– ¿Sabes por qué es, Kath? ¿Sabes por qué todos nos preocupamos tanto por la cuarta? Porque no estamos seguros de que vayamos realmente a «completar». Si uno tuviera la certeza de que iba a «completar», todo se le haría mucho más fácil. Pero nadie puede darte esa certeza.
Yo llevaba ya un tiempo preguntándome si esto saldría a relucir algún día, y había pensado en cómo responderle. Pero cuando llegó el momento apenas supe qué decir. Así que dije:
– Son un montón de bobadas, Tommy. Pura palabrería. Ni siquiera merece la pena pensar en ello.
Pero Tommy sabía que no tenía nada en que apoyar mis protestas. Sabía, también, que eran interrogantes para los que ni siquiera los médicos tenían respuestas ciertas. Se ha hablado mucho de ello. De cómo quizá, después de la cuarta donación, aun cuando técnicamente hayas «completado», en cierta medida sigues conservando la conciencia; de cómo descubres que luego hay más donaciones, muchas más, al otro lado de esa línea divisoria; de cómo ya no hay más centros de recuperación, no más cuidadores, no más amigos; de cómo ya no hay nada que hacer más que estar atento a las donaciones que aún te esperan, hasta que éstas te extingan. Es una película de terror, y la mayoría de las veces la gente no quiere pensar en ello. Ni el personal médico, ni los cuidadores, ni, normalmente, los donantes mismos. Pero de cuando en cuando alguno de ellos lo saca a colación, como Tommy aquella tarde (hoy miro hacia atrás y me gustaría haber hablado de todo ello). El caso es que, después de que le pidiera que dejara de pensar en ello, que no era más que pura palabrería, los dos dejamos por completo el tema y hablamos de otras cosas. Tommy al menos me había hablado de lo que pensaba al respecto, y me alegraba que hubiera confiado en mí hasta tal punto. Lo que estoy queriendo decir es que, en general, tenía la impresión de que nos estábamos enfrentando a su cuarta donación muy bien juntos, y de que por eso me dejó tan anonadada lo que me había dicho aquel día en que paseamos por el campo.
Kingsfield no tiene mucho terreno. La Plaza es el obligado punto de reunión, y los espacios vacíos que hay detrás de los edificios tienen un aire de tierra baldía. El retazo más grande, que los donantes llaman «el campo», es un rectángulo lleno de maleza y cardos cercado por una alambrada. Siempre se ha hablado de convertirlo en una pradera de césped para disfrute de los donantes, pero hasta el día de hoy no se ha hecho nada al respecto. Pasear por él puede no resultar tan apacible a causa de la gran carretera de las cercanías. Pero cuando los donantes están inquietos y necesitan estirar las piernas tienden de todas formas a aventurarse a través de las zarzas y ortigas que lo pueblan. La mañana de que hablo había una niebla espesa, y yo sabía que el campo estaría empapado, pero Tommy había insistido en que saliéramos a dar un paseo. No es extraño, pues, que fuéramos los únicos paseantes en «el campo» (lo cual pareció complacer a Tommy). Después de bregar contra los matorrales durante un rato, se detuvo junto a la alambrada y se quedó mirando hacia la niebla vacía del otro lado. Y dijo:
– Kath, no quiero que te lo tomes a mal. Pero he estado dándole vueltas a la cabeza y creo que tendría que cambiar de cuidador.
En los segundos que siguieron caí en la cuenta de que lo que me había dicho no me sorprendía en absoluto; que, en cierto modo extraño, lo esperaba. De todas formas estaba disgustada y no dije nada.
– No es sólo porque se esté acercando mi cuarta donación, Kath -continuó él-. No es sólo por eso. Es por cosas como las de la semana pasada. Cuando tuve ese problema de riñones. Pronto voy a empezar a tener montones de problemas de ese tipo.
– Por eso vine a buscarte -dije-. Precisamente por eso vine en tu ayuda. Por lo que ahora está empezando. Y también porque Ruth lo quería así.
– Ruth quería lo otro para nosotros -dijo Tommy-. No veo por qué tendría que querer necesariamente que estuvieras conmigo hasta el final.
– Tommy -dije, y supongo que entonces estaba ya furiosa, aunque seguía controlándome y hablando con voz calma-. Soy la única que puede ayudarte. Ésa es la razón por la que te busqué y te encontré después de tanto tiempo.
– Ruth quería lo otro para nosotros -repitió Tommy-. Y esto es totalmente diferente. Kath, no quiero que me veas como pronto voy a estar.
Estaba mirando al suelo, con una palma pegada a la alambrada, y por espacio de unos instantes pareció escuchar atentamente los ruidos del tráfico que llegaban del otro lado de la niebla. Y fue entonces cuando lo dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza.
– Ruth lo habría entendido. Era una donante, y por tanto lo habría entendido. No estoy queriendo decir que por fuerza habría querido lo mismo para ella. Si hubiera podido elegir, puede que hubiera querido que siguieras siendo su cuidadora hasta el final. Pero habría entendido que yo quiera hacerlo a mi manera. Kath, a veces no puedes verlo. No puedes verlo porque no eres donante.
Fue al decir esto cuando di media vuelta y me fui. Como he dicho, estaba preparada para que me dijera que no quería que siguiera siendo su cuidadora. Pero lo que realmente me dolió, después de toda una serie de pequeños detalles -como cuando me dejó allí de pie en medio de la Plaza-, fue lo que dijo en aquel momento, la forma en que me marginó otra vez, no sólo de los demás donantes sino de sí mismo y de Ruth.
Aunque esto tampoco acabó en una gran pelea. Cuando me fui con cajas destempladas no me quedó más remedio que volver a su habitación. Tommy subió unos minutos después, y entonces yo ya me había calmado, y él también, y pudimos mantener una conversación como es debido sobre el asunto. Fue un poco tirante, es cierto, pero hicimos las paces, e incluso abordamos algunos aspectos prácticos sobre el hecho de cambiar de cuidador. Entonces, estando allí sentados uno al lado del otro en el borde de la cama, a la luz mortecina de la lámpara, me dijo:
– No quiero que volvamos a pelearnos, Kath. Pero tengo muchas ganas de preguntarte algo. ¿No te cansas de ser cuidadora? Todos los demás llevamos mucho tiempo siendo donantes. Y tú llevas años haciendo esto. ¿No te apetece a veces, Kath, que te manden pronto el aviso?
Me encogí de hombros.
– No me importa. En cualquier caso, hacen falta buenos cuidadores. Y yo soy una buena cuidadora.
– Pero ¿de verdad es tan importante? Muy bien, es estupendo tener un buen cuidador. Pero a fin de cuentas, ¿importa tanto? Los donantes donarían de todas formas, y luego «completarían».
– Pues claro que es importante. Un buen cuidador tiene una importancia decisiva en cómo es la vida de un donante.
– Pero toda esta vida acelerada que tú llevas. Todo ese andar de un lado para otro hasta la extenuación, y toda esa soledad. Te he estado observando. Te está consumiendo. Seguro que sí, Kath; seguro que a veces estás deseando que te digan que ya puedes dejarlo. No sé por qué no hablas con ellos, por qué no les preguntas la razón de que tarden tanto. -Se quedó callado, y luego dijo-: Me lo pregunto, simplemente. No quiero que discutamos.
Puse la cabeza sobre su hombro, y dije:
– Sí… Puede que ya no tarde mucho, de todas formas. Pero de momento tengo que seguir. Aunque tú no quieras que me quede contigo, hay otros que sí quieren.
– Supongo que tienes razón, Kath. Eres una cuidadora buena de verdad. Serías perfecta para mí si no fueras tú. -Soltó una risita y me rodeó con el brazo, aunque seguimos sentados uno al lado del otro. Luego dijo-: No hago más que pensar en ese río de no sé qué parte, con unas aguas muy rápidas. Y en esas dos personas que están en medio de ellas, tratando de agarrarse mutuamente, aferrándose con todas sus fuerzas el uno al otro, hasta que al final ya no pueden aguantar más. La corriente es demasiado fuerte. Tienen que soltarse, y se separan, y se los lleva el agua. Pienso que eso es lo que pasa con nosotros. Qué pena, Kath, porque nos hemos amado siempre. Pero al final no podemos quedarnos juntos.
Cuando dijo esto, recordé cómo lo había agarrado con todas mis fuerzas aquella noche en aquel campo azotado por el viento, en el camino de regreso de Littlehampton. No sé si él estaba pensando también en eso, o si seguía pensando en sus ríos de corrientes tempestuosas. En cualquier caso, seguimos sentados en el borde de la cama durante largo rato, sumidos en nuestros pensamientos. Y al final le dije:
– Siento haberme enfadado tanto antes. Les hablaré. Intentaré que te asignen un cuidador realmente bueno.
– Qué pena, Kath… -volvió a decir.
Y no creo que habláramos más de ello en toda la mañana.
Recuerdo que las semanas que siguieron -las semanas antes de que el nuevo cuidador se hiciera cargo- fueron sorprendentemente apacibles. Quizá Tommy y yo nos esforzábamos muy especialmente por ser amables el uno con el otro, pero el tiempo pareció transcurrir de un modo casi desenfadado. Podría pensarse que, en la situación en que estábamos, tendríamos que habernos visto inmersos en una sensación de irrealidad. Pero nosotros no nos sentimos nada extraños en aquel momento. Yo estaba bastante ocupada con dos de mis otros donantes del norte de Gales, y ello me había mantenido apartada de Kingsfield más de lo que yo habría deseado, pero aun así me las arreglaba para visitar a Tommy tres o cuatro veces a la semana. El tiempo se hizo más frío, aunque seguía seco y a menudo soleado, y se nos pasaban las horas en su habitación, a veces practicando el sexo, las más de las veces charlando. A veces Tommy escuchaba cómo le leía en alto. Una o dos veces, incluso, sacó su cuaderno y garabateó unas cuantas ideas para sus animales mientras yo le leía desde la cama.