superior y doctoral que ellas detestan. Yo no sabía ver sus trajes. Cuanto más me daba cuenta de que las disgustaba, más acentuaba en mí todo aquello que les causaba horror. Mi juventud no ha sido más que un largo suicidio. Me apresuraba a desagradar sólo por el temor de desagradar naturalmente.

Con razón o sin ella, culpaba a mi madre de lo que yo era entonces. Me parecía que expiaba la desgracia de haber sido, desde mi infancia, exageradamente mimado, vigilado y atendido. En aquel tiempo fui con ella de una dureza atroz. Le reprochaba el exceso de su cariño. No le perdonaba que me abrumase con todo lo que solamente ella había de darme en el mundo, todo lo que yo no habría de conocer de nadie más que de ella. Perdóname que insista aún en esto; en este pensamiento encuentro la fuerza necesaria para soportar el abandono en que me tienes. Es justo que lo pague. ¡Pobre mujer dormida desde hace tantos años y cuyo recuerdo no sobrevive más que en el corazón extenuado del anciano que soy! ¡Cuánto hubiera sufrido ella si hubiese previsto de qué modo había de vengarla el destino!

Sí, yo era atroz. En el pequeño comedor del hotelito, bajo la lámpara que iluminaba nuestra cena, no respondía más que con monosílabos a sus tímidas preguntas, o bien, al menor pretexto, me iba brutalmente y sin ningún motivo.

Ella no intentaba comprenderme; no alcanzaba el motivo de mis furores; los soportaba como la cólera de un dios.

Está enfermo -decía-; habré de contener mis nervios.

Y añadía que era demasiado ignorante para comprenderme.

Reconozco que una vieja como yo no es muy agradable compañía para un muchacho de tu edad.

Ella, a quien había visto economizar tanto, por no decir que era una avara, me daba más dinero del que necesitaba, me obligaba a gastar y me traía de Burdeos corbatas ridiculas que me negaba a ponerme.

Manteníamos relaciones de amistad con unos vecinos a cuya hija cortejaba, aun cuando no era de mi gusto; pero como ella pasaba el invierno en Arcachon para cuidarse, mi madre enloquecía a la idea de un contagio posible, o temía que la comprometiera y me viese obligado a ella. Hoy estoy seguro de que me entregué a esa conquista, aunque, por otra parte, en vano, con objeto de imponer a mi madre una nueva angustia.

Volvimos a Burdeos después de un año de ausencia. Habíamos levantado la casa. Mi madre había comprado un hotelito en los bulevares, pero no me había dicho nada con el deseo de darme una sorpresa. Me quedé estupefacto cuando un mayordomo nos abrió la puerta. Me había destinado el primer piso. Todo parecía nuevo. Secretamente deslumbrado por un lujo que hoy imagino había de ser horrible, tuve la crueldad de no hacer más que críticas y me preocupé por el dinero invertido.

Entonces, mi madre, alardeando, me dio cuentas que, por otra parte, no debía haberme dado, puesto que la mayor parte de nuestra fortuna procedía de su familia. Cincuenta mil francos de renta, sin contar la tala de bosques, constituían en aquella época, y sobre todo en provincias, una "bonita" fortuna, de la que otro muchacho cualquiera hubiese echado mano para subir, para elevarse hasta la primera sociedad de la capital. No era ambición lo que me faltaba; pero me hubiera costado trabajo disimular mis sentimientos hostiles a mis camaradas de la Facultad de Derecho.

Entre aquellos hijos de buena familia, educados en los jesuítas, yo, liceísta y nieto de un pastor, no perdonaba el horrible sentimiento de envidia que me inspiraban sus modales, aun cuando ellos me pareciesen seres inferiores. En esta vergonzosa pasión de envidiar a seres a quienes se desprecia, hay motivo para envenenar toda una vida.

Los envidiaba y los despreciaba, y su desdén -tal vez imaginario- exaltaba aún mi rencor. Era tal mi carácter que no pensaba ni un solo instante en ganarlos para mí, hundiéndome cada vez más en el partido de sus adversarios. El odio a la religión, que durante tanto tiempo ha sido mi pasión dominante y en virtud del cual tanto has sufrido, haciéndonos enemigos para siempre, comenzó en la Facultad de Derecho, cuando fue votado el artículo 7, en 1879 y en 1880, el año de los famosos decretos y de la expulsión de los jesuítas.

Hasta entonces me había mostrado indiferente a estas cuestiones. Mi madre no hablaba de ello más que para decir:

Estoy muy tranquila, pues si gentes como nosotros no se salvan, no se salvará nadie.

Me había hecho bautizar. La primera comunión, celebrada en el liceo, me pareció una formalidad fastidiosa, de la que ahora conservo un recuerdo confuso. Por lo demás, no fue seguida de ninguna otra. Mi ignorancia era profunda en estas materias. Los sacerdotes, en la calle, cuando yo era niño, me parecían personajes disfrazados, una especie de máscaras. Jamás pensé en esa clase de problemas, y cuando los abordé, por fin, lo hice desde el punto de vista político.

Fundé un círculo de estudios que se reunía en el café Voltaire y donde yo hacía uso de la palabra. Pese a mi timidez en privado, en los debates públicos me convertía en otro hombre, tenía mis partidarios y gozaba siendo su jefe; pero en el fondo, no los despreciaba menos que a los burgueses. Yo quería manifestarles ingenuamente los miserables móviles que eran también los míos, y cuyas directrices me obligaban a seguir. Hijos de simples funcionarios, antiguos becarios, muchachos inteligentes y ambiciosos, pero llenos de hiél, me adulaban sin amarme. Los invitaba a algunas cenas que se hicieron famosas y de las que se hablaba aún largo tiempo después. Pero sus maneras me disgustaban. Ocurría a veces que no podía contenerme y me burlaba de ellos con chanzas que los herían y por las cuales me guardaban rencor.

Sin embargo, mi odio antirreligioso era sincero. Me atormentaba también cierto deseo de justicia social. Obligué a mi madre a derribar las casas de adobe donde vivían nuestros aparceros, mal alimentados con pan negro y gachas de maíz. Por primera vez intentó resistirse:

Para lo que van a agradecértelo…

Pero no hice nada más. Sufría reconociendo, tanto en mis enemigos como en mí, una pasión común: la tierra y el dinero. Hay dos clases: la de los que poseen y la de los que nada tienen. Yo comprendía que estaría siempre del lado de los primeros. Mi fortuna era igual o superior a la de todos aquellos muchachos afectados que, según yo creía, volvían la cabeza al verme y que, sin duda alguna, no hubiesen rechazado mi mano tendida. Por otra parte, no me faltaban, ni a derecha ni a izquierda, gentes que me reprocharan, en las reuniones públicas, la posesión de dos mil hectáreas de bosque y de viñedos.

Perdóname que me detenga tanto. Sin todos estos pormenores tal vez no comprenderías lo que fue nuestro encuentro, lo que ha sido nuestro amor, para aquel muchacho amargado que yo era entonces. ¡Yo, hijo de campesinos y cuya madre "había llevado pañuelo a la cabeza", casarme con una señorita Fondaudége! Esto era más de lo que puede imaginarse; era inimaginable…