– ¿Dónde están tus botas, Tommy? -le pregunté.
Aparte de ir descalzo, llevaba el jersey grueso y los vaqueros de siempre.
– Estaba…, bueno, dibujando…
Se echó a reír, y levantó un pequeño cuaderno negro parecido a los que Keffers solía llevar consigo a todas partes.
Habían pasado ya más de dos meses desde nuestro viaje a Norfolk, pero en cuanto vi el cuadernito supe de qué se trataba. Aunque esperé hasta que dijo:
– Si quieres, Kath, te los enseño.
Me guió hasta el interior de la casa del ganso, dando saltitos sobre el terreno irregular. En contra de lo que pensaba, no estaba oscuro, porque la luz del sol entraba por los tragaluces. Contra una de las paredes se veían varios muebles, seguramente arrumbados durante el año anterior: mesas rotas, frigoríficos viejos, ese tipo de cosas. Al parecer Tommy había arrastrado hasta el centro del recinto un sofá de dos plazas con el relleno sobresaliéndole por los desgarrones del plástico negro, y supongo que era allí donde había estado sentado dibujando cuando me vio pasar. En el suelo, a unos pasos, vi sus botas de agua caídas hacia un lado, con las medias de fútbol asomando por las aberturas.
Tommy se sentó de un brinco en el sofá y se acarició el dedo gordo del pie.
– Perdona, me duelen un poco los pies. Me he descalzado sin darme cuenta. Creo que me he hecho unos pequeños cortes. ¿Quieres ver los dibujos, Kath? Ruth los vio la semana pasada, así que he estado deseando enseñártelos desde entonces. Nadie más los ha visto. Échales una ojeada, Kath.
Fue la primera vez que vi sus animales. Cuando me habló de ellos en Norfolk había imaginado que "serían algo parecido -aunque de menor tamaño- a esos dibujos que todos hemos hecho cuando éramos pequeños. Así que me quedé asombrada ante el minucioso detalle de cada uno de ellos. De hecho te llevaba unos segundos darte cuenta de que se trataba de animales. Mi primera impresión fue muy semejante a la que hubiera tenido al quitar la tapa de atrás de una radio: canales diminutos, tendones entrelazados, ruedecitas y tornillos en miniatura dibujados con obsesiva precisión, y sólo cuando alejé la hoja un poco pude apreciar que se trataba, por ejemplo, de algún tipo de armadillo, o de un pájaro.
– Es mi segundo cuaderno -dijo Tommy-. ¡No permitiré que nadie vea el primero por nada del mundo! Me ha llevado tiempo empezar a aprender…
Ahora estaba tendido en el sofá, poniéndose un calcetín en el pie y tratando de parecer despreocupado, pero yo sabía que estaba inquieto, a la espera de mi reacción. Aun así, tardé cierto tiempo en manifestarle mi más sincera admiración. En parte quizá por el temor de que los trabajos artísticos podrían volver a causarle problemas serios. Pero también porque los dibujos que estaba viendo eran tan diferentes de todo lo que los custodios nos habían enseñado en Hailsham que no sabía cómo juzgarlos. Dije algo como:
– Dios, Tommy… Esto tiene que exigirte una gran concentración. Es asombroso que aquí puedas tener luz suficiente para dibujar todas estas cosas tan pequeñas. -Y a continuación, mientras pasaba las hojas, y acaso porque seguía buscando las palabras adecuadas, acabé diciendo-: Me pregunto qué diría Madame si viera esto.
Lo dije en tono jocoso, y Tommy respondió con una risita, pero entonces hubo algo nuevo en el aire, algo que no había habido anteriormente. Seguí pasando las hojas del cuaderno -Tommy había llenado ya como una cuarta parte de él- sin mirarle, deseando no haber mencionado a Madame. Finalmente, le oí decir:
– Supongo que tendré que mejorar mucho antes de que ella pueda verlos.
No estaba segura de si me estaba invitando a que le dijera lo buenos que eran sus dibujos, pero entonces yo ya empezaba a estar verdaderamente fascinada por aquellas criaturas fantásticas que tenía ante mis ojos. Pese a sus metálicos, recargados rasgos, había algo tierno, incluso vulnerable en cada uno de ellos. Recordé que en Norfolk me había contado que, mientras los dibujaba, pensaba con preocupación en cómo se protegerían, o en cómo conseguirían coger las cosas, y, al verlos yo ahora, sentí una preocupación semejante. Sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, había algo que me seguía impidiendo elogiarle abiertamente. Entonces Tommy dijo:
– De todas formas, no los hago sólo por lo de Madame y demás, sino porque me gusta hacerlos. Me estaba preguntando, Kath, si debo seguir manteniéndolo en secreto. Porque a lo mejor no hay nada malo en que la gente sepa que estoy dibujando esto. Hannah sigue pintando sus acuarelas, y hay un montón de veteranos que siguen haciendo cosas por el estilo. No me refiero exactamente a ir enseñándolos a todo el mundo. Pero estaba pensando que, bueno, no hay razón por la que deba seguir manteniéndolo en secreto.
Por fin me vi capaz de mirarle y de decir con cierta convicción:
– Tommy, no hay razón, no hay ninguna razón en absoluto. Son buenos. De verdad, muy buenos. Si es por eso por lo que te escondes aquí para dibujarlos, estás haciendo una auténtica tontería.
No respondió, pero una especie de mueca risueña se dibujó en su semblante, como si se estuviera sonriendo con una broma íntima, y supe cuan feliz le habían hecho mis palabras. No creo que habláramos mucho después de esto. Creo recordar que se puso enseguida las botas de agua y que ambos salimos de la casa del ganso. Como digo, ésa fue prácticamente la única vez que aquella primavera Tommy y yo mencionamos directamente su teoría.
Luego vino el verano. Había pasado un año desde nuestra llegada a las Cottages. Un nuevo grupo de alumnos llegó en un minibús -más o menos como habíamos llegado nosotros en su día-, pero ninguno de ellos era de Hailsham. Ello, en cierto modo, nos supuso un alivio: creo que a todos nos inquietaba cómo podría complicar las cosas una nueva hornada de alumnos de Hailsham. Pero para mí, al menos, el que no hubiera venido ningún alumno de Hailsham acrecentaba la sensación de que Hailsham era ahora algo ya lejano, un lugar que pertenecía al pasado, y de que los lazos que unían a nuestro viejo grupo estaban empezando a deshacerse. No era sólo que gente como Hannah estuviera siempre hablando de seguir el ejemplo de Alice y solicitar que la destinaran a otro lugar para empezar el adiestramiento, sino que había otras, como Laura, que se habían emparejado con chicos que no eran de Hailsham, y a partir de entonces sus compañeras de siempre casi podíamos olvidarnos de que en un tiempo habíamos sido íntimas.
Y además estaba Ruth, que seguía fingiendo no acordarse de las cosas de Hailsham. De acuerdo, eran detalles triviales, pero que cada día me hacían sentirme más irritada con ella. Una vez, por ejemplo, después de un largo desayuno, estábamos sentadas a la mesa de la cocina Ruth y yo y unos cuantos veteranos. Uno de ellos había estado hablando de que comer queso a altas horas de la noche te alteraba sin remedio el sueño, y yo me volví hacia Ruth para decirle algo como: «¿Te acuerdas de cómo la señorita Geraldine nos lo decía siempre?». Lo dije como de pasada, y Ruth no habría tenido más que dirigirme una sonrisa o un leve asentimiento de cabeza, pero lo que hizo fue quedarse mirándome con expresión vacía, como si no tuviera la más remota idea de lo que le estaba hablando. Sólo cuando les expliqué a los veteranos: «Una de nuestras custodias», asintió Ruth frunciendo el ceño, como si acabara de acordarse de pronto.
En aquella ocasión no le dije nada, pero hubo otra -un atardecer que estábamos sentadas en la vieja marquesina de autobuses- en que no la dejé salirse con la suya. Monté en cólera porque una cosa era que jugara a aquel juego delante de los veteranos, y otra muy distinta que lo hiciera estando las dos solas y en mitad de una conversación seria. Me había referido, de pasada, al hecho de que, en Hailsham, el atajo hacia el estanque que atravesaba la parcela de ruibarbo era un camino prohibido. Al ver que Ruth adoptaba un aire de extrañeza, abandoné por completo la argumentación que estaba esgrimiendo y dije:
– Ruth, no es posible que lo hayas olvidado. Así que no me tomes el pelo.
Si no hubiera empleado un tono tan seco y rotundo -si hubiera hecho una broma al respecto, por ejemplo, y hubiera seguido hablando-, quizá ella habría visto lo absurdo de su actitud y habría soltado una carcajada. Pero la había sacudido verbalmente, y lo que hizo fue mirarme con expresión de ira y decirme:
– ¿Y qué importancia tiene eso? ¿Qué tiene que ver esa parcela de ruibarbo con lo que hablamos? Limítate a seguir con lo que estabas diciendo.
Se estaba haciendo tarde, y empezaba a oscurecer, y en la vieja marquesina de autobuses notábamos la humedad que sucede a una tormenta eléctrica. Así que no me sentía con humor para entrar en por qué importaba tanto. Y aunque dejé este punto de fricción y seguí con la conversación que estábamos teniendo, el ánimo era ya frío entre nosotras y muy poco propicio para ayudarnos a solucionar el difícil asunto que teníamos entre manos.
Para explicar el asunto que estábamos discutiendo tendré que retroceder cierto tiempo. De hecho, habré de remontarme varias semanas hasta el principio del verano. Yo había mantenido una relación con uno de los veteranos, un chico llamado Lenny, que, si he de ser sincera, se había debido sobre todo a una necesidad sexual. Pero de pronto Lenny había decidido irse de las Cottages a recibir su adiestramiento. Ello me desasosegó un tanto, y Ruth se había portado de maravilla conmigo, vigilándome constantemente pero con suma discreción, siempre presta a alegrarme si me veía taciturna. Y me hacía pequeños favores, como prepararme sándwiches o hacerse cargo de mi turno de limpieza.
Entonces, aproximadamente unas dos semanas después de que Lenny se hubiera ido, estábamos las dos sentadas en mi cuarto del altillo, pasada la medianoche, charlando con sendas tazas de té en las manos, y Ruth me estaba haciendo reír de verdad a propósito de Lenny. No había sido un mal chico, pero cuando empecé a contarle a Ruth ciertas cosas de carácter muy íntimo, todo lo relacionado con él empezó a parecemos cómico, y no parábamos de reírnos. En un momento dado, Ruth estaba pasando un dedo por las casetes apiladas en pequeños montones a lo largo del rodapié. Lo hacía con actitud distraída, mientras seguía riéndose (más tarde empecé a sospechar que no lo había hecho por casualidad, que quizá había visto la cinta allí días antes, que hasta quizá la había mirado detenidamente para cerciorarse, y luego había esperado a la mejor ocasión para «descubrirla». Años después, así se lo insinué a Ruth con delicadeza, y ella pareció no saber de qué le estaba hablando, así que es posible que me equivocase). De cualquier forma, allí estábamos riendo y riendo cada vez que yo contaba otro detalle íntimo del pobre Lenny, y de pronto fue como si alguien quitara un tapón. Veo a Ruth, echada sobre un costado sobre la alfombra, mirando atentamente los lomos de las casetes a la tenue luz de mi cuarto, y, en un momento dado, veo la cinta de Judy Bridgewater en su mano. Después de lo que me pareció una eternidad, dijo: