– Cuando pienso que nosotros le aseguramos una pensión tan generosa… Evidentemente, habíamos tomado precauciones al no poner a su nombre capital alguno. Pero la renta es muy importante. Dios sabe que Janine ha sido con él muy débil; Phili obtenía de ella lo que quería. Cuando pienso que en otro tiempo había amenazado con abandonarla, convencido de que tú no nos dejarías nada… Y ahora que nos dejas tu fortuna, decide huir. ¿Cómo te lo explicas?
Y se paró ante mí, con las cejas levantadas y los ojos dilatados. Después se acercó al radiador y aplicó a él las manos.
– Naturalmente -dije-, se tratará de una mujer muy rica…
¡Qué va! Una profesora de canto… Ya la conoces; es Madame Vélard. No es joven; ha vivido lo suyo. Apenas gana para vivir. ¿Cómo te lo explicas? -repetía.
Pero volvió a hablar sin aguardar mi respuesta. En aquel momento entró Janine. Se había puesto una bata y me ofreció la frente. No había adelgazado; pero en su cara redonda y sin gracia la desesperación había hecho desaparecer todo lo que yo odiaba. Aquel pobre ser tan compuesto, tan amanerado, se había convertido en otro terriblemente sencillo. La cruda luz de una araña la iluminaba enteramente sin que pestañease.
– ¿Lo sabe usted? -me preguntó simplemente, y se sentó en el sofá.
¿Oyó las conversaciones de su madre, la interminable requisitoria que debió empezar Genoveva a la huida de Phili?
– Cuando pienso…
Cada párrafo comenzaba con este "cuando pienso", tan sorprendente en una persona que pensaba tan poco. Decía ella que habían consentido en aquel matrimonio a pesar de que Phili, a los veintidós años, había dilapidado una bonita fortuna que había heredado demasiado pronto. Como era huérfano y carecía de parientes cercanos, hubo de emanciparse. La familia había cerrado los ojos a su licenciosa vida… Y ésta era la recompensa…
En vano traté de contener la cólera que nacía en mí. Mi antigua maldad volvía a despertarse. ¡Como si Genoveva, Alfredo, Isa y todos sus amigos no hubiesen hostigado a Phili, haciéndole mil promesas!
– Lo más curioso -gruñí- es que crees lo que dices. Tú sabes, sin embargo, que todos corríais tras él…
– No vas a defenderlo, papá…
Dije que no se trataba de defenderlo. Pero añadí que habíamos cometido el error de juzgar a Phili más vil de lo que era. Sin duda, se le había insistido demasiado duramente en que, una vez asegurada la fortuna, había de aceptar todas las vejaciones y que, además, se tenía la seguridad de que en lo sucesivo no se escaparía. Pero las personas nunca caen tan bajo como se supone.
– Cuando pienso que defiendes a un miserable que abandona a su mujer y a su hijita…
– Genoveva -grité exasperado-, no me comprendes; haz un esfuerzo para comprender. No defiendo al que abandona a su mujer y a su hija, pero el culpable lo mismo puede haber cedido a innobles razones como a motivos de importancia…
– Entonces -replicó Genoveva tercamente-, te parece noble haber abandonado a una mujer de veintidós años y a una niña…
No salía de ahí; no comprendía nada de nada.
– No, eres demasiado tonta…, a menos que te propongas no comprender… Yo sostengo que Phili me parece menos despreciable desde…
Genoveva me interrumpió gritando que aguardara a que Janine hubiese salido de la habitación para insultarla defendiendo a su marido. Pero la pequeña, que hasta entonces no había abierto la boca, dijo con voz que apenas pude reconocer:
– ¿Por qué negarlo, mamá? Nosotros hemos hundido a Phili. Acuérdate. En cuanto se repartió la fortuna, nos lanzamos sobre él. Era como un animal al que yo hubiese atado a la trailla. Había llegado a no poder soportar más tiempo no ser amada. Le tenía; era mío; me pertenecía. Yo era la dueña del dinero; le hacía pagar con las setenas. Era tu expresión, mamá. Recuerda que me decías: "Ahora podrás hacerle pagar con las setenas". Pensamos que para él no existía nada por encima del dinero. Tal vez lo creyera él mismo, y, sin embargo, su cólera, su vergüenza, han sido muy grandes. El no ama a esa mujer que me lo ha quitado; me lo confesó al marcharse, y me dijo cosas tan horribles que estoy segura de que decía la verdad. Pero ella no le despreciaba, no le humillaba. Se ha dado a él; no lo ha tomado. Mi caso no era ése.
Repetía estas últimas palabras corno si hubiese sido apaleada. Su madre se encogía de hombros, pero le alegraba ver sus lágrimas: "Esto la calmará…". Y decía aún:
– No temas, querida. Volverá; el hambre pierde al lobo. Cuando se haya cansado de andar a salto de mata…
Estaba seguro de que tales palabras aumentarían el disgusto de Janine. Me levanté y cogí mi sombrero, incapaz de terminar la velada al lado de mi hija. Le dije que había alquilado un coche y que regresaría a Cálese. De pronto, Janine me dijo:
– Llévame, abuelo.
Su madre le preguntó si estaba loca; era necesario que continuara en aquella casa: los abogados las necesitaban. Además, en Cálese "se moriría de tristeza".
En el rellano, hasta donde ella me siguió, Genoveva me dirigió vivos reproches, porque había alentado la pasión de Janine.
– Si llegara a separarse de ese individuo sería para todos un alivio extraordinario. No sería difícil conseguir la anulación, y, con su fortuna, Janine podría efectuar un matrimonio magnífico. Pero primero es necesario que se libre de él. Y tú, que detestas a Phili, te pones ahora a elogiarlo ante ella… ¡Ah, no! Sobre todo, que no vaya a Cálese. ¡En qué estado nos la devolverás! Aquí podremos distraerla. Olvidará…
Si es que no se muere, pensaba yo; o no vive miserablemente, con un dolor siempre igual y que superará al tiempo. Tal vez pertenezca Janine a esa raza que tan bien conoce un viejo abogado: a esas mujeres en quienes la esperanza es una enfermedad, que no dejan nunca de esperar y que, al cabo de veinte años, miran aún la puerta con la mirada de un perro fiel.
Volví a la habitación donde Janine continuaba sentada, y le dije:
– Cuando quieras, querida…; serás bien recibida siempre.
No dio señal de haberme comprendido. Genoveva volvió y me preguntó recelosa:
– ¿Qué le decías?
Supe después que me había acusado de haber cambiado a Janine durante aquellos instantes y de haberme divertido "metiéndole un montón de ideas en la cabeza". Pero yo bajé la escalera recordando que la joven me había dicho: "Llévame"… Me había pedido que me la llevara. Instintivamente, había pronunciado acerca de Phili las palabras que ella tenía necesidad de oír. Tal vez fuera yo el primero que no la había herido.
Caminé por un Burdeos iluminado como en un día solemne. Las aceras del Cours de L’lntendance brillaban, húmedas de niebla. Los clamores del mediodía ahogaban el alboroto de los tranvías. El aroma de mi infancia se había perdido; lo hubiese hallado en los barrios más sombríos de la calle Dufour-Dubergier y de la Grosse Cloche. Tal vez allí, una anciana, parada en la esquina de una negra calle, estrechara aún contra su pecho un humeante bote lleno de castañas hervidas con sabor a anís. No, no estaba triste. Alguien me había escuchado, comprendido. Nos habíamos unido: era una victoria. Pero me había estrellado ante Genoveva: nada podía hacer yo contra cierta clase de tonterías. Se llega fácilmente a un alma a través de los crímenes, de los más tristes vicios, pero la vulgaridad es infranqueable. ¡Tanto peor! Sabría a qué atenerme. No se podía romper la losa de todas las tumbas. Podía considerarme muy dichoso si lograba antes de morirme penetrar en el interior de un solo ser.
Dormí en el hotel y al día siguiente por la mañana volví a Cálese. Pocos días después me visitó Alfredo, y supe por él que mi visita había tenido funestas consecuencias: Janine había escrito a Phili una carta disparatada en la que se reconocía culpable de todo, se acusaba y le pedía perdón. "No se puede esperar otra cosa de las mujeres"… El buen gordo no se atrevía a decírmelo, pero pensaba, sin duda: "Empieza con las estupideces de su abuela".