Se quedó callada, pero me dio la impresión de que siguió diciendo cosas en el interior de su cabeza, porque durante un tiempo su mirada siguió recorriéndonos, yendo de cara en cara como si aún nos estuviera hablando. Y sentimos un gran alivio cuando dio la vuelta y se puso a mirar de nuevo el campo de deportes.
– Ya no hace tan mal tiempo -dijo, pese a que seguía lloviendo con la misma insistencia que antes-. Salgamos ahí fuera. A lo mejor sale también el sol.
Creo que eso fue todo lo que dijo. Cuando hablé de ello con Ruth hace unos años en el centro de Dover, ella insistía en que la señorita Lucy nos había dicho mucho más; que nos había explicado cómo, antes de las donaciones, pasaríamos un tiempo como cuidadores, cuál era la secuencia normal de las donaciones, los centros de recuperación, etc.; sin embargo, yo estoy completamente segura de que no fue así. Puede que lo intentara cuando empezó a hablar. Pero imagino que, una vez que abordó el tema, empezó a ver las caras incómodas, perplejas que tenía enfrente, y se dio cuenta de la imposibilidad de terminar lo que había empezado.
Es difícil decir con claridad qué tipo de impacto causó en el pabellón la revelación de la señorita Lucy. La noticia circuló con rapidez por todo Hailsham, pero las charlas versaban más sobre la propia señorita Lucy que sobre lo que había intentado transmitirnos. Algunos alumnos pensaban que había perdido el juicio durante unos instantes; otros, que habían sido la señorita Emily y los otros custodios quienes le habían pedido que nos dijera lo que nos dijo; y había incluso quienes, habiendo estado presentes cuando nos habló, pensaban que la señorita Lucy nos había reprendido por haber sido demasiado escandalosos en la veranda. Lo cierto es que se debatió asombrosamente poco lo que había dicho. Y si el asunto salía a colación, la gente solía decir:
– Bueno, ¿y qué? Ya lo sabíamos.
Pero eso era precisamente lo que la señorita Lucy había puesto de relieve. «Se os ha dicho y no se os ha dicho», fueron sus palabras literales. Hace unos años, cuando Tommy y yo volvimos a hablar de ello, y le recordé la idea de que «se nos había dicho y no se nos había dicho», soltó otra de sus teorías.
Tommy pensaba que posiblemente los custodios, a lo largo de todos nuestros años en Hailsham, habían calculado cuidadosa y deliberadamente qué decirnos en cada momento, de forma que fuéramos siempre demasiado jóvenes para entender cabalmente lo que se nos decía. Por supuesto, nosotros lo habíamos interiorizado hasta cierto punto, y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que toda aquella información se hubiera grabado en nuestra mente sin que jamás la hubiéramos examinado con detenimiento.
Esto me suena un poco como a teoría de la conspiración -no creo que los custodios fueran tan arteros-, pero no niego que pueda haber algo de verdad en ello. Ciertamente, tengo la impresión de que siempre he sabido lo de las donaciones de un modo vago, y a una edad tan temprana como los seis o siete años. Y es curioso el hecho de que cuando fuimos más mayores y los custodios nos daban esas charlas, nada nos resultaba una total sorpresa. Era como si lo hubiéramos oído todo alguna vez, en alguna parte.
Algo que me viene a la cabeza ahora es que cuando los custodios empezaron a darnos charlas sobre sexo, solían hacerlo al tiempo que nos hablaban de las donaciones. A aquella edad -hablo de cuando teníamos unos trece años- sentíamos gran inquietud y expectación respecto al sexo, y obviamente relegábamos la otra información a un segundo plano. Dicho de otro modo, es posible que los custodios se las arreglaran para irnos transmitiendo subrepticiamente una gran cantidad de información básica sobre nuestro futuro.
Aunque, para ser justos, es muy probable que lo más natural fuera hacer coincidir ambos asuntos. Si, pongamos por caso, nos estaban explicando que, cuando tuviéramos relaciones sexuales, debíamos tener mucho cuidado para evitar el contagio de enfermedades, habría sido muy extraño no mencionar el hecho de que para nosotros era mucho más importante que para la gente normal del exterior. Y ello, sin duda, nos llevaba al tema de las donaciones.
Luego estaba el hecho de que no pudiéramos tener niños. La señorita Emily solía darnos ella misma muchas de las charlas sexuales, y recuerdo una vez que trajo del aula de biología un esqueleto de tamaño natural para mostrarnos cómo se hacía el sexo. Contemplamos con absoluto asombro cómo sometía al esqueleto a diferentes posturas y contorsiones, y movía el puntero de una a otra de sus partes sin la menor muestra de embarazo. Explicaba las líneas maestras de cómo tenía que hacerse, qué es lo había que meter, y dónde, y las diferentes variantes, como si estuviéramos en una clase de Geografía. Entonces, de pronto, con el esqueleto hecho un obsceno ovillo encima de la mesa, se dio la vuelta y empezó a explicarnos que teníamos que tener cuidado con quién practicábamos el sexo. No sólo por las enfermedades, sino porque, dijo, «el sexo afecta a las emociones de formas que no podemos ni imaginar». Teníamos que ser extraordinariamente cautelosos con las relaciones sexuales en el mundo exterior, sobre todo con gente que no fueran estudiantes, porque en el mundo exterior «sexo» significaba todo tipo de cosas. En el mundo exterior la gente llegaba a pelearse y a matar porque determinada persona hubiera tenido sexo con otra. Y la razón de que el sexo significara tanto -mucho más, por ejemplo, que la danza o el tenis de mesa- estaba en que la gente del exterior era diferente de nosotros: a través del sexo podía tener hijos. Por eso era tan importante para ellos la cuestión de quién lo hacía con quién. Y aunque, como sabíamos, era absolutamente imposible para nosotros tener hijos, teníamos que comportarnos como ellos. Teníamos que respetar las reglas y tratar el sexo como algo muy especial.
Aquella charla de la señorita Emily da una idea cabal de lo que estoy diciendo. Estábamos hablando de sexo, pero pronto salían a relucir los temas específicos de nuestra condición. Supongo que éste era el modo en que «se nos decía y no se nos decía».
Pienso que al final debimos de asimilar bastante información, porque recuerdo que, hacia esa edad, tuvo lugar un gran cambio en el modo de tratar todo lo que tenía que ver con las donaciones. Hasta entonces, como he dicho, habíamos hecho cuanto estaba en nuestra mano para evitar el tema; habíamos reculado a la menor señal de que íbamos a adentrarnos en ese terreno; y siempre que algún idiota había sido descuidado a este respecto -como Marge en aquella ocasión-, se había llevado un castigo severo. Pero desde que tuvimos trece años, como digo, las cosas empezaron a cambiar. Seguíamos sin hablar de las donaciones o de cualquier cosa que tuviera que ver con ellas; seguíamos considerando incómodo todo lo relacionado con la cuestión, y al mismo tiempo llegó a ser algo sobre lo que bromeábamos, del mismo modo que bromeábamos sobre el sexo. Mirando hacia atrás hoy, yo diría que la norma de no hablar abiertamente de las donaciones seguía en vigor y con la misma fuerza de siempre. Pero ahora no estaba mal, e incluso era algo obligado, que de cuando en cuando se hiciera alguna alusión jocosa a aquellas cosas que nos esperaban en el horizonte.
Un buen ejemplo de lo que digo es lo que sucedió aquella vez en que Tommy se hizo un corte en el codo. Debió de ser justo antes de mi charla con él junto al estanque; por la época, supongo, en que Tommy estaba saliendo de aquella fase en la que se metían con él y le tomaban el pelo.
No era un tajo muy profundo, y aunque se le mandó a Cara de Cuervo para que lo examinara, volvió casi de inmediato con una gasa en el codo. Nadie volvió a pensar mucho en ello hasta un par de días después, cuando Tommy se quitó la gasa y nos enseñó una herida a medio cerrarse. Se le veían trocitos de piel que empezaban a pegarse, y pequeñas partículas rojas y blandas asomándole por debajo. Estábamos a mitad del almuerzo, así que todos le hicimos corro y exclamamos: «¡Ajjj!». Luego Christopher H., de un curso superior al nuestro, dijo con un semblante absolutamente serio:
– Lástima que sea en esa parte del codo. En cualquier otra parte, no habría tenido la menor importancia.
Tommy pareció preocuparse (Christopher era alguien a quien él admiraba mucho en aquella época), y le preguntó a qué se refería. Christopher siguió comiendo, y luego dijo como si tal cosa:
– ¿No lo sabes? Si está justo en el codo, se te puede abrir como una cremallera. En cuanto dobles el brazo bruscamente. Y se te abriría no sólo esa parte, sino el codo entero. Como una bolsa que se abre con una cremallera. Pensaba que lo sabías.
Oí a Tommy quejarse de que Cara de Cuervo no le hubiera advertido de ese riesgo, pero Christopher se encogió de hombros y dijo:
– Pensaba que lo sabías, seguro. Todo el mundo lo sabe.
Los compañeros de alrededor mascullaron algo en señal de asentimiento.
– Tienes que mantener el brazo completamente recto -dijo alguien-. Doblarlo lo más mínimo puede ser peligrosísimo.