Unos minutos después, dijo de pronto:
– ¿Podemos parar, Kath? Lo siento, pero tengo que bajarme un momento.
Pensé que se estaba mareando otra vez, así que aminoré la marcha inmediatamente y detuve el coche en el arcén, casi rozando el seto. Era un tramo completamente oscuro, y aunque dejé los faros encendidos, estaba muy nerviosa por miedo a que un vehículo tomara la curva a mucha velocidad y chocara contra nosotros. Por eso, cuando Tommy se bajó y desapareció en la oscuridad, no le acompañé. Pero en la forma en que se había bajado del coche había creído ver una firme determinación que daba a entender que, por mucho que se sintiera mal, prefería arreglárselas solo. Sea como fuere, ésa era la razón por la que yo aún seguía en el coche, y estaba preguntándome si arrancar y estacionarlo un poco más arriba de la ladera cuando de pronto oí el primer grito.
Al principio ni siquiera pensé que fuera él, sino algún loco que anduviera rondando entre los arbustos. Estaba ya fuera del coche cuando me llegó el segundo grito, y el tercero, y entonces ya sabía que era Tommy, y ello no atenuó en absoluto mi sensación de apremio. Antes bien, durante un instante, al no poder ubicar a Tommy, estuve al borde del pánico. No podía ver nada, y cuando traté de ir hacia los gritos me topé con una espesura impenetrable. Logré encontrar un hueco entre los matorrales, crucé una zanja y llegué a una valla. Me las arreglé para pasar por encima de ella y hundí los pies en un barro blando.
Ahora podía ver mucho mejor dónde me encontraba. Era un campo que descendía abruptamente un poco más adelante, y alcancé a ver las luces de un pueblecito situado al fondo del valle. El viento era muy fuerte, y una ráfaga me golpeó con tal virulencia que me vi obligada a agarrarme a un poste de la valla. La luna no era aún llena, pero iluminaba lo bastante para permitirme ver la figura de Tommy. Gritaba y lanzaba puñetazos y patadas, hecho una fiera, unos metros más allá, donde el campo empezaba a descender con brusquedad.
Intenté correr hacia él, pero era como si el barro succionara mis pies hacia abajo. El barro también le impedía a Tommy moverse libremente, porque en un momento dado vi que, al lanzar una patada, resbalaba y se lo tragaba la negrura de la noche. Pero siguió soltando maldiciones, y llegué a donde había caído en el momento mismo en que se estaba levantando. A la luz de la luna vi su cara, manchada de barro y distorsionada por la cólera, y estiré las manos y le agarré con fuerza los brazos para que dejara de agitarlos frenéticamente. Él trató de zafarse, pero yo no le solté, hasta que dejó de gritar y me pareció que al fin su furia amainaba. Al poco me di cuenta de que él también me tenía entre sus brazos. Y durante lo que se me antojó una eternidad seguimos allí de pie, en lo alto de aquel campo, sin decir nada, abrazándonos, mientras el viento soplaba contra nosotros y nos tiraba de la ropa, y seguimos aferrándonos el uno al otro como si fuera la única manera de impedir que nos arrastrara al fondo de la noche.
Cuando por fin nos separamos, Tommy dijo entre dientes:
– Lo siento de veras, Kath. -Luego lanzó una risa temblorosa y añadió-: Menos mal que ahora no hay vacas. Se habrían llevado un buen susto.
Vi que estaba haciendo todo lo posible por tranquilizarme, por asegurarme que todo había pasado, pero el pecho seguía palpitándole con fuerza y las piernas le temblaban. Volvimos juntos hacia el coche tratando de no resbalar.
– Apestas a caca de vaca -dije, al rato.
– Oh, Dios, Kath, ¿cómo voy a explicar esto? Tendremos que entrar por la parte de atrás.
– Tienes que dar cuenta de tu llegada.
– Oh, Dios -dijo.
Y volvió a reírse.
Encontré unos trapos en el coche, y nos limpiamos como pudimos la bosta de vaca. Pero cuando revolvía el maletero en busca de los trapos, saqué la bolsa de deportes con sus dibujos de animales, y al subir al coche vi que Tommy la metía en la trasera y la ponía sobre el asiento.
Recorrimos un trecho sin hablar mucho. Tommy se había puesto la bolsa sobre el regazo, y yo aguardaba a que dijera algo acerca de los dibujos, e incluso se me ocurrió que estaba incubando otro arrebato, y que iba a tirarlos todos por la ventanilla. Pero siguió con la bolsa bien sujeta con las dos manos mientras miraba fijamente la carretera oscura que se extendía ante nosotros. Después de un largo silencio, dijo:
– Siento lo de antes, Kath. De veras que lo siento. Soy un verdadero idiota. -Y luego añadió-: ¿En qué piensas, Kath?
– Estaba pensando -dije- en el pasado, en Hailsham, cuando te ponías como loco, como ahora, y no podíamos entenderte. No podíamos comprender cómo cogías aquellas rabietas. Y me ha venido a la cabeza la idea, bueno, una especie de pensamiento. Que quizá la razón de que te pusieras como te ponías era que, de una manera o de otra, tú siempre lo supiste.
Tommy se quedó pensativo ante esto, y sacudió la cabeza.
– No lo creo, Kath. No, siempre se trató sólo de mí, de mi persona. Era un idiota. Eso es todo. -Luego dejó escapar una débil risa, y dijo-: Pero es una idea curiosa. Quizá sí, quizá lo sabía, en lo más hondo de mi ser. Y el resto de vosotros no.
23
Nada pareció cambiar mucho en la semana siguiente a nuestro viaje. Aunque yo nunca pensé que las cosas fueran a seguir siendo las mismas y, sin ningún género de dudas, a principios de octubre, empecé a detectar pequeños cambios. Como botón de muestra, y aunque siguió haciendo sus dibujos de animales, Tommy se cuidaba muy mucho de dibujarlos en mi presencia. Nunca volvimos a ser del todo los mismos que cuando empecé a ser su cuidadora, y el pasado de las Cottages seguía gravitando sobre ambos. Pero era como si hubiera reflexionado sobre ello y hubiera tomado una decisión: seguir con sus animales cuando le viniera en gana, pero si yo entraba en su cuarto dejar de dibujarlos y guardarlos de inmediato. Y a mí no me dolía que lo hiciera. De hecho, en cierto modo, era un alivio: aquellos animales que nos miraban fijamente a la cara cuando estábamos juntos sólo nos habrían incomodado aún más.
Pero además hubo otros cambios menos fáciles de asimilar. No quiero decir que a veces no nos lo pasáramos bien en su habitación. Incluso practicábamos el sexo de cuando en cuando. Pero lo que no podía dejar de advertir era que Tommy se sentía cada día más y más identificado con los demás donantes del centro. Si, por ejemplo, estábamos recordando cosas de Hailsham, él, tarde o temprano, acababa sacando a colación el hecho de que alguno de sus compañeros del centro había dicho o hecho algo parecido a lo que estábamos evocando. Recuerdo una vez en que llegué a Kingsfield después de un largo viaje. Me bajé del coche, y la Plaza tenía un aire similar al del día en que Ruth y yo llegamos para recoger a Tommy e ir a ver el barco. Era una tarde nublada de otoño, y no había nadie a la vista salvo un grupo de donantes apiñados bajo el tejado saliente del edificio de recreo. Tommy estaba entre ellos -de pie, con un hombro apoyado contra un poste- y escuchaba a un donante que estaba en cuclillas en las escaleras de la entrada. Me dirigí hacia ellos, pero de pronto me detuve y me quedé esperando en medio de la Plaza, bajo el cielo gris. Pero Tommy, a pesar de haberme visto, siguió escuchando a su amigo, hasta que al final todos estallaron en carcajadas. Incluso entonces siguió escuchando y sonriendo. Luego aseguraría que me había hecho una seña para que me acercara pero, en caso de ser cierto, su gesto no había sido en absoluto claro. Lo único que yo vi fue que se reía señalando vagamente en mi dirección, y que volvía a prestar atención a lo que su compañero estaba diciendo. Muy bien, estaba ocupado, es cierto, y al cabo de un par de minutos vino hacia donde yo estaba y los dos subimos a su cuarto. Pero todo había sido muy distinto de como solía ser al principio. No era sólo que me había tenido esperándole en medio de la Plaza. Eso no me habría importado tanto. Era más bien que aquel día, por primera vez, había percibido en él algo muy parecido al resentimiento -sólo por el hecho de tener que venir conmigo-, y una vez que estuvimos solos en su habitación el ambiente que se respiraba entre nosotros no era lo que se dice festivo.
Si he de ser justa, también yo tuve parte de culpa. Porque al quedarme allí mirando cómo charlaban y reían, sentí una inopinada punzada interna; porque en el modo en que los donantes se habían agrupado en semicírculo, en sus posturas -de pie o sentados-, casi estudiadamente relajados, como en ademán de anunciar al mundo lo mucho que cada uno de ellos disfrutaba de la compañía de los otros, me recordaban en cierto modo cómo nuestro pequeño grupo de amigas solía sentarse cerca del pabellón haciendo corro. La comparación, como digo, hizo que sintiera algo en mi interior, y tal vez a causa de ello, una vez en su habitación, también yo sentía dentro la comezón del resentimiento.
Y sentía algo parecido cada vez que Tommy me decía que yo no entendía esto o lo otro porque aún no era donante. Pero excepto una ocasión en concreto, a la que me referiré dentro de un momento, no se trataba más que de una comezón muy leve. Normalmente Tommy me decía esas cosas medio en broma, casi cariñosamente. E incluso cuando lo hacía de forma más desabrida, como cuando me dijo que dejara de llevar su ropa sucia a la lavandería porque podía hacerlo él mismo, la cosa nunca degeneraba en pelea. Esa vez le había preguntado:
– ¿Qué más da quién baje las toallas a la lavandería? A mí me pilla de camino.
A lo que él, sacudiendo la cabeza, había respondido:
– Mira, Kath, de mis cosas me ocuparé yo. Si fueras donante, lo entenderías.
Muy bien, me molestaba oírlo, pero era algo que podía olvidar fácilmente. En cambio, como he dicho, hubo una vez en la que el hecho de decirme que no era donante me sacó de mis casillas.
Sucedió aproximadamente una semana después de que llegara el aviso para su cuarta donación. Estábamos esperándolo, y habíamos hablado de ello largo y tendido. De hecho, hablando de su cuarta donación habíamos tenido algunas de nuestras conversaciones más íntimas desde nuestro viaje a Littlehampton. Hay donantes que quieren hablar de ello todo el tiempo, de un modo absurdo e incesante. Y hay quienes bromean sobre ello, y quienes ni siquiera quieren mencionarlo. Y luego está esa curiosa tendencia de los donantes a tratar la cuarta donación como algo merecedor de enhorabuenas. A un donante en «su cuarta», aun cuando se trate de alguien que hasta el momento no haya gozado de excesivas simpatías, se le trata con especial respeto. Hasta el personal médico lo halaga: cuando un donante en «su cuarta» va a hacerse los análisis, es acogido con sonrisas y apretones de manos por médicos y enfermeras. Bien, Tommy y yo charlamos de todo esto, a veces en tono jocoso y otras seria y concienzudamente. Abordamos los diferentes modos que había de enfrentarse a ello, y cuáles eran los más sensatos. Una vez, tendidos el uno junto al otro en la cama mientras la oscuridad iba cerniéndose sobre la habitación, Tommy dijo: