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– ¿Cuánto tiempo hace que has vuelto a tenerla?

Le conté -de forma tan neutra como pude- cómo Tommy y yo habíamos dado con ella el día del viaje a Norfolk, mientras ella y los demás estaban visitando a Martin. Siguió examinándola con suma atención, y al cabo dijo:

– Así que Tommy la encontró para ti…

– No, la encontré yo. Yo la vi primero.

– Ninguno de los dos me lo contó. -Se encogió de hombros-. Si me lo contaste, no me enteré.

– Lo de Norfolk era verdad -dije-. ¿Te acuerdas? Lo de que era el rincón perdido de Inglaterra.

Durante un instante, se me pasó por la cabeza que Ruth podría hacer como que tampoco se acordaba de ello, pero la vi asentir con gesto pensativo.

– Tendría que haberme acordado cuando estábamos allí -dijo-. Quizá habría encontrado mi bufanda roja.

Nos echamos a reír las dos, y pareció cesar la incomodidad entre nosotras. Pero en la forma en que Ruth puso la cinta en su sitio sin seguir hablando de ella percibí algo que me hizo pensar que la cosa no terminaba allí.

No sé si el rumbo que tomó la conversación después de aquello fue de algún modo obra de Ruth a la luz de su descubrimiento, o si de todas formas la conversación nos hubiera llevado por aquellos derroteros, y fue sólo más tarde cuando Ruth cayó en la cuenta de que con ella podía hacer lo que hizo. Seguimos hablando de Lenny, en particular sobre cómo practicaba el sexo, y volvimos a reírnos de lo lindo. A estas alturas creo que me sentía aliviada de que se hubiera acabado enterando de lo de la cinta y no hubiera montado ninguna escena, y tal vez por ello yo no estaba siendo tan cautelosa como debía. Porque al cabo de un rato habíamos pasado de reírnos de Lenny a reírnos de Tommy. Al principio todo fue bienhumorado e inocuo, como si lo que hacíamos lo estuviéramos haciendo con afecto hacia su persona, pero de pronto me di cuenta de que nos estábamos riendo de sus animales.

Como digo, nunca he sabido a ciencia cierta si Ruth llevó la conversación adrede hasta ese punto concreto. Si he de ser justa, ni siquiera tengo la certeza de que fuera ella la que mencionó por primera vez los animales imaginarios. Y, una vez que empezamos, yo reía tanto como ella (que si uno de ellos parecía que llevaba calzoncillos, que si para otro se había inspirado en un erizo aplastado…). Supongo que en algún momento yo tenía que haber dicho que los dibujos eran buenos, que Tommy había hecho un magnífico trabajo para llegar donde había llegado. Pero no lo hice. En parte por la cinta; y tal vez también, si he de ser sincera, porque me complacía la idea de que Ruth no se tomara en serio lo de los animales de Tommy (y todo lo que ello implicaba). Creo que cuando aquella madrugada nos separamos, nos sentíamos tan unidas como en el pasado. Al salir me tocó la mejilla, y me dijo:

– Es fantástico cómo te mantienes siempre con la moral alta, Kathy.

Así que no estaba en absoluto preparada para lo que sucedería días después en el cementerio. Ruth, en el verano, había descubierto una vieja y preciosa iglesia a menos de un kilómetro de las Cottages, y detrás de ella un intrincado terreno lleno de viejas lápidas que se erguían en la hierba. Todo estaba lleno de maleza, pero se respiraba paz y Ruth iba allí a leer a menudo, en un banco cercano a las verjas traseras, bajo un gran sauce. Al principio no me entusiasmaba gran cosa esta nueva costumbre suya, pues recordaba que el verano anterior todos nos sentábamos juntos en la hierba, justo enfrente de las Cottages. Pero el caso es que si en uno de mis paseos tomaba esa dirección, y reparaba en que era muy probable que Ruth estuviera allí leyendo, acababa entrando por la puerta baja de madera y enfilando el sendero sembrado de malas hierbas y bordeado de lápidas. Aquella tarde hacía calor y todo estaba en calma, y bajaba por el sendero en una especie de ensoñación, leyendo los nombres de las lápidas, cuando vi que en el banco, bajo el sauce, no estaba sólo Ruth sino también Tommy.

Tommy no estaba sentado, sino con un pie apoyado en el herrumbroso brazo del banco, y hacía una especie de ejercicio de estiramiento mientras charlaban. No parecían mantener una conversación particularmente importante, y no dudé en acercarme a ellos. Quizá debería haber detectado algo en el modo en que me saludaron, pero puedo asegurar que ese algo en absoluto había sido obvio. Yo tenía un chisme que me moría de ganas de contarles -algo relacionado con uno de los recién llegados-, de modo que durante un rato no hice más que parlotear mientras ellos asentían con la cabeza y me hacían alguna pregunta que otra. Tardé bastante en darme cuenta de que algo no iba bien, e incluso cuando después de caer en ello hice una pausa y pregunté: «¿Os he interrumpido en algo?», lo hice en un tono más jocoso que preocupado.

Entonces Ruth dijo:

– Tommy me ha estado contando su gran teoría. Dice que ya te la había contado a ti. Hace siglos. Pero ahora, muy gentilmente, me está haciendo partícipe a mí también.

Tommy me dirigió una mirada, y estaba a punto de decir algo, pero Ruth dijo en un susurro fingido:

– ¡La gran teoría de Tommy sobre la Galería!

Entonces los dos me miraron, como si ahora la pelota estuviera en mi tejado y dependiera de mí lo que sucediera a continuación.

– No es una mala teoría -dije-. No sé, pero puede que sea cierta. ¿Qué piensas tú, Ruth?

– En realidad se la he tenido que sacar a este Chico Tierno. No es que te murieras de ganas de contársela a Ruth, ¿eh, querido parlanchín? Sólo se ha dignado hacerlo cuando le he apretado bien las clavijas para que me explicara lo que había detrás de todo ese arte.

– No lo estoy haciendo sólo por eso -dijo Tommy en tono hosco. Seguía con el pie sobre el brazo oxidado del banco, y continuaba con su ejercicio de estiramiento-. Lo único que he dicho ha sido que si mi teoría sobre la Galería era cierta, entonces siempre podría intentar aportar mis animales…

– Tommy, cariño, no te pongas en ridículo delante de nuestra amiga. Delante de mí, vale, pero no delante de nuestra querida Kathy.

– No entiendo por qué te parece tan graciosa -dijo Tommy-. Es una teoría tan buena como cualquier otra.

– No es la teoría lo que a la gente le parecería chistoso, querido parlanchín. Puede que hasta les pareciera correcta. Pero la idea de que tú podrías sacar provecho de ella enseñándole a Madame tus pequeños animales…

Ruth sonrió y sacudió la cabeza.

Tommy no dijo nada y siguió con su ejercicio de estiramiento. Yo deseaba salir en su defensa, y trataba de dar con las palabras capaces de hacerle sentirse mejor sin poner a Ruth aún más furiosa. Pero fue entonces cuando Ruth dijo lo que dijo. Fue ya lo bastante horrible entonces, pero aquel día, en el camposanto de la iglesia, no me hacía la menor idea de hasta dónde habrían de llegar sus repercusiones. Lo que dijo fue:

– No soy sólo yo, cariño. Kathy, aquí presente, piensa que tus animales son una absoluta patochada.

Mi primer impulso fue negarlo, y echarme a reír. Pero el modo en que Ruth había hablado denotaba una gran firmeza, y los tres nos conocíamos lo bastante para saber que en sus palabras tenía que haber algo de verdad. Así que al final me quedé callada, mientras mi mente se remontaba frenéticamente atrás en busca del momento en que se basaba para decir lo que decía, hasta detenerse con frío horror en aquella noche en mi cuarto, con las tazas de té sobre el regazo. Y Ruth añadió:

– Mientras la gente piense que haces esas pequeñas criaturas como una especie de broma, perfecto. Pero no digas nunca que las haces en serio. Por favor.

Tommy había dejado sus estiramientos y me miraba con aire inquisitivo. De pronto volvió a ser como un niño, carente por completo de fachada; pero pude ver también cómo detrás de sus ojos iba tomando cuerpo algo oscuro e inquietante.

– Mira, Tommy, tienes que entenderlo -siguió Ruth-. El que Kathy y yo nos partamos de risa con tus cosas no tiene la menor importancia. Porque se trata sólo de nosotros tres. Así que, por favor, no metamos a nadie más en esto.

He pensado una y otra vez en aquellos instantes. Tendría que haber encontrado algo que decir. Podría haberlo negado, sencillamente, aunque lo más probable es que Tommy no me hubiera creído. Y me habría sido enormemente difícil explicar las cosas sinceramente, y con todos sus matices. Pero podría haber hecho algo. Podría haberme enfrentado con Ruth, haberle dicho que estaba tergiversando las cosas, que aun admitiendo el hecho de haberme reído, jamás lo había hecho en el sentido que ella quería darle. Podría incluso haberme acercado a Tommy y haberle dado un abrazo, allí mismo, delante de Ruth. Es algo que se me ocurrió años más tarde, y probablemente no hubiera sido una opción viable en aquel tiempo, dada la persona que yo era, y dada la forma en que los tres nos comportábamos entre nosotros. Pero habría podido salvar la situación, una situación en la que las palabras nunca habrían hecho sino empeorar las cosas.