Mientras tanto, me esforzaba todo lo que podía por encontrar el momento de darle a entender que era cierto que ocupaba un lugar especial en el corazón de la señorita Geraldine. Me acuerdo de una vez, por ejemplo, en que un grupo de nosotras se moría de ganas de ir a jugar un partido de rounders durante el recreo, porque nos había retado un grupo de chicas del curso siguiente. Pero estaba lloviendo y no nos iban a dejar salir. Entonces vi que la señorita Geraldine era una de las custodias que nos tocaba, y dije:
– Si es Ruth la que va a pedírselo, tal vez nos deje.
Según puedo recordar, mi sugerencia no tuvo ningún eco; quizá no llegó a oírme nadie, porque la mayoría de nosotras estaba hablando al mismo tiempo. Pero lo importante es que lo dije estando justo detrás de ella, y pude ver claramente que le había gustado.
Otra vez, saliendo de una clase de la señorita Geraldine, coincidió que yo estaba yendo hacia la puerta justo detrás de la propia señorita Geraldine. Y lo que hice fue rezagarme un poco para que Ruth, que iba a mi espalda, pudiese adelantarme y pasar por el umbral junto a la señorita Geraldine. Lo hice sin que se notara, como si fuera la cosa más natural del mundo, lo que había que hacer, lo que la señorita Geraldine quería que hiciera, exactamente lo que cualquiera haría si viera que se había interpuesto sin querer entre dos amigas íntimas. En esa ocasión, recuerdo, Ruth, por espacio de un segundo, se sorprendió y se sintió un poco desconcertada, y antes de adelantarme me dirigió un rápido gesto de cabeza.
Pequeños detalles como éste sin duda complacían a Ruth, pero distaban aún mucho de poder borrar lo que había sucedido entre nosotras el día de la niebla bajo el alero, y la sensación de que jamás sería capaz de arreglar las cosas con ella no hacía sino acentuarse en mí día a día. Recuerdo muy especialmente una tarde en que estaba sentada en uno de los bancos de fuera del pabellón, tratando denodadamente de pensar en alguna solución a mi problema, mientras una honda mezcla de remordimiento y frustración me estaba llevando prácticamente al llanto. Si las cosas hubieran seguido así, no estoy segura de lo que podría haber pasado. Tal vez todo habría acabado olvidándose; o tal vez Ruth y yo nos habríamos apartado definitivamente. Y entonces, como caída del cielo, se me presentó la ocasión de poner las cosas en claro.
Estábamos en mitad de una de las clases de Arte del señor Roger, pero por alguna razón que no recuerdo éste había salido un rato del aula. Así que muchas de nosotras empezamos a pasearnos entre los caballetes, charlando y mirando lo que cada una estaba haciendo. Y entonces una chica llamada Midge A. se acercó y le dijo a Ruth en un tono perfectamente amistoso:
– ¿Dónde tienes ese plumier? Es tan precioso.
Ruth se puso tensa y miró rápidamente a su alrededor para ver quién estaba presente. Éramos las de siempre, y quizá un par de compañeras más que en ese momento se paseaban entre nuestros caballetes. Yo no había dicho ni una palabra a nadie del asunto del registro de los Saldos, pero Ruth no lo sabía. Su voz sonó más suave que de costumbre cuando le contestó a Midge:
– No lo tengo aquí. Lo tengo en el arcón de mis cosas.
– Es tan bonito. ¿Dónde lo conseguiste?
Era obvio que Midge lo preguntaba con toda candidez. Pero casi todas las que habíamos estado en el Aula Cinco cuando Ruth había traído el plumier por primera vez estábamos ahora presentes, esperando su respuesta, y vi que Ruth vacilaba. Sólo después, al revivir por completo la escena, llegué a apreciar cabalmente lo perfecta que había sido la ocasión para mis propósitos. En el momento ni siquiera lo pensé. Tercié antes de que Midge o cualquiera de las chicas tuviera la oportunidad de advertir que Ruth se encontraba ante un singular dilema.
– No podemos decirte dónde lo ha conseguido.
Ruth, Midge y todas las demás me miraron, quizá un tanto sorprendidas. Pero conservé la sangre fría y continué, dirigiéndome sólo a Midge:
– Hay un montón de razones por las que no podemos decirte de dónde viene.
Midge se encogió de hombros.
– Es un misterio, entonces.
– Un gran misterio -dije, y le dediqué una gran sonrisa para hacerle saber que no quería ser desagradable.
Las otras asentían con la cabeza para apoyarme, pero Ruth tenía una vaga expresión en el semblante, como si de pronto la preocupara algo que no tenía nada que ver con el asunto. Midge volvió a encogerse de hombros, y según creo recordar aquí acabó la cosa. O bien se fue en ese momento o bien se puso a hablar de algo completamente diferente.
Ahora, en gran parte por las mismas razones por las que yo no había sido capaz de hablar abiertamente con ella de mis malas artes con lo del registro de los Saldos, Ruth tampoco era capaz de agradecerme lo que había hecho por ella ante Midge. Pero por su forma de comportarse conmigo, no sólo en los días sino en las semanas que siguieron, estaba claro que le había gustado mucho que hubiera intercedido en su favor. Y como yo había pasado recientemente por la misma situación de desear hacer algo por ella, no me fue difícil reconocer su actitud de mantenerse atenta a la menor ocasión que se le presentara para hacer algo por mí, algo realmente fuera de lo corriente. Era una sensación estupenda, y recuerdo que pensé un par de veces que incluso sería mucho mejor que no tuviera ocasión de hacerlo en mucho tiempo, porque así se prolongarían y prolongarían entre nosotras las buenas vibraciones. Pero la oportunidad le llegó cuando perdí mi cinta preferida, aproximadamente un mes después del episodio de Midge.
Aún conservo una copia de aquella cinta, y hasta hace muy poco la escuchaba de vez en cuando mientras conducía por el campo abierto en un día de llovizna. Pero ahora la pletina del radiocasete del coche está tan mal que ya no me atrevo a ponerla. Y parece que jamás encuentro tiempo para ponerla cuando estoy en mi cuarto. Aun así, sigue siendo una de mis más preciadas pertenencias. A lo mejor a finales de año, cuando deje de ser cuidadora, puedo escucharla más a menudo.
El álbum se titula Canciones para después del crepúsculo, y es de Judy Bridgewater. La que conservo hoy no es la casete original, la que perdí, la que tenía en Hailsham. Es la que Tommy y yo encontramos años después en Norfolk (pero ésa es otra historia a la que llegaré más tarde). De lo que quiero hablar ahora es de la primera cinta, de la que me desapareció en Hailsham.
Antes debo explicar lo que en aquel tiempo nos traíamos entre manos con Norfolk. Fue algo que duró muchos años -llegó a ser una especie de broma privada de Hailsham, supongo-, y había empezado en una clase que tuvimos cuando aún éramos muy pequeños.
Fue la señorita Emily quien nos enseñó los diferentes condados de Inglaterra. Colgaba del encerado un gran mapa del país, y, a su lado, ponía un caballete. Y si estaba hablando, por ejemplo, de Oxfordshire, colocaba sobre el caballete un gran calendario con fotos de ese condado. Tenía una gran colección de estos calendarios, y así fuimos conociendo uno tras otro la mayoría de los condados. Señalaba un punto del mapa con el puntero, se volvía hacia el caballete y mostraba una fotografía. Había pueblecitos surcados por pequeños arroyos, monumentos blancos en laderas, viejas iglesias junto a campos. Si nos estaba hablando de algún lugar de la costa, había playas llenas de gente, acantilados y gaviotas. Supongo que quería que nos hiciéramos una idea de lo que había allí fuera, a nuestro alrededor, y me resulta asombroso, aún hoy, después de todos los kilómetros que he recorrido como cuidadora, hasta qué punto mi idea de los diferentes condados sigue dependiendo de aquellas fotografías que la señorita Emily ponía en el caballete. Si voy en coche, por ejemplo, a través de Derbyshire y me sorprendo buscando la plaza de un determinado pueblo, con su pub de falso estilo Tudor y un monumento a la memoria de los caídos, no tardo en darme cuenta de que lo que busco es la estampa que la señorita Emily nos enseñó la primera vez que oímos hablar de Derbyshire.
De todos modos, a lo que voy es que a la colección de calendarios de la señorita Emily le faltaba algo: en ninguno de ellos había ninguna fotografía de Norfolk. Cada una de estas clases se repetía varias veces, y yo siempre me preguntaba si la señorita Emily acabaría encontrando alguna foto de Norfolk. Pero era siempre la misma historia. Movía el puntero sobre el mapa y decía, como si se le hubiera ocurrido en el último momento:
– Y aquí está Norfolk. Un sitio muy bonito.
Recuerdo que aquella vez en concreto hizo una pausa y se quedó pensativa, quizá porque no había planeado lo que tenía que venir después en lugar de una fotografía. Y al final salió de su ensimismamiento y volvió a golpear el mapa con la punta del puntero.
– ¿Veis? Está aquí en el este, en este saliente que se adentra en el mar, y por tanto no está de paso hacia ninguna parte. La gente que viaja hacia el norte o el sur -movió el puntero para arriba y para abajo- pasa de largo. Por eso es un rincón muy tranquilo de Inglaterra, y un sitio muy bonito. Pero también es una especie de rincón perdido.
Un rincón perdido. Así es como lo llamó, y así empezó todo. Porque en Hailsham teníamos nuestro propio «rincón perdido» en la tercera planta, donde se guardaban los objetos perdidos. Si perdías o encontrabas algo, ahí es donde ibas a buscarlo o a dejarlo. Alguien -no recuerdo quién- dijo después de esa clase que lo que la señorita Emily había dicho era que Norfolk era el «rincón perdido» de Inglaterra, el lugar adonde iban a parar todas las cosas perdidas del país. La idea arraigó, y pronto llegó a ser aceptada como un hecho por todo el curso.
No hace mucho tiempo, cuando Tommy y yo recordábamos esto, él afirmó que en realidad nunca creímos lo del «rincón perdido», que fue más bien una broma desde el principio. Pero yo estoy segura de que se equivocaba. Bien es verdad que cuando cumplimos doce o trece años el asunto de Norfolk se había convertido ya en algo jocoso. Pero mi recuerdo del «rincón perdido» me dice -y la memoria de Ruth coincide con la mía- que al principio creímos en ello de forma literal y a pies juntillas; que de la misma forma que los camiones llegaban a Hailsham con la comida y los objetos para los Saldos, tenía lugar una operación similar -a mucha mayor escala- a todo lo largo y ancho de Inglaterra, y todas las cosas que se perdían en los campos y trenes del país iban a parar a ese lugar llamado Norfolk. Y el hecho de que nunca hubiéramos visto ninguna fotografía de ese lugar sólo contribuía a incrementar su aura de misterio.